sábado, 10 de diciembre de 2011

"El viejo periodismo ante la encrucijada"

(Publicado por Albert Chillón en la revista Barcelona Metrópolis, nº 83, 2011)
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© Josep Maria Sagarra / AFB
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© Cannon Collection/Australian Picture Library/Corbis
 

Entre 1893 y 1927, los flamantes “mass media” devinieron protagonistas de la modernidad vibrante y promiscua que inspiró a tantos pensadores y artistas de aquel tiempo. Periódicos veteranos como “The Times”, “Le Figaro” o “La Vanguardia”, entre otros, capitanearon una histórica mutación que ha heredado el presente. 

El periodismo encara hoy el mayor de los desafíos que ha arrostrado durante el último siglo, desde que la ochocentista prensa de multitudes devino masiva. Y lo hace a lomos de la globalización y el ciberentorno, que desde hace veinte años están induciendo cambios de fondo y diluyendo las fronteras entre la vida pública y la privada. Los pilares del campo periodístico clásico están siendo socavados por tan abrumador aunque sutil embate, llamado a trastocar los criterios y procederes que durante tres centurias han sido suyos. Y con ellos, la economía y la organización, la cultura y los cometidos de ese sector clave de la industria cultural, entre ellos las narrativas y los discursos que han ayudado a armar el ideal y la praxis de la democracia.

      Lo que está en jaque es la tradición periodística forjada a medida que la modernidad vivió su albor en el siglo XVIII, su apogeo durante el XIX y el XX y, por fin, su presente peripatheia –cambio decisivo de fortuna– y crisis, que con certeza la instará a renovar su rumbo, vituallas y andares, so pena de caer de hinojos en mitad del camino. No es solo la revolución tecnológica y lo mucho que en sí conlleva, sino un espíritu del tiempo tildado de posmoderno lo que se halla en trance de sustituir el añejo sensorium –vertical, centralizado, jerárquico y dirigista– por uno asaz distinto, que a primera vista se antoja más horizontal y cooperativo.

      Forjado en el Siglo de las Luces, el campo periodístico fraguó a inicios del XIX y medró hasta su término, convertido –junto con la democracia representativa y su división de poderes, el auge del Estado-nación y la vida urbana, la ubicua tecnificación y la alfabetización de las multitudes– en uno de los más firmes pilares del pujante capitalismo. Y fue acrisolando, según iba cobrando forma el nuevo mundo pintado por Dickens y Balzac, los atributos que hoy exhibe: reemplazó su tenor artesanal por el industrial; el amateurismo de los gacetilleros por el profesionalismo de los periodistas; la prioritaria atención a las nuevas comerciales y a la opinión partidaria por la información e interpretación contrastadas; sus toscos pertrechos discursivos por una refinada paleta de géneros narrativos y persuasivos, de recursos y estilos escriturales.

      Esa prensa de amplia difusión ganó la mayoría de edad con el fin-de-siècle, cuando Occidente se precipitó en la sociedad de masas que, con muy varios acentos, recrearon autores como Alfred Döblin (Berlin Alexanderplatz), Sergei Eisenstein (Octubre), George Grosz (Metrópolis) o José Ortega y Gasset (La rebelión de las masas). A la par que el orbe capitalista –y a su manera el soviético– impulsaba los monopolios y el fordismo, la racionalidad instrumental y la burocracia, las primeras décadas del novecientos vieron despegar la comunicación propiamente masiva, correlato de la general masificación a cuyo abrigo fraguó la primera versión del New Journalism estadounidense.

      En el arco que va de 1893, cuando Antonin Dvorák compuso la Sinfonía del nuevo mundo, a 1927, cuando Walter Ruttmann filmó Berlín, sinfonía de una gran ciudad , los flamantes mass media devinieron protagonistas de la modernidad vibrante y promiscua que inspiró a tantos pensadores y artistas del tiempo. Periódicos veteranos como The Times, Le Figaro, The New York Times, La Vanguardia o Il Corriere della Sera, entre muchos otros similares o de nueva planta, capitanearon una histórica mutación que, grosso modo, ha heredado el presente. De entrada, aquel New Journalism se distinguió por el profuso empleo de la fotografía, matriz del fotoperiodismo y la sociedad del espectáculo en ciernes; el desarrollo de la publicidad, capital para la cuenta de resultados de las empresas; el uso y abuso del interés humano, los relatos facticios de inspiración literaria (features) y los ficticios por entregas; la difusión de “The Yellow Kid” y otras tiras cómicas por rotativos amarillos como el populista The New York World, de Joseph Pulitzer; o la atención a un amplio espectro de temas –política, internacional, nacional, economía, sociedad, sucesos, espectáculos, cultura, deportes– que buscaba dar cuenta de cualesquiera facetas de la actualidad, aunque a menudo hozara en el muy rentable panem et circenses.

      Con todo, aquella prensa masiva poseía señas de identidad más capitales aún, legado que los presentes envites están poniendo en solfa. Fue entonces cuando el campo periodístico cuajó de veras: un dispositivo axiológico, operativo y doctrinal, integrado por su ideología autolegitimadora y corporativa; por la institución de una casta de profesionales –y no de simples oficiantes– formados ad hoc; por su organización industrial y sus rutinas productivas, su rigurosa división del trabajo y su orientación mercantil; por la creciente subordinación de los informadores al entramado oficial de fuentes; y –último pero no menor– por una ortodoxia basada en el dogma de la objetividad, en la presunta dicotomía entre opiniones (views) y noticias (news), así como en una congrua panoplia de géneros y modos expresivos: una retórica que se dice que es arretórica, en verdad.

      El campo periodístico descrito generó, además, un pasmosamente acrítico imaginario sobre sí mismo, aventado urbi et orbi y creído a pies juntillas no solo por los públicos legos, sino por sus oficiantes ufanos. En virtud de él, la prensa y el periodismo compondrían un “cuarto poder” épicamente llamado a vigilar los tres –ejecutivo, legislativo, judicial– postulados por Montesquieu; a expresar los designios de la fantasmal e idealizada “opinión pública”; y, por ende, a actuar como garante de la transparencia informativa, así como del cañamazo de libertades y deberes en que el estado de derecho se basa. Un poder equilibrador que lo sería gracias a su aptitud para obrar de manera objetiva, exhaustiva y ecuánime. “Los hechos son sagrados, las opiniones son libres: acuñado en el albor de la industria, el célebre axioma condensa una ideología que no solo da por descontada la humana capacidad de empalabrar sin más lo real –puesta en severo entredicho por la filosofía, de Humboldt en adelante–, sino la aptitud y la disposición de medios y periodistas para hacerlo de forma fehaciente. Según tan idílica visión, los media harían las veces de ventanas abiertas de par en par a la realidad, que esta atravesaría sin merma; o bien de espejos capaces de reflejarla en sus mínimos matices. Metáforas ambas muy acordes con el lema “Todas las noticias que vale la pena imprimir”, que aún hoy secunda la cabecera de The New York Times a guisa de exultante adagio.

      No obstante, semejante ortodoxia resulta ser una paladina falacia, por más éxito que haya cosechado. El periodismo en concreto y los medios en general conforman, no cabe duda, una de las instituciones cardinales de nuestro tiempo. Pero diversas tendencias y escuelas de pensamiento crítico han argüido con plena razón que no son, ni pueden ser, espejos o ventanas, sino persuasivos instrumentos de hegemonía. Que la objetividad tiende a ser un ritual legitimador y estratégico, más que una meta cumplida. Que los periodistas no integran una casta angélica, sino una profesión necesariamente uncida a opciones y perspectivas, algunas no siempre laudables. Y que, en buena medida, los llamados “hechos” son hechos o cuando menos fomentados por ellos: primero seleccionados u olvidados, y enfocados y construidos acto seguido.

      Sea como fuere, el periodismo ha ejercido y ejerce aún un papel insustituible, ya que de él dependen tres misiones complicadas que hoy se hallan en apuros: en primer lugar, la detección y selección de las situaciones y eventos relevantes, además de su juiciosa ponderación y puesta en contexto; después, la provisión de marcos y criterios capaces de interpretar su sentido; por fin, la generación de narrativas que otorguen inteligibilidad y orientación a un mundo cada vez más proclive a la opacidad y al desnorte. Muy críticas, precisamente, con las formas ortodoxas de tematizar y empalabrar sus asuntos, las tendencias neoperiodísticas de las décadas pasadas –con el segundo New Journalism de Capote, Wolfe y Mailer en cabeza– propusieron una renovación del campo periodístico basada en una triple sustitución: la del dogma de la objetividad por la ética de la ecuanimidad; la de la pleitesía al tinglado oficial de fuentes por la observación e indagación esmeradas; y la de la presunta diafanidad e inocencia del mal llamado estilo periodístico por una retórica artísticamente consciente y ambiciosa, deudora de la mejor tradición literaria.

      Pero tales innovaciones fueron pronto relegadas a la periferia del campo, y ahora el periodismo encara el desafío del ciberentorno con ostensible tribulación: se siente ayuno de claras ideas sobre las sendas y acciones a emprender; y, al tiempo, sabe que se avecina una apasionante, potencialmente fecunda y, en cualquier caso, radical muda de su cultura, complexión y narrativa, que corre riesgo de extravío si la reflexión y las decisiones adecuadas no asisten sus próximos pasos.

sábado, 19 de noviembre de 2011

"La corrupción del discurso"

(Artículo publicado por Lluís Duch y Albert Chillón en la Cuarta Página del diario 'El País', el 4 de noviembre de 2011)



El principal partido de la oposición acusa al Gobierno de “connivencia” o “chalaneo” con ETA durante años, tacha sus desatinos y errores de aviesas “mentiras”, omite evidencias y contextos a fin de argüir que la quiebra en curso sólo se ceba en España. La jerarquía católica azuza a sus medios y corifeos para acusar a quienes defienden el derecho al aborto de promover la muerte de infantes. Un ex presidente del Congreso y padre de la Constitución se declara convencido de que el irresuelto encaje de Cataluña en España podrá resolverse sin recurrir a bombardear Barcelona como ha pasado “no sé cuántas veces”. Los soberanistas periféricos proclaman sin rebozo el “expolio” que sus patrias, edénicas víctimas, sufren a manos del Estado victimario. Demasiados políticos y economistas, periodistas y profesores, financieros y empresarios tejen de consuno una neolengua que, como en la pesadilla de Orwell, reduce el polifacetismo y la complejidad del mundo a una jerga tecnocrática y opaca. 
 
Apenas citamos un ramillete de ejemplos de distinta envergadura y calado –entre la negligencia expresiva y el voluntario fraude– para ilustrar la pujante corrupción del discurso que hoy cunde, grave dolencia en la que Occidente empezó a reparar hará diez años, cuando fue arrastrado a una guerra contra el “Eje del Mal” que aún colea, en pos de las espectrales “armas de destrucción masiva”. Alentado por la frivolidad ética y política que cierto postmodernismo auspicia, el trastorno ha ido cobrando visos de pandemia, y encuentra en la actual debacle uno de sus campos de acción dilectos. Bajo la manida palabra 'crisis' –fetiche verbal de corte economicista que oculta más que revela– late una colosal quiebra de alcance global y epocal que afecta muy distintas facetas del presente: política y religión, moral e ideología, educación y costumbres. Cualquier época crítica suele tener un correlato discursivo, y la que ahora sufrimos conlleva una infecciosa crisis gramatical tan ubicua que tiende a pasar inadvertida, ya que compromete todas las vertientes de la vida pública, privada e íntima. Naturalizada por la costumbre, la infección ya ha devenido pandemia, y se sustancia de dos modos principales: bien como depauperación sistémica del lenguaje, bien como negligente y aun deliberada perversión de sus usos y discursos concretos. 
 
Depauperación lingüística. De entrada, tal crisis gramatical se manifiesta como un quebranto tangible y sistémicamente inducido de la facultad de empalabrar la realidad, y aqueja a la mayor parte de la ciudadanía y de quienes la instruyen, informan y ordenan. Los modulaciones del habla común delatan que la indigencia léxica, sintáctica y retórica medra a sus anchas, mengua que acarrea la de la aptitud para decantar un conocimiento lúcido, crítico y articulado acerca de la res publica; una sensible merma de la competencia y talante que el diálogo plural exige; y, en fin, la proliferación de patologías discursivas –de la anomia y el mutismo al desistimiento y la violencia– que socava los pilares de una sociedad compleja, plural y abierta.

Lo que semejante enfermedad pone en jaque es la salud de la convivencia y el sustento de la democracia misma, entendida como ideal cuya siempre imperfecta aunque indispensable persecución debe fomentar el uso público de la razón y sus frutos: la crítica y la pregunta, el difícil pero deseable equilibrio entre heterodoxia y ortodoxia, el benéfico cultivo de la duda responsable y de la 'sabiduría de la ilusión' que postulaba Nietzsche. La búsqueda de la integral e integradora virtud cívica ('areté') en el sentido griego requiere ejercitar con decisión el célebre 'Atrévete a saber' ('Sapere Aude') que el progresista Kant propuso como divisa de la Ilustración. Pero hacia tan deseable horizonte, singularmente urgente en los días que corren, sólo puede tenderse si la ciudadanía goza de los medios educativos y comunicativos imprescindibles para la realización de sus humanas potencias, en lugar del metódico y ofuscador adoctrinamiento que de facto padece. Hoy, como mañana y ayer, mujeres y hombres necesitan ser socializados y acogidos, a fin de que su innata fertilidad dé una fecunda cosecha. 
 
Perversión del discurso. Si la mentada dimensión de la crisis gramatical atañe a las genéricas derivas que desde hace décadas vivimos, la segunda muestra un cariz mucho más ético y pragmático, ya que concierne al amplio y difuso territorio en el que a los sujetos les cabe ejercer su albedrío. Sometidas a sistémico deterioro, como hemos argumentado, las aptitudes empalabradoras sufren, además, abundantes perversiones y abusos, porque son los sujetos, los grupos y las instituciones quienes poseen la condicionada pero efectiva libertad de ejercerlas, amén de la responsabilidad de hacerlo de forma virtuosa.

La corrupción del discurso público se constata hoy por doquier, con tanta fuerza y tan disolventes efectos que urge atajar su contagio. La epidemia se manifiesta, por un lado, en la compartida incuria con que se expresan y piensan demasiados sujetos –próceres y poderosos incluidos–, y el daño que causa es proporcional a la inconsciente pereza que la impulsa. Ahí están, para ilustrarlo, la anemia léxica y la dejadez sintáctica; el decir vago y haragán; el arrogante desprecio de la complejidad y matiz; la saturación de tópicos y muletillas. Y en fin, sobre todo, la adopción de un habla renqueante, acomodaticia y canija, muy dada a acatar toda suerte de bogas y a sacrificar la belleza y precisión verbal en el altar de la neolengua economicista, tecnocrática y deshumanizada a que antes aludíamos, ese falsamente natural antiestilo en que encarna la 'racionalidad instrumental' que combatieron con tanto ahínco los pensadores de Frankfurt.

Por otro lado, la perversión del discurso medra a manos de quienes adrede lo adulteran en aras del populismo, el mesianismo y la demagogia, cánceres de cualquier democracia y razón posibles. Son legión los dirigentes y portavoces dotados de público ascendiente –púlpitos o micrófonos, tribunas o tarimas– que trasgreden la más elemental ética comunicativa, ineludible sostén de la lealtad y la confianza que el convivir requiere. Con desfachatado cinismo, mandarines y gerifaltes tergiversan las certezas y probabilidades reconocibles, y confunden a cosa hecha la resabiada mentira –enunciación deliberada de una inteligible falsedad, como escribió Agustín de Hipona– con el desacierto o el yerro. La fractura de la confianza que de tal desmán resulta extiende su grangrena a la entera sociedad, y la deja en franquía para que la desvergüenza campe a sus anchas. Si la mendaz antiética del todo vale deviene al fin natural y objeto de aplauso y premio, como tantos persiguen, entonces no sólo se malogra la comprensión de cada asunto en particular –y los consiguientes actos y decisiones–, sino la propia capacidad de empalabrar y conocer que ciudadanos y gobernantes precisan. Y lo que en suma se arruina es el cimiento de la comunicabilidad, la convivencia y la democracia, nada menos. 
 
Desde Humboldt y Nietzsche sabemos que el ser humano lo es porque significa y habla, en la medida en que erige la entera civilización por medio de símbolos y palabras. Y que el polifacético discurso –con el verbo en su cima– no es simple vehículo para la expresión de lo ya ideado sin él, sino requisito del pensar y sus frutos. La moderna conciencia lingüística enseña que comprender y empalabrar van de la mano; y además –aunque no suele repararse en ello– que el discurso es hacedor de realidad: de sus hechos, procesos y circunstancias, allende la cruda materia. Él configura en buena medida la facticidad en que vivimos: el pasado y su memoria, el presente y su noción, el porvenir y su anticipo. De ahí la necesidad de atajar su corrupción. Y de ahí también, sobre todo, la urgencia de rehabilitar las Humanidades en general y la Ilustración en particular, el patrimonio de sabiduría que integra el legado crítico del Humanismo.

lunes, 14 de noviembre de 2011

"La Internacional de la indignación"

(Artículo publicado por Lluís Duch y Albert Chillón en La Vanguardia, el 4 de noviembre de 2011)



La Internacional de la indignación




Nueva York y Tokio, Londres y Berlín, Lisboa y Sidney, Barcelona y Madrid, Bruselas y Francfort, Roma y Atenas, Buenos Aires y Sao Paulo: una hoguera de indignación recorre el mundo globalizado, tras la llama que el 15-M prendió en España la primavera pasada. No se trata sin embargo, todavía, de un movimiento homogéneo y programado, carece de portavoces y cabecillas reconocibles, así como de una ideología cohesionada como la que mediado el siglo XIX vertebró el socialismo internacional en alas del más influyente panfleto de la era moderna: el célebre Manifiesto que la Liga de los Comunistas encargó a Marx y Engels.

Ha llovido mucho entre ambos hitos, tanto que el capitalismo planetario de hoy difiere bastante del que El capital sometió a lúcido análisis. Y sin embargo un aire de familia los une, no sólo porque soplan vientos de rebelión, sino porque persisten las desigualdades e injusticias que la inspiraron entonces y vuelven a hacerlo ahora: aunque las “fuerzas productivas” han crecido de forma exponencial –del carbón y el vapor a la nanotecnología y el entorno digital, digamos–, permanecen en esencia intactas las draconianas relaciones de dominación que el marxismo clásico desveló con razón airada. 
 
Desde el fin de la Segunda Guerra, tales infamias fueron atenuadas por la relativa entente histórica entre las clases dominantes y las subalternas, sustanciada en el Estado del Bienestar y en el modelo de convivencia política, económica e ideológica que ha marcado el más largo periodo de prosperidad que ha vivido Occidente. Y sin embargo, como es notorio, el casi unánime delirio de riqueza que hasta 2007 parecía haber sepultado cualquier movimiento o ideario de signo emancipador –y confirmado los augurios de la ortodoxia neocon– ha mutado en universal pesadilla, y una intimidante quiebra recorre el orbe. 
 
Hoy, el sojuzgamiento de vastas y plurales mayorías a manos del hipercapitalismo está demudando en rictus sardónico la risueña farsa postmodernista que aún coleaba anteayer, y revelando sus cultos y latrías como alienantes falacias: la del becerro de oro llamado 'mercado', que ya sólo hechiza a la constelación neoliberal y sus aquelarres; la del supuesto 'progreso' evolutivo e inexorable, que amenaza degradarse en involutivo regreso a demonios que creíanse superados; la de la ensimismada 'identidad', esa infecciosa superstición erigida en castillo de arena frente a la mundialización y su oleaje. A medida que las máscaras van cayendo, crece la consciencia sobre los estragos que acarrea tan aciaga orquestación de la economía, la política, la cultura y la vida: sistemático despojamiento y desigualdad; un maquillado expolio que insta la metódica pauperización de dos tercios de la población en beneficio de nutridas minorías sin rostro; y una trágica ruina del medio ambiente que ya ha puesto en jaque los requisitos de toda vida y riqueza. La envergadura de la quiebra que Occidente sufre es tal que urge depurar los diagnósticos, so pena de agravarla. Echar mano a clichés para explicar su polifacética complejidad podría engendrar frutos amargos, de ahí que resulte obligado reinterpretar los idearios utópicos y emancipadores de ayer, y recrear con crítica cautela su mejor legado. Tan preciso como evitar, al tiempo, una lectura burdamente economicista del presente trance, porque ni la sedicente 'crisis' es sólo económica ni podrán conjurarla los ensalmos de la religión neoliberal y los tecnócratas que la idolatran y ofician.

Si la inclemente explotación del proletariado denunciada por el anarquismo y el comunismo propició las primeras internacionales de trabajadores, la cínica subyugación del creciente precariado y la convicción de que los gobiernos son poco más que marionetas en manos de la transnacional financiera está espoleando revueltas de nuevo cariz, una 'Internacional de la indignación' cuyo empuje suscita incontables adhesiones y esperanzas, amén de no pocas iras y desprecios. Mal que les pese a sus detractores, empero, esa balbuciente y todavía deslavazada rebelión expresa un malestar trasversal y mayoritario ante el statu quo; una compartida consternación por la erosión del ideal democrático y su praxis, así como por la de las posibilidades de regenerarlo; y también una amplia desconfianza respecto de los liderazgos mesiánicos y carismáticos, ésos que tienden a emerger en tiempos de crisis. 
 
Aunque tan heterogénea y aún bisoña Internacional precise, al decir de Z. Bauman, dotarse de un pensamiento que la dote de horizonte y rumbo, los muy distintos actores que la integran tienen el mérito de delatar no sólo cuán insostenible es la quiebra e inaceptables las medidas que concita, sino cuán indispensable resulta que los desmanes que la globalización auspicia sean combatidos mediante discursos y actos que, además de cultivar la rebeldía responsable y la democracia radical, deben ser así mismo globales. El ensoñado refugio en los paraísos autóctonos es hoy más miope y suicida que nunca, porque las carencias y dolencias que cada sociedad sufre aquejan como nunca a casi todas. Los obreros que fundaron las primeras internacionales así lo entendieron hace más de un siglo. Y ésa viene a ser, asumiendo los nuevos tiempos y acentos, la esencial convicción de la Internacional de los indignados.

martes, 27 de septiembre de 2011

"LA SAVIESA ANTROPOLÒGICA. A L'ENCALÇ D'UN NOU HUMANISME"

(Capítol escrit per A. Chillón pel llibre Emparalaular el món.  El pensament antropològic de Lluís Duch, publicat per Fragmenta Editorial el setembre de 2011)





LA SAVIESA ANTROPOLÒGICA
A L’ENCALÇ D’UN NOU HUMANISME

         A pesar del recel que professa cap als sistemes totalitzants de pensament, siguin aquests teològics o filosòfics, i també de la sobrietat cordial amb la que compareix davant dels qui el llegeixen i l’escolten, Lluís Duch cultiva una antropologia de gran abast l’espinada i estribacions de la qual integren una aposta tàcita per la renovació de l’’humanisme’ i dels sabers que li són inherents. No em refereixo solament, entengui-se’m bé, a les ‘humanitats’ en el sentit desorientat i laxe que en el nostre temps ha anat adquirint el terme —fins el punt d’esdevenir, tot sovint, estetitzants ‘amenitats’— sinó a l’’humanisme’ en la prístina accepció que concerneix a aquesta inveterada noció, avui diuen que obsoleta, tot i que distin d’haver-se esgotat els filons que pot aportar a l’esdevenidor i al mateix present.
        Sigui dit d’antuvi que no pretenc glossar el pensament polièdric de Duch, un afany que fa poc vaig perseguir en una trobada sense presses que vaig mantenir amb ell[1] i que, en qualsevol cas, compliran amb major profunditat i completesa les diverses perspectives que reuneix aquest llibre. Més aviat miro de considerar-ho com a pedra de toc per tal de suscitar una reflexió que el comprèn i el transcendeix alhora, ja que l’autor de Mito, interpretación y cultura i de Antropologia de la vida quotidiana és, al meu parer, un dels principals cultivadors autòctons de l’’humanisme’, aquest patrimoni secular que avui urgeix de vindicar amb més gran abrivament que mai, donada la crisi epocal que estem vivint, sense cap dubte.[2]
         Quedi clar així mateix, a títol de premissa, que d’entrada subscric la comprensió del concepte ‘humanisme’ que García Gibert desenvolupa en la seva necessària monografia al respecte[3]:
Entendemos por humanismo la tradición de una larga sabiduría, vertida por escrito, que tiene sus orígenes en la cultura greco-latina y en el posterior elemento catalizador cristiano y cuyo propósito no es otro que el ennoblecimiento armónico del ser humano en sus facetas ética y estética, existencial y espiritual.

Però també que ho faig en les seves rúbriques bàsiques, i no en totes elles. En primer lloc, perquè a aquest doble afluent grecollatí i cristià podríem agregar-n’hi d’altres menys transitats pels nostres verals, procedents de tradicions veteranes crescudes extramurs d’Occident[4]. I endemés, perquè l’apassionada definició d’’humanisme’ que García Gibert proposa comet l’error d’excloure, in tutto, qualssevol aportacions que els ‘humanismes’ hereus de la Il·lustració i la Modernitat —«basats en el progrés, l’humanitarisme, l’igualitarisme democràtic, el realisme científic»,  segons les seves deploratòries paraules— estiguin en disposició de brindar al patrimoni de saviesa que amb depurat verb defensa.
La tesi que tot seguit adduiré sosté, en suma, que l’obra sencera de Duch constitueix un al·legat implícit per a la regeneració del llegat humanista, i de la comesa sens parió que l’incumbeix d’assumir en els dies que corren, assenyalats per l’imperi de la raó instrumental en tots els ordres del saber i del fer, per una corrosiva crisi gramatical i per l’auge del que Herbert Marcuse anomenà ‘homo oeconomicus’[5]. Al·ludeixo a una vella però de cap manera antiga herència que urgeix de rehabilitar, i que hauria de vertebrar el ventall de sabers indispensables per a l’elucidació dels assumptes humans —i el de procediments que el seu govern inclou[6]. Per més que soni xocant, aquest ‘nou vell humanisme’ no només aspiraria a salvar les anomenades ‘humanitats’ del seu actual desnonament i postració, reservant-los-hi una intocable ciutadella acadèmica que les posés en lloc segur. Ni tampoc podria veure’s com a ciència, mètode, disciplina o enfocament, parlant amb propietat. Abans que cap altra cosa, li caldria proveir una visió sencera i una postulació de qualssevulla problemes i assumptes que afectin a l’‘ánthropos’, capaç d’inspirar i guiar no el singular contingut, evidentment, però sí les finalitats humanitzadores que tot experiment i teoria haurien de perseguir. Tal seria la missió del pensament antropològic que d’aquest humanisme dimanaria, cridat a articular la dispersió de coneixements que avui campen —filosofia i teologia, ciències dures i socials incloses— i a encastar-los en una perspectiva antròpica: cos de premisses, principis i axiomes, però també punt ineludible de fuga.
Acte seguit exposo, de forma succinta, les principals senyes que han de distingir la rehabilitació antropològica de la saviesa humanista, que seguint el deixant de Duch proposo.
1.     Una saviesa integradora
Davant de la infeudació i fragmentació rampant dels coneixements, còngrues amb la tirania del ‘logos’ cientificotècnic[7], la recreació de l’humanisme ha de promoure la seva integració. No basant-la, prengui’s bona nota, en l’ortopèdica igualació de la seva singularitat teòrica i metòdica, com amb paternalista —i ominosa— jactància proclamen els adalils de les ciències dures, persuadits que el mètode hipoteticodeductiu que cultiven ha de ser-ho, també i sens menyscabament, per les disciplines socials i humanes; que l’‘adaequatio intellectus ad rem’ i l’’objectivitat’ que presumeixen a l’abast de la investigació experimental ho està al de la indagació experiencial; i, en definitiva, que els tres principis del pensar epistèmic que va enunciar Aristòtil —identitat, no contradicció, terç exclòs— són sempre aplicables a allò humà en la seva integritat, sense importar que la problemàtica identitat, l’equivocitat i l’ambigüitat siguin els seus trets més propis.
          La desitjable integració que suggereixo ha de respectar, de fet, la pluralitat en l’un, i així combatre la ‘barbàrie de l’especialització’[8] que s’estén en els nostres dies, amb vistes a destil·lar una ‘phrónesis’ sàvia.  Pluralitat, ja que molt diversos són els objectes i assumptes que a l’’ánthropos’ afecten, i múltiples les lents que se’ls han d’aplicar. Unitat, perquè una varietat com aquesta corre el risc de consumar-se en dispersió, i els enteniments resultants, en un cafarnaüm d’especialismes; i perquè, per això, és precís d’emplaçar-los en humanitzadora orientació, com abans he dit[9]. No parlo de reconèixer a les ‘humanitats’ —amb insidiosa condescendència— un desolador paper de venerable encara que obsoleta ‘ancilla scientia’, a penes tolerada en el millor dels casos; ni tampoc de segmentar-les fins a l’absurd, emulant la divisió que impera —de manera només en part comprensible— en les disciplines experimentals i exactes. Sí, en canvi, de retorna-los-hi la seva completesa tradicional, els seus propis mètodes o camins, la saludable universalitat a què foren proclius des de la seva albada. I en especial, ja guanyada aquesta meta, de cohonestar-les amb les ciències dures i socials al seu torn, totes articulades en una perspectiva humanista apta per assumir les inquisicions sobre la construcció i postulació del sentit —dels orígens i els ‘perquès’, els transcursos i trajectes, els ‘per-a-quès’ i els fins — allèn del ‘com’ i les seves seqüeles operatives.
2.     L’animal logomític

Entès, doncs, com a perspectiva i actitud basal, el renovat humanisme pel qual advoco ha de combatre el que anomenaré fal·làcia cientifista, d’ara en endavant i a dretcient. Per aquest concepte entenc no pas la ciència i les seves legítimes maneres de procedir —adequades als processos i objectes que li correspon d’abordar, i solament a ells— sinó l’estesa presumpció segons la qual resulta factible tractar qualsevol vessant humana amb el seu concurs, al seu torn concebuda com a clau reïficadora, positivista i reductiva. Derivada del pretenciós imperialisme del ‘logos’, que s’estén en l’hora present, aquesta vana assumpció oblida que el polifacètic i contradictori ‘ánthropos’ no és criatura únicament de raó, d’acord amb l’ ‘esprit geométrique’ en què el geòmetra Blaise Pascal va destacar tant. Sí resulta ser, en canvi, ‘animal logomític’ que conjumina concepte i sensibilitat, efecte i afecte, ‘experimentum’ i ‘experientia’, lògica i imaginació, ‘logos’ i ‘mythos’: una fràgil «canya pensant» que no és «àngel ni bèstia», el cor del qual té raons que la nua raó no arriba a entendre, per embastar tres encertades metàfores de l’autor dels Pensaments.
        Lògic i mític alhora, l’ésser humà és ‘coincidentia’ o ‘complexio oppositorum’, en escolàstica fórmula reiterada per Duch.  Un ésser finit, ambigu i contingent que, per dir-ho clar, manca de permanència i substància, dotat com està d’una ‘condició adverbial’ que resumeix el seu canviant, heraclitià ‘anar essent’ aquí i ara: el seu tarannà no de substantiu o participi, sinó de gerundi ‘in fieri’. Per molt que ho neguin els corifeus del cientifisme —no els cultivadors de la ciència com cal, repeteixo—, l’’ánthropos’ és indeterminació, sempre i de cap a cap: incert, artificiós i equívoc, amb prou feines cognoscible per a ell mateix, no se’l pot reduir a cosa ni a succés natural i predonat. I sí, en canvi, intentar de comprendre’l en la seva incopsable completesa, posant en joc la disposició i l’obrar que resumeix la pascaliana exhortació en l’’esprit de finesse’.[10]
Alliberada, doncs, de la fal·làcia cientifista, la perspectiva humanista que defenso ha de recolzar-se en una ‘raó logomítica’ de nou encuny, atenta tant a les valències determinables i objectivables del ‘camp humà’ com a les que no ho són ni podran ser-ho. De fet, el mètode científic constituïria un dels seus possibles procediments, no l’únic i universalment vàlid —ni tan sols ‘primus inter pares’ per força, a pesar que la seva cautela, rigor i contrastabilitat resultin dignes d’emulació no poques vegades. Les operacions del cru ‘enteniment racional’, en suma, no basten ni de lluny per donar compte de l’’ánthropos’ i inspirar la seva manera d’actuar, afany que requereix ultrapassar els límits del concepte a l’encalç de la ‘comprensió raciosensible’, la interpretació i l’hermenèutica.
  

3.     Hermenèutica, retòrica i simbolisme
Tal com Dilthey va observar en la seva obra cabdal, Introducció a les ciències de l’esperit, el coneixement del que el seu contemporani Husserl va anomenar ‘món de la vida’ (‘Lebenswelt’) no lliga amb la sola aplicació de l’enteniment lògic i la seva epistemologia derivada, sigui en forma de ciència aplicada o pura. Sí que fa aconsellable ––i fins inescapable–– el seu ús tot sovint, no cal dir-ho, però endemés exigeix un abordatge complementari, sense el qual no és factible comprendre la polifacètica i intricada problemàtica de l’’ánthropos’. L’ens indeterminat que ‘anem essent’ és caracteritzat com a ‘loquens’, ‘symbolicus’ i ‘signans’, tot a una: una ‘criatura políglota’ provista de múltiples expressivitats, codis, llenguatges, regides pel verb en darrera instància.
          Això implica que, a diferència d’’allò real’ predonat —de la ‘physis’ i del ‘bios’ crassos, aliens a la nostra acció i dicció— la ‘realitat humana’ o ‘mundus’ que creem i vivim és un orbe ingent d’artificis teixit mitjançant els signes, símbols i paraules que bescanviem sens pausa. No és lícit de concebre una tal semiosi com una operació posterior a la realitat i als processos que la integren, segons que sol presumir-se; i sí, més aviat, com un ingredient subtantiu del ‘mundus’, faedor del seu contorn interior i exterior[11]. I implica també, per tant, que tal semiosfera —el terme és de Lotman[12] — és fruit de la creativa ‘poiesis’: de l’agència i l’omissió, la raó i la imaginació, la decisió i la pulsió; dels límits i possibilitats que enformen la llibertat de l’espècie.
       Per això l’hermenèutica resideix en el cor de les ‘ciències de l’esperit’ que a finals del vuit-cents va promoure Dilthey. La ‘comprensió’ (‘Verstehen’) està enclosa en el viure diari, fins a tal punt que aquest no és viable ni pensable sense ella; i les arts i labors interpretatives són del tot indispensables per fendre les seves entreteles, ja que aquestes no són, la majoria de vegades, accessibles al ‘logos’ nu i al mètode científic en què culmina. Un ésser políglota i logomític que concita molt diverses facetes i estrats, i l’’anar essent’ del qual ha de ser comprès a través de distintes vies. Si el viure infinitiu i històric —i no la simple biologia— està entremesclat de comprensió ‘a priori’ i ‘in fieri’, aleshores procedeix de comprendre’l, ‘a posteriori’, gràcies a les operacions interpretatives que inclou l’hermenèutica.[13]
       Encara que formi part de la general semiosi, la problemàtica a l’entorn del símbol revesteix un relleu particular per a l’humanisme pel renovament del qual advoco. A la seva obra Filosofía de las formas simbólicas, Ernst Cassirer atribuí al símbol i a la seva labor una funció antropològica preeminent, tant que va veure en ell —amb motiu— la clau d’arc de la seva recreació cultural del kantisme. Realitzacions històriques dels abstractes ‘fenòmens’ que Kant postulà, les variades ‘formes simbòliques’ —el mite i l’art, la ciència i la religió, el llenguatge i la història— erigeixen i informen el món humà[14]. Ho vulgui o no, l’’animal simbòlic’ que segons Cassirer som parteix de la natura predonada i cultiva un orbe donat, fet de convencions i artificis: un ‘mundus’ en bona mesura instat i substanciat per la seva llibertat i necessitat, la seva imaginació i voluntat, el seu desig i temor, i constret per ells sens dubte. Segons el parer de Gilbert Durand, que subscric enterament, una creació tan heteròclita i intricada no es presta a ser compresa mitjançant el recurs exclusiu al ‘logos’, sota pena d’incórrer en el greu reductivisme que afligeix les patologies epistèmiques  de la modernitat —positivisme, mecanicisme, determinisme científic—, consagrades almenys des de Descartes i Bacon[15]. El que cal, en canvi, és escometre-la a través d’un ventall de perspectives ad hoc, no només atentes a matematitzar els seus aspectes passibles de ser-ho, sinó a interpretar els seus sentits, plurívocs i fins equívocs tot sovint. Aquí rau la prioritat que Durand —hereu d’una tradició que es remunta a la crítica romàntica i a la Il·lustració, per no anar més lluny— atorga a les ‘hermenèutiques instauratives’; i aquí rau el relleu que concedeix a la narració i la metàfora, la imaginació i la imatge, el símbol i el mite.
         En això radica, em permeto de dir, el paper eminent que pertoca a la retòrica en la proposta que esbosso, seguint l’estel.la de Duch i els seus mentors. No mera ‘techné’ o ‘ars’ dotada per realçar la bellesa o l’aptitud suasòria del discurs sinó entranya dinàmica d’aquest —i de la ‘realitat humana’ en si, que és ‘poiesis’ i acció tròpicament animada, en grau rellevant—, a la fèrtil retòrica li incumbeix una comesa crucial. A l’ombra de Giambattista Vico, la Scienza Nova del qual va impugnar en 1725 el cartesianisme, Hans George Gadamer ha encarit la cardinal missió que afecta una retòrica de tenor i ambició filosòfics entre les ciències de l’esperit —i a una filosofia que es refundi a si mateixa al seu torn, a tenor de la consciència que de tal restauració deriva. A més de ser finit, contingent i ambigu —per això mateix, de fet—, l’’ánthropos’ és un ésser de mediacions a qui li és vedada la immediatesa: animal simbòlic i semiòtic, metafòric i tròpic, inexorablement abocat a erigir un ‘mundus’ cada cop més —però mai del tot— escindit de la natura, gràcies a les seves facultats performatives i proactives. Per mor del discurs i la semiosi, l’’homo signans et loquens’ fa la seva realitat en imaginar-la i dir-la, tant a priori  com in fieri, i no es limita, doncs, a consignar-la o representar-la en mímesis elaborades a posteriori, segons que sol creure’s. Tal com Durand ha assenyalat seguint Nietzsche, la retòrica és, en tant que ‘dynamis’ enclosa en el viure, pont obligat entre imaginació i raó, ‘mythos’ i ‘logos’, símbol i signe; i en tant que òptica i enfocament, passarel·la indefugible entre les ciències de l’’experimentum’ i les de l’’experientia’.[16] 
            4.     Un nou projecte il·lustrat
Encara que soni solemne, l’expressió ‘humanisme planetari’ que Durand empra al·ludeix a la mateixa integració de les diferents branques del conèixer que aquest paper suggereix. No es tracta a penes, vegi’s bé, de resignar-se a exigir la preservació de les ‘humanitats’ —així designades amb indulgència creixent, per cert—, els de per si menuts bastions de les quals desafià l’auge del monisme racionalista, nunci de l’enderroc que avui pateixen. Vull ponderar, en canvi, l’urgència de regenerar el mil·lenari ‘humanisme’, entès com a ideal i patrimoni cridat a il·luminar els rumbs comuns i personals. A aquest precís respecte, com he anunciat al principi, no subscric totalment el criteri de García Gibert, qui en la seva vehement defensa del ‘vell humanisme’ prescindeix  —quan no menysprea— qualssevulla tributs que puguin retre-li «el progrés», «l’humanitarisme», «l’igualitarisme democràtic» o «el realisme científic», per dir-ho en els seus termes. Crec que és fora de discussió que la tradició que ambdós vindiquem beu en les fonts d’Atenes, Jerusalem i Roma, en efecte, i que rep nova i fecunda saba del cristianisme, entre altres afluents que no esmenta. Però penso, endemés, que els vectors de la Modernitat que porta a col·lació —progrés, humanitarisme, ciència, democràcia— no són per força ni per se letals per al seu resguard i creixença. Com tampoc no ho són sempre ni per força alguns dels seus fruits més propis i actuals, així la indústria cultural, la comunicació mediàtica o el ciberentorn.
       És més: sostinc que tant la modernitat com la Il·lustració  projecten llums, a part d’ombres, i que unes i altres han de comptar en el balanç que aquí i ara importa. Ombres, perquè és cert que algunes de les seves esbombades conquestes —l’hegemonia del racionalisme i el cientifisme, la dessacralització i desencantament del món, les latries del mercat i la tècnica, el progrés esdevingut culte i mite profà— han propiciat bona part de les xacres que assolen el planeta. Llums, perquè una notòria porció del seu patrimoni —la defensa de la raó i del lliure albir, la noció de l’individu, l’ideal democràtic, la divisió de poders, els drets del ciutadà— mereix d’incorporar-se sense reserves a la tradició i projecte humanista, les deus dels quals ha acrescut amb nous cabals.
       Per més adhesió i empatia que susciti, estimo que és infundada la temptació de pensar que la modernitat i la Il·lustració s’han apartat in tutto  del credo humanista, fins al punt d’agreujar els seus altres corcs. Un dictum tan catastrofista no permet d’apreciar, al meu parer, els indubtables clarobscurs de l’era que vivim, i ponderar els seus errors i encerts amb justesa. Ni tampoc, per tant, retre crítics honors a l’idealitzat ‘vell humanisme’, els més vells cultivadors del quals tendeixen a fer del ‘cualquier tiempo pasado fue mejor’ sacrament i dogma —idíl·lica Edat d’Or de retorn impossible—, i a oblidar com n’és d’imperfecta i ambigua l’’humana conditio’ en qualsevol fase de la seva història.
       Encara que tenen l’encomiable virtut de nedar contracorrent en una època presidida per la tecnolatria i el positivisme rudes —i el mèrit freqüent de formular denúncies necessàries i diagnosis sagaces—, els qui lluiten per defensar l’ideari humanista des de nostàlgiques i apocalíptiques tessitures corren el seriós risc de bescanviar la fèrtil tradició per un erm tradicionalisme,  i d’encoratjar, sense voler-ho ni adonar-se’n, les seves fatals exèquies. En no reconèixer que la modernitat i la Il·lustració donen un saldo plurivalent —guanys i progressos genuïns endemés de dèficits i amenaces— aquells qui en nom de l’’humanisme’ les condemnen sense pal·liatius tendeixen a recamar-lo d’acendrada puresa, i a confinar-lo així, oh paradoxa, a les esparracades golfes de la història.
       Lluny de disposar d’axiomes i veritats concloses, aplicables a l’instant a no importa quina circumstància, és precisament el cabal de saviesa del vell i nou humanisme el que permet de col·legir com n’és d’incert i adverbial l’ánthropos’, i com en són de limitats els recursos de què disposa —inclòs el mateix humanisme, no s’oblidi— per tal de conèixer la seva eviterna condició i guiar les seves plurals històries. Fins a tal punt és així que l’insigne i irreemplaçable tradició que també  defenso ho és perquè porta en si, com una llavor sempre disposada a germinar, una aptitud i actitud crítica que així mateix ha de dirigir a ella mateixa, sota pena d’esclerosar-se en quimèrica antigalla: en aqueixes estetitzants amenitats, de fet, en què tant els seus enemics com els seus experts tendeixen a convertir-la en l’actualitat —ara obcecats pels coquetejos amb l’inefable, adès per un cientifisme que haurien de refutar sense ambages.[17]
       Estic persuadit que, considerat en lata accepció, l’’humanisme’ d’ahir i d’avui reuneix una herència incomparable, cridada a exercir un paper rector en la il·luminació i govern dels assumptes humans, i a esdevenir indispensable guia de totes les branques del conèixer i de l’actuar —ciència, filosofia, teologia i tecnologia incloses—, encara que no dels seus continguts i procedirs sobirans. I també, per això mateix, que urgeix d’avivar el seu cabal clàssic —diguem d’Homer, Sòfocles i Agustí a Cervantes, Erasme i Petrarca— amb les aportacions que li brinden la modernitat i la Il·lustració, a pesar de les seves xacres i ombres. També la ciència —i no el cientifisme—, la política i l’ètica humanitzant —i no l’humanitarisme—, la utopia democràtica —i no el democratisme— i fins el mite i l’ideal de progrés —i no el trivial progressisme— estan en disposició de renovar tan crucial patrimoni.
       Sigui com vulgui, l’argument en què García Gibert sustenta la seva excloent defensa del ‘vell humanisme’ —«los hombres han cambiado poco, aunque las cosas han cambiado mucho”»[18]— resisteix malament una revisió succinta, tot i que coincideixi amb el parer d’autors tan conspicus com Harold Bloom o George Steiner. És veritat, però només a mitges, que ‘els homes’ a penes han mudat en els darrers tres mil anys. Encara que de seguida cal afegir que la condició antròpica és una dialèctica ‘coincidentia oppositorum’, com ja fa decennis que Duch observa. Estructural i històrica alhora, la ‘criatura de l’aire’ que som posseeix un canemàs inamovible— és simbòlica, mítica, ritual i emparauladora en qualsevol temps i lloc—, però també una índole històrica que substancia tals constants, i sense la qual no resulta ni tan sols pensable. Sotmesa, doncs, a una muda constant, se les ha d’heure constantment amb reptes renovats, i obrir-se camí a les palpentes, mitjançant les seves històries, al llarg d’una Història que no discorre inexorable ni val a donar per suposada. «Allò que necessita l’home no és només un plantejament inapel·lable de les qüestions íntimes, sinó també un sentit per allò que pot fer-se, allò possible, allò que està bé aquí i ara», apunta amb encert H.G. Gadamer: «I el que filosofa em sembla que és justament el que hauria de ser conscient de la tensió entre les seves pretensions i la realitat en la qual es troba.»[19]
       A «Significació de la tradició humanística per a les ciències de l’esperit», penetrant primer capítol de Veritat i mètode, Gadamer xifra en nombre de quatre les nocions bàsiques que integren el patrimoni humanista: ‘formació’, ‘sensus communis’, ‘capacitat de judici’ o discerniment, i ‘gust’. Totes estan encloses en la tradició i ideari que aquests fulls vindiquen, i en la regeneració que avui i aquí mereixen. I totes remeten, cadascuna al seu estil, al concepte grec de ‘paideia’ i al llatí de ‘cultus’, i evoquen la perenne necessitat d’educar els joves per tal de menar-los a la sendera de la virtut integral o ‘areté’, i que no s’esquerdi i arruïni l’enter —i fràgil— edifici de la comuna cultura[20]. Una cornucòpia de valors i criteris de fonda estirp humanista està en condicions de retre dons impagables a l’ominós i amenaçat món en germen, sempre que siguin actualitzats per via crítica i cohonestats amb les seves capacitats i reptes: heus ací la ‘phrónesis’ o saber pràctic —distinta de l’abstracta ‘sophía’—,  amb la seva peculiar exhortació a depurar la prudència i la mesura, el tacte i el gust; l’acurat cultiu de la sensibilitat i la compassió, la imaginació i la memòria, el bon sentit i l’humor, l’enginy i la utopia; l’estima per la paraula i les seves arts, divisa d’un ésser indigent i condicional, i per això mateix urgit de mediacions; l’esperit de finesa’ que ha de promoure l’aptitud i actitud de discernir allèn del cras ‘esperit geomètric’.[21]
       Durant els darrers quaranta anys, Lluís Duch ha anat llaurant una vertadera saviesa antropològica, en diàleg amb la filosofia, la teologia i les ciències socials contemporànies: una ‘antropologia simbòlica’ o ‘filosofia de la cultura’, segons el seu dir; o una ‘antropologia filosòfica’, segons el meu. Sense fer-ho explícit, com molts dels seus més conspicus co-locutors i mestres, la seva obra constitueix una tàcita apologia de l’evitern humanisme, convençut com està que l’’animal logomític’ no és àngel ni bèstia, ni està condemnat per endavant a l’infern o al cel. Que el seu viure condicionat, com Ortega y Gasset creia, és més drama que tragèdia, en consonància amb el seu lliure albir. I que, en fi, no li queda altra opció que orientar els seus passos mitjançant aquest tremp i aquesta visió que l’humanisme procura, entre la comprensió temptativa d’allò viscut i la imaginació d’allò per fer.

                                                                                                Albert Chillón           




[1] Albert Chillón, La condición ambigua. Diálogos con Lluís Duch, Barcelona, Herder, 2011.
[2] Dic ‘crisi epocal’ perquè el seu abast depassa de molt el contorn d’una crisi econòmica simple, i involucra bona part dels aspectes del món contemporani, política, ètica, religió i cultura incloses. En Lluís Duch i jo mateix hem encetat una sèrie de reflexions de comú acord sobre el tema en l’enfilall d’articles d’opinió que des de l’agost de 2010 vam començar a publicar a La Vanguardia.  Vegi’s, entre altres, a mode d’exemple, els següents: “El desahucio de las humanidades”, LV, 1-8-2010; “La regeneración de la universidad”, 27-12-2010; “Una lección de Fukushima”, 23-3-2011; o “Un mundo a la intemperie”, 12-5-2011.

[3] Javier García Gibert, Sobre el viejo humanismo. Exposición y defensa de una tradición, Madrid, Marcial Pons, 2010, p. 13.
[4] A mode d’exposició sumària i per força incompleta de tals tradicions, no erudita ni exegètica però sens dubte útil, suggereixo l’obra d’Aldous Huxley La filosofía perenne, Barcelona, Edhasa, 2004.
[5] Herbert Marcuse, El hombre unidimensional, Barcelona, Ariel, 1999.
[6] Té raó García Gibert quan observa: « Al elegir la expresión ‘viejo humanismo’, hemos descartado la alternativa de ‘humanismo clásico’, porque ese término parece asumir connotaciones filológicas o estilísticas que no lo definen, a nuestro juicio, por entero. Tampoco se trata de ‘humanismo antiguo’ ––aunque de la Antigüedad recibe su savia––, pues sigue presente en la obra y el pensamiento de algunos autores de la época moderna.» Op.cit., p. 13.
[7] Llegeixi’s a aquest propòsit, endemés de la citada obra de Marcuse, les contribucions de Max Horkheimer (Crítica de la razón instrumental), M.H. y Theodor Adorno (Dialéctica de la ilustración), Günter Anders (La obsolescencia del hombre) o Lewis Mumford (El mito de la máquina), entre d’altres.

[8] La locució pertany a J. Ortega y Gasset. Veure, en especial, La rebelión de las masas, Madrid, Espasa-Calpe, 2010.

[9] Tal vegada sigui sobrer d’aclarir que tot acte o designi és per força ‘humà’; una altra cosa, molt diferent, és que la seva intenció, sentit i efectes siguin ‘humanitzadors’ o ‘deshumanitzadors’, ben mirat.
[10] D’acord amb la glossa que Ernst Cassirer fa de Pascal. «L’esperit geomètric sobresurt en tots aquells temes que són aptes d’una [sic] anàlisi perfecta, que poden ser dividits fins els seus primers elements.  Parteix d’axiomes certs i d’ells n’extreu inferències la veritat de les quals pot ser demostrada per lleis lògiques universals. L’avantatge d’aquest esperit consisteix en la claredat dels seus principis i en la necessitat de les seves deduccions, però no tots els objectes són aptes d’aital tractament; existeixen coses que a causa de la seva subtilesa i de la seva varietat infinita desafien qualsevol intent d’anàlisi lògica. Si hi ha alguna cosa en el món que s’haurà de tractar d’aquesta segona manera és l’esperit de l’home, ja que allò que el caracteritza és la riquesa i la subtilesa, la varietat i la versatilitat de la seva naturalesa. [...] El pensament racional, el pensament lògic i metafísic, no pot comprendre més que aquells objectes que estan lliures de contradicció i que posseeixen una veritat i una naturalesa consistent; però aquesta homogeneïtat és precisament la que no trobem mai en l’home. Vegi’s Antropología filosófica, México, FCE, 1993, pp. 28 y 29.  Llegeixin-se, així mateix, les meditacions originals de Blaise Pascal: Pensamientos, Barcelona, Planeta, 1986, pp. 5 y 6.

[11] Aquesta és una de les tesis fonamentals de l’Antropología de la comunicación que Lluís Duch i jo mateix publicarem en los propers mesos, de la mà de l’editorial Herder.  En ella trobarà el lector explicacions addicionals i detallades al respecte.
[12] Yuri M. Lotman, Semiótica de la cultura, Madrid: Cátedra,1979; La semiosfera, Madrid: Cátedra, 1996.

[13] Em remeto als textos clàssics de Wilhelm Dilthey: Introducción a las ciencias del espíritu, Madrid, Alianza, 1986; y Dos escritos sobre hermenéutica, Madrid, Istmo, 2000.

[14] Ernst Cassirer, Antropología filosófica, op.cit., p. 48. I vegi’s també, sobretot, les seves obres majors al respecte: Filosofía de las formas simbólicas, México, FCE, 2003, tres vols.; y Esencia y efecto del concepto de símbolo, México, FCE, 1975.
[15] Són rellevants, a aquest propòsit, les següents obres de Gilbert Durand: La imaginación simbólica, Buenos Aires, Amorrortu, 2007, passim; y, sobretot, Las estructuras antropológicas del imaginario, México, FCE, 2005. Vegi’s també, l’obra de Jean-Jacques Wunenburger Antropología del imaginario, Buenos Aires, Ediciones del Sol, 2003.
[16] En les seves pròpies paraules: «Ante todo habría que rehabilitar el estudio de la retórica, término medio indispensable para el acceso completo al imaginario, luego de tratar de arrancar los estudios literarios y artísticos a la monomanía historizante y arqueológica, para reubicar la obra de arte en su sitio antropológico conveniente en el museo de las culturas, que es el de hormona y soporte de la esperanza humana. Además, al lado de la epistemología invasora y las filosofías de la lógica, tendría su lugar la enseñanza de la arquetipología; al lado de las especulaciones sobre el objeto y la objetividad, se ubicarían las reflexiones sobre la vocación de la subjetividad, la expresión y la comunicación de las almas. Por último, amplísimos trabajos prácticos deberían reservarse a las manifestaciones de la imaginación creadora. A través de la arquetipología, la mitología, la estilística, la retórica y las bellas artes sistemáticamente enseñadas, podrían restaurarse los estudios literarios y reequilibrarse la conciencia del hombre de mañana. Un humanismo planetario no puede fundarse en la exclusiva conquista de la ciencia, sino en el consentimiento y la comunión arquetípica de las almas. [...] La retórica es el término último de este trayecto antropológico en cuyo seno se despliega el dominio del imaginario.» Las estructuras, op.cit., p. 435.

[17] Llegeixin-se, a aquest propòsit, les aclaridores reflexions que Jordi Llovet reporta a Adéu a la universitat. L’eclipsi de les humanitats, Barcelona, Galàxia Gütemberg, 2011.
[18] García Gibert, op.cit., p. 12.

[19] Hans Georg Gadamer, Verdad y método, Salamanca, Sígueme, 1993, p. 21.
[20] Vegi’s el llibre clàssic de Werner Jaeger, Paideia. Los ideales de la cultura griega, México, FCE, 1996.
[21] “Significación de la tradición humanística para las ciencias del espíritu”, en Verdad y método, op.cit., pp. 31-74. [En l’original].