lunes, 28 de febrero de 2011

'MEISTER' DUCH

(Capítulo introductorio del libro 'La condición ambigua. Diálogos con Lluís Duch', editado en febrero de 2011 por la editorial Herder. Publicado en este blog por Albert Chillón)



          Tropecé por primera vez con Lluís Duch un soleado atardecer de otoño de 1995, en pleno paseo de Gracia barcelonés. Nada sabía de él, y de pronto distinguí su nombre impreso en la cubierta pajiza de Mite i cultura, apenas uno entre los incontables libros que atestaban los mostradores de la hoy extinta Librería Francesa. El encuentro ocurrió de improviso, por ese género de azares que las librerías solventes propician. Allí estaba, un discreto volumen en rústica cuyas portada y contracubierta prendieron al instante mi interés por el texto y su autor, a tal punto que apoquiné sin tardanza en caja y comencé a leerlo en el mismo tren de cercanías que me devolvió a casa. 
          Lo que en ese trayecto y durante los siguientes días descubrí ha tenido relevantes consecuencias hasta el instante en que escribo, no sólo en el modo en que entiendo y expreso mi profesión universitaria, sino en el de concebir la vida cívica y la vida a secas.  Cumple decirlo a fin de despejar cualesquiera dudas: esta no es una obra académica en sentido convencional –llámese ensayo, monografía o tratado–, sino ante todo el justo homenaje, a un tiempo crítico y cordial, que un sujeto rinde a otro a quien considera inspirador y maestro. No aludo, entiéndase bien, a un simple investigador solvente y acreditado, celebrado profesor a veces –en el Institut del Teatre, en la Facultad de Teología o en la de Comunicación de la Universidad Autónoma de Barcelona– y siempre sugestivo autor de una extensa bibliografía, sino un magister, un meister en la acepción neta del término. Alguien que, más allá de la sola información y el deseable conocimiento que –en el mejor y no siempre más sólito de los casos– los docentes inducimos en los discentes, busca y problemáticamente encuentra la sabiduría tanto con su talante y talento como con su vivo ejemplo, y que en cualquier caso tiende a inspirar a aquéllos que se le se allegan.
Soy consciente de que el sustantivo alemán ‘meister’, antepuesto a un apellido –Meister Eckhart, por ejemplo–, implica un reconocimiento excepcional, sólo reservado a personas insignes de veras.  El propio Duch me lo aclaró hace poco, sin barruntar que por mi cabeza rondaba aplicarle tamaño trato a él mismo. Lo hago del todo adrede, pues, a sabiendas de que tan solemne título excede la talla de cacareados pensadores y artistas, pero también de que él lo merece sin abusiva hipérbole.  Ya que ‘meister’ no es el erudito que todo lo cita e inventaria, sino el sabio que lo es porque da responsable pábulo a la crítica y la duda, y cultiva el hábito de preguntar sin esperar respuestas finales, sino nuevas preguntas engendradoras y abiertas. Porque sabe cuán relativo y finito, cuán equívoco y provisional es el conocimiento que a todos nos es dado acordar, y por ello defiende la pluralidad de visiones, versiones y perspectivas, así como el compromiso con las que el propio juicio declara más justas. Y, a la postre, porque con su ejemplo y palabra –con sus aciertos y yerros, no a su pesar– enseña a pensar al prójimo por su cuenta y riesgo. 
Traigo esto a colación para argüir que, tras mucho sopesarlo, he renunciado a elaborar una exégesis metódica sobre el autor, a quien en cambio prefiero presentar de acuerdo con la huella que tiende a dejar en quien lo trata.  Este es, por ende, un libro nacido de la admiración, esa actitud que impele en pos de lo admirado, a imitarlo con juicioso albedrío y no a emularlo servilmente. Y empeñado en suscitar el interés de quienes no lo conozcan aún por un pensador que –al menos desde mediados de los noventa– ha ido cobrando notorio prestigio en los cotos académicos e intelectuales. A ello me mueve la persuasión de que su obra está llamada a espolear la reflexión y el debate públicos en una sociedad adormilada por demasiados narcóticos, distracciones y placebos.
Sería imposible lograrlo, sin embargo, si el aquilatado elogio deviniese vulgar hagiografía o ditirambo falto de criterio.  No ya sólo debido a que Duch merece el calificativo de meister porque se sabe apenas “un hombre de todos los tiempos, con el tiempo de un hombre, igual a todos los hombres”, por expresarlo con el preclaro Juan de Mairena. Sino también porque conocerlo requiere distinguir al individuo que acaso sea de la persona que quiere ser, y ésta, a su vez, de los personajes que sus prójimos armamos sobre él en el cotidiano escenario. Duch sabe, saborea y enseña cuán teatral es el vivir, hasta qué punto la interpretación –en su doble sentido, también hermenéutico– se entrevera con un ser que es humano a fuer de finito, equívoco e indigente.

Toda declaración, enunciado o libro responde, por otra parte, a una intención tácita o abierta, y busca consumar una finalidad, cuando menos.  No me duelen prendas en admitir que el diálogo que prosigue pretende incitar la autónoma reflexión del lector, y a la par remover las aguas en un país proclive a estancarlas. Y hacerlo en unos tiempos zarandeados por una crisis que, más allá de la crasa economía, se desborda en múltiples direcciones. El pasado agosto, ambos cofirmamos un artículo de opinión en La Vanguardia, “El desahucio de las humanidades”, que intentaba dar sintética cuenta de ello y aventurar posibles vías de solución, a las que este libro querría también contribuir con la debida modestia. Me tomo la licencia de reproducirlo al pie de la letra, dado que ahora trato de decir lo que ha poco sostuvimos, y dado que ese artículo es fruto del mismo inacabado coloquio que ahora sustancia La condición ambigua:

“Muy traída y llevada en los atribulados tiempos que corren, a la palabra ‘crisis’ le está pasando lo que a otras nociones-fetiche –nación, masa, pueblo, opinión pública, identidad– que el sentido común da alegremente por supuestas, y que sin embargo ciegan mucho más que revelan. Sobre ella se ha tejido un discurso dominante de corte economicista, como si la presente debacle sólo admitiera esa lectura y la opaca jerga para iniciados que arrastra. No resulta corriente, sin embargo, que las reflexiones al uso devanen la madeja de causas cuya coincidencia ––en distintos niveles y estratos–– ha precipitado una colosal falla tectónica que muestra en la economía, en efecto, sus más acuciantes síntomas, pero que en el fondo abarca muy distintas facetas del presente: la política, la religión, la educación, la cultura y ese difuso aunque decisivo ámbito integrado por la ética, los valores y las costumbres.  Es, de hecho, la totalidad de los sistemas vigentes lo que da muestras palpables de agotamiento.
       “Así las cosas, resulta perentorio orientarse en medio de este cafarnaúm, por más que las cartografías a mano no sean siempre fiables. Contamos con dos para empezar, grosso modo, útiles aunque incompletas. La primera la proponen de consuno el estamento político, las instituciones financieras y los medios de comunicación, e interpreta la crisis en clave excluyentemente crematística y productiva. Y la segunda, más matizada, procede de las ciencias sociales y subraya algunos asuntos de indudable relieve: la poda de Estado del Bienestar y la socialdemocracia; la erosión de las instituciones políticas, económicas y culturales a manos del populismo y la demagogia; el expolio del medio ambiente; el mal uso de los simbolismos religiosos y políticos; la degradación de la educación en instrucción; y, en suma, el arduo ejercicio de la ciudadanía.  Es preciso levantar acta, con todo, de que ni unos ni otros diagnósticos bastan para comprender una crisis ubicua cuyas grietas se infiltran y ahíncan por doquier, tanto que es indispensable afinarlos recurriendo a otro de índole humanística, sin el que resulta imposible identificar y curar la dolencia.  A sabiendas, eso sí, de que ello implica remar contracorriente justo cuando las humanidades –uno de los grandes acervos de Occidente, no se olvide– están sufriendo un desahucio sin precedentes.
       “Si vindicamos las que Wilhelm Dilthey llamó ciencias del espíritu es porque tras el desbarajuste y la confusión se advierte una alarmante desestructuración del sujeto humano contemporáneo, capaz de acarrear traumáticos y aun colapsantes efectos:  heredero de la Revolución Francesa y la Ilustración, supuestamente autónomo y acreedor de libertades y derechos, lo aqueja una dolencia que no sanarán placebos.  Esta cruda coyuntura delata el estado de un enfermo que se ignora, y al que urge despertar so pena de perecer en la inopia. Los síntomas más llamativos incluyen el desmantelamiento del sujeto colectivo, el desaforado individualismo y la consiguiente desafiliación, ese declive del hombre público glosado con elocuencia por Richard Sennet. Pero también la pujanza del llamado pesimismo antropológico, amarga resaca del optimismo ilustrado desatada por las dos grandes guerras mundiales –Auschwitz, el Gulag, Hiroshima– que hoy se traduce en la patologización de la conductas y el auge de las aflicciones y afecciones psíquicas.
“La deriva general de Occidente ha ido mermando los proyectos colectivos en aras de los crasamente egotistas, a lomos de una sociedad obcecada en trocar los ideales de consumación por los de consumición, y al ciudadano por un cliente tan súbdito como ufano. No se trata, sin embargo, de un individuo realizado y pleno que haya cumplido el célebre “Llega a ser quien eres” de Píndaro, sino de alguien cuyo humano potencial se degrada en una interioridad sin exterioridad, rebosante de apetencias y huera de vínculos solidarios y compasivos. La ruina de las utopías emancipadoras de la modernidad ha traído consigo una hictopía que venera el ahora y aquí (hic), así como una apoteosis de la psicologización: la cultura del yo, el hedonismo sin finalidad, la conversión de la tecnología en tecnolatría o, en fin, la entronización del dios mercado como espectral baremo de medida y guía.
“El panorama esbozado reviste especial gravedad en España, un país por el que casi pasó de largo la modernidad, tanto la de cuño ilustrado como la de cariz romántico. En los siglos xviii y xix, los universos físicos y mentales del sujeto moderno fueron forjados allende los Pirineos, dado el constante estado de guerra (in)civil que nos aquejaba, la a menudo sanguinaria afirmación de un imaginario nosotros ante todo cimentado en el narcisismo de las pequeñas diferencias, en el odio al otro y la aniquilación que de él deriva. Idóneo para espolear el delirio totalitario y la consiguiente hecatombe, el infausto esquema amigo-enemigo que hace casi un siglo acuñó el politólogo filonazi Carl Schmitt sigue generando nefastas secuelas por estos pagos, como las rebatiñas identitarias en curso –sea cual sea su signo– ponen sin cesar de relieve. Tan colosal desaguisado ha ido fraguándose durante las tres últimas décadas, entre el sopor de la buena parte de la ciudadanía y el duermevela de la intelligentsia, a menudo absorta en afanes partitocráticos o académicos faltos de fuste crítico y  traducción extramuros. Los efectos saltan a la vista:  la crisis es planetaria, ni que decir tiene, pero aquí se manifiesta con un brío y gravedad singulares.
“¿Qué hacer, con todo, para no sucumbir a la nostalgia de tiempos pasados ni a la desazón del futuro? Estamos convencidos de que habrá salidas y soluciones, y también de que sólo serán factibles reemplazando el mentado economicismo por una visión al tiempo crítica e integradora del mal de fondo. Y estamos persuadidos, así mismo, de que es prioritario promover la salud física, mental y espiritual del sujeto humano, una meta que exige sanear tanto su adentro como sus vínculos, y desde luego procurarle capacidad de discernimento y ponderación, los criterios sin los que no podrá ejercer su libre albedrío ni afrontar los retos de una época marcada por el vertiginoso aumento del tempo vital, sin parangón en el pasado.
“La devastadora recesión que sufrimos arraiga en un suelo integrado por imaginarios y valores, éticas y creencias: es una suerte de unánime y desaforado delirio de felicidad y poder hic et nunc lo que en realidad la nutre. Éste, y no otro, es el auténtico origen del presente pandemonio, cuya precipitación ­–nada casualmente, por cierto– ha coincidido con el rampante desahucio de los saberes críticos por parte de autoridades académicas y gobiernos, empeñados en apagar la llama de las ciencias humanas justo cuando más urge su lumbre.  A nuestro entender se impone una seria deliberación sobre los sistemas y procesos educativos, cada vez más sojuzgados por la racionalidad instrumental que imponen los poderes del mundo. Iniciada hace décadas, la vasta degradación pedagógica y gramatical en curso abarca desde la enseñanza primaria hasta la universitaria, y sus inmediatos frutos son la ceguera racional, el envilecimiento ético y la efectiva –y afectiva– descolocación de los individuos en su mundo. Parafraseando al eximio Paul Ricoeur, puede afirmarse que el ser humano sigue siendo posible en nuestros días, por más que sobre su nuca penda la espada de Damocles de la imposibilidad, la avasalladora deshumanización de la que brota la vigente crisis.”

Aunque Lluís Duch cofirmó el citado texto, fue ante todo él –y es– uno de los principales inspiradores de la reflexión de fondo que está en su base, alguien que en el curso del último medio siglo ha tejido un sugestivo tapiz de ideas acerca de la contemporaneidad y, ante todo, del paradójico ser del anthropos. Éste es el término clave: Duch se considera antropólogo y no filósofo: cultor de un difuso campo de saberes que él mismo califica de policéntrico, y no de la filosofía convencional, de tenor monocéntrico. Aunque tal presentación responda en parte a la modestia, se advierte en ella una vindicación de peso: si la filosofía ortodoxa se quiere sistémica y arquitectónicamente trabada, la antropología que él labora –“una especie de filosofía de la cultura”, según propia confesión– busca comprender la ingente diversidad de excepciones e iteraciones, facetas y entretelas que integran la humana conditio, y hacerlo desde perspectivas varias.
De ahí también el singular interés que sus propuestas revisten.  Ha quedado dicho que la presente es una época literalmente crucial, acuciada por desafíos enormes pero carente de cartografías fiables. Poco menos que desahuciadas las Humanidades –o en trance de serlo: confinadas al parvo bastión erudito–, la filosofía muestra andares artríticos, no sólo aherrojada por la férula que ciencia y técnica ejercen en todos los predios del saber, sino por sus propias renuncias y achaques. Ora reducida a craso academicismo, a resignada ancilla scientia por los custodios de su taxonomía e historia, eruditos sacerdotes que apenas filosofan en cabal sentido. Ora desleída en el caldo de la general estetización, una de las más poderosas inercias del espíritu del tiempo que impera, según célebre acuñación de Odo Marquard: sea como estética estetizante, poco menos que yerma sublimación de una vertiente filosófica raigal, potencialmente cargada de valencias ónticas y epistémicas decisivas; sea como ethica aesthetica, harto concernida por las encrucijadas del vivir, sin duda, aunque no tanto por las arduas intelecciones que su comprensión merece.
Son escasos, a mi entender, los pensadores que hoy se hurtan a tal deriva, obstinados en arar ese amor al saber que define el prístino filosofar, y con él su vocación discernidora y comprehensiva a la par, panorámica e integradora. Hace ya mucho, al menos desde que Arthur Schopenhauer lo denunció, que una sensible porción de la mejor filosofía se fragua extramuros de la academia, en crisoles científicos y humanísticos alérgicos a su esclerosis.  “El auténtico filosofar requiere autonomía” respecto del Estado, las bogas y los intereses creados, razona el debelador[1], quien retóricamente inquiere:

¿Cómo es posible acceder a ese terreno en el cual, a diferencia de lo que ocurre en otras ciencias, no basta en absoluto con tener una buena cabeza, además de aplicación y perseverancia, sino que son necesarias unas disposiciones singularísimas que habrán de ejercerse, incluso, a costa de la felicidad personal?

Para responder acto seguido:

El rigor más desinteresado en el esfuerzo personal, el afán irresistible de descifrar el enigma de la existencia, la profundidad de la meditación que intenta penetrar en lo más íntimo del ser, el entusiasmo sincero por la verdad, éstas son las condiciones primeras e indispensables para la arriesgada empresa de enfrentarse de nuevo a la antiquísima esfinge.[2] 

Una autonomía, una libertad para disentir y razonar de la que por supuesto carecen los “ingenios sórdidos y mercenarios que, poco o nada solícitos en relación con la verdad, se contentan con saber según lo que comúnmente se entiende por saber,  poco amigos de la verdadera sabiduría, pero ávidos de fama y reputación; ansiosos de aparentar, pero poco interesados en ser”, en palabras de Giordano Bruno[3].  La auténtica filosofía, sólo se da en tanto que infinitivo filosofar: como metódico ejercicio de la ponderación, la crítica y la duda, añade Ortega y Gasset. Y éste se entraña en la vida: para empezar, en la del pensador, que no vive de sino en y para ella; y además en la de todos, ya que su menester estriba en razonar en aras a inteligirla.[4]

La genuina filosofía es, entonces, actividad basal y común a todos los quehaceres y disciplinas, y no disciplina ella misma. No simple organon transversal –como lo fueron lógica y semiótica a su modo–, sino germen y pilar de los restantes saberes, cumple el ideal que animó la fundación de la universidad, ése que cada vez más raramente satisface, cuando rinde sus mejores frutos: movimiento en pos –versus­­– de la unidad –uni– que hoy ha devenido disgregadora e instrumental poliversidad, milieu idóneo para que la barbarie de la especialización campe por sus fueros, al amparo de econométricos embaucos y mercantiles coartadas.  De suerte que –como en Nietzsche, Simmel o Benjamin– el cabal filosofar debe buscarse donde no se lo espera: en los márgenes e intersticios, en las estribaciones y límenes de las disciplinas; pero también fuera de sus fronteras, no pocas veces. Y, por encima de todo, en el insólito ethos de los contados prójimos dispuestos a acometerlo.
El magisterio de Lluís Duch arraiga en ese suelo y a la vez lo abona, por más que insista en presentarse como antropólogo apenas. Un ídem de filosófica y simbólica estirpe, sea como fuere, heredero de las antropologías germánicas que abrevan en la hermenéutica y en las ciencias del espíritu de Wilhelm Dilthey, y tienen en la obra de Max Scheler y Ernst Cassirer sus más firmes sillares. Muy distinta a las antropologías franco-británicas, de marcado sesgo etnológico, la de tenor filosófico se pregunta por la equívoca complexión humana en una época prosternada ante el esprit de géométrie de las ciencias exactas y experimentales, supuestamente dueñas de todo conocer verdadero. Pero el espíritu de nuestro tiempo, subyugado por sus propios idola fori, tiende a olvidar que el humano es un ser dotado de condición, pero no de naturaleza estricta: un ser anfibio en el que lo ingénito y predado –la fisiología, el instinto, los genes– integra el sustrato sobre el que medra lo artificial y adquirido –la historia, la cultura y los memes.
Tanto la antropología filosófica como la hermenéutica nacieron cuando el espíritu geométrico, la matematización y el positivismo  asentaron su imperio sobre la pluralidad de saberes, en buena medida gracias a los éxitos y avances que la biología –a la sombra de Charles Darwin y Claude Bernard– y la tecnología trajeron consigo de entrada, y al consecuente auge de la racionalidad instrumental que delató hace un siglo Max Weber. Y también cuando la corriente principal de las entonces flamantes ciencias sociales sucumbió al hechizo de las duras al punto de obcecarse en emular su aptitud para la demostración y el experimentum, así como su culto al método hipotético-deductivo y al positivismo craso –léanse Auguste Comte, Emile Durkheim o Herbert Spencer. Es una época acechada por reduccionismos de vario pelaje, apenas un anuncio de los que en nuestros días reinan: el arduo, inmemorial problema de la Verdad fue reducido al de la mucho más manejable verificabilidad de aquellos ámbitos de lo Real pasibles de observación y prueba; los hechos sociales –de tan polifacética e intrincada hechura–, al raso estatuto de cosas u objetos; la equívoca y a duras penas sondable vida mental –el inagotable psiquismo humano–, al complejo pero nada más que matérico órgano que es al cabo el cerebro; la incesante dialéctica entre lo predado y lo dado –entre naturaleza e historia– a genético determinismo; el anthropos entero, a sofisticado animal dotado de un sistema nervioso superlativo –una implacable máquina de neurona y sangre, en suma.
Desde entonces, sin embargo, los herederos de Dilthey, Scheler y Cassirer objetan que entre los animales más perspicaces y el humano se abre el colosal hiato del lenguaje, el símbolo y la representación, de la civilización, la prótesis y el artificio: un salto cualitativo que nos hace inasimilables y ambiguos.  Tal es, en sustancia, la tesis nuclear de El puesto del hombre en el cosmos (1928), la decisiva obra de Scheler; y también, ni que decir tiene, de Filosofía de las formas simbólicas (1923-29), de Ernst Cassirer, obras que se cuentan entre las más preciadas por Lluís Duch –filósofo de la cultura por propia elección, como ha quedado dicho.
Ni dioses ni criaturas, ni ángeles ni bestias, somos el inestable fruto de una estructura predada y perenne que se actualiza no obstante sin freno, modelándose y modulándose en experiencias, historias e Historia.  Alguien que no cabe reducir a cosa ni a causas, ni siquiera a ente existente a secas, porque en verdad resulta de la conjugación de cultura y natura, determinación y libertad, artificio y genoma. Alguien, además, tan innumerable en sus expresiones y avatares que no se presta a ser explicado en clave monista, y a quien es preciso aprehender holísticamente, en cambio: lógica y míticamente a un tiempo, como el mismo Duch diría. En este rechazo de la especialización y la poliversidad, y en la simultánea vindicación de la universidad y completud, radica la asendereada empresa que la antropología filosófica capitanea.
La copiosa obra escrita de Duch es legataria de semejante acervo, que él mismo recibe –principal aunque no únicamente– en el curso de sus tres largas estancias en Alemania. Y lo es de un modo muy peculiar, ya que se abre camino entre los apremios de la filosofía convencional y los de las ciencias sociales que conoce tan bien; y, más que nada, entre la Escila de los dogmatismos metafísicos, ontológicos y teológicos, por un lado, y la Caribdis de los hiperrelativismos postmodernos, por otro.  De ese talante intelectual deriva una reflexión honda, crítica e integral, ambiciosa sin ufanía ni jactancia, de expresión relativamente sencilla aunque en modo alguno simple, alérgica a la verborrágica opacidad de cierto ensayismo de cejas altas.  Duch aplica –y hace buena– la plausible divisa de Ortega: “La claridad es la cortesía del filósofo”. Y filosofa con paso atrevido y ponderado a la par, civilizadamente radical pero nunca maximalista, remiso a pompas y alardes.
Y con todo, gracias a su temple y a la vastedad y variedad de sus referencias, la suya es una de las más sugestivas empresas intelectuales del orbe hispano, matizada iluminación del contemporáneo vivir y, por encima de todo, del sempiterno laberinto que la humana conditio entraña. El autor de Religión y mundo moderno o de Mito, interpretación y cultura recela de todos los sistemas totalizadores –tan dados al monismo y al dogma–, y por ende profesa una antropología unificadora y policéntrica a la vez, en un mismo gesto sólo en apariencia contradictorio. Quiero decir que recurre a distintas ópticas, las precisas para alumbrar muy varios intereses u objetos, y que lo hace buscando una comprehensión que sólo de manera imperfecta y provisional puede llegar a serlo. De ahí que tienda a sopesar los matices que a cada caso atañen, esas presuntas minucias que legos y doctos suelen ignorar sin más, por más que penetrarlas delate a las mentes mejores.
Inquisitivo y sensatamente irreverente, libre de pleitesías clericales y partidarias, Duch ha abordado un plural elenco de asuntos de enjundia, entre los que no se cuentan las modas, ni las banderías, ni las ortodoxamente reguladas bagatelas que con sumo ardor atizan tantos intelectuales de curial o laica sacristía –tanto monta–, sea por sincera convicción, sea en aras del lucro o la vanidad, sea azuzados por supercherías idénticas a las que el más adocenado común venera. 
Claro es que semejante actitud tiene un precio. En un país como éste –evito adrede esa contradictio in terminis que es la locución ‘nación de naciones’:  un absurdo en sí misma–, tan adicto al lustre e impermeable a la ilustración. En una sociedad que a los vigentes cultos de Occidente une su secular querencia por la trivialidad y la sensación, por las querellas vacuas y el narcisismo de las diferencias menudas. En un lugar de Europa, en fin, el grueso de cuya vida cultural alienta la tecnofílica rusticidad, las latrías identitarias y otras profanos fervores –tan rentables para la partitocracia que ostenta el poder y los titiriteros que entre bambalinas lo detentan. En este familiar escenario, digo, las disquisiciones de un librepensador como Duch no pueden menos que cosechar cierta admirativa hostilidad entre aquéllos que disponen y deberían alentarlas. Él mismo lo ha constatado en múltiples foros: el país no vivió una Ilustración ni un Romanticismo cabales cuando correspondía, y ha llegado cojitranco a la rutilante postmodernidad –que le ha prestado una pátina de purpurina bajo la que late el valleinclanesco esperpento, convertido por la historia en profecía.
Una de las secuelas de esa carencia es que aquí tiende a confundirse izquierdismo con ateísmo, radicalidad con laicismo, progresismo con desacralización. Y a deducir de tamaño rudimento que una persona creyente, practicante y encima adscrita a la monacal disciplina lo está también por fuerza no sólo a los tabús y dogmas que la ortodoxia católica impone, sino a un pensar heterónomo y pacato. Tan común prejuicio abreva en la aludida tradición autóctona, históricamente sojuzgada por un triágulo de poderes cuyos tres vértices han ocupado la Iglesia, el ejército y la oligarquía financiera, industrial y agraria. Es probable que a no pocos lectores les choque confrontar tales tópicos –comprensibles aunque no siempre fundados– con las matizadas, a menudo afiladas reflexiones que en esta plática brinda Duch. A tal punto es insidioso el yugo que esa coalición ha ejercido sobre símbolos, creencias e ideas.
Yo mismo debí revisar mis prejuicios cuando hace quince años trabé relación con él, primero al leerlo y al poco en persona.  Perteneciente a una generación que creció identificando poder y cristianismo sin más –y ayer y hoy persuadido de que sólo la renovación del proyecto ilustrado y la extensión del radicalismo democrático podrán lidiar con los retos que el mundo encara–, al principio me sorprendió constatar que un monje católico pudiera, más allá del mero orar, laborar un pensamiento tan insobornable y soberano, mucho más subvertidor y rebelde de lo que su templada prosa y presencia sugieren al pronto. Pero leerlo y tratarlo me indujeron a afinar mis pertrechos, y a reparar en que la auténtica libertad de juicio no bebe de profesiones de esperanza o fe –cuales o comoquiera sean–, sino del perenne gesto de preguntar, criticar y dudar, y de los vínculos éticos y políticos que permiten sostener una sociedad plural e igualitaria, solidaria y respetuosa con toda clase de preferencias y opciones.
Además de lector de los escritos de Duch, principalmente de los que ha publicado en los últimos quince años, he sido testigo de su pública actividad, discreta aunque incisiva. Así fue con motivo de su participación en uno de los doctorados en comunicación de la Universitat Autònoma de Barcelona, que a la sazón coordinaba:  siete cursos seguidos que dejaron memorable impronta en los estudiantes, y el borrador de la Antropología de la vida cotidiana en seis volúmenes que acabó publicando –en parcial colaboración con Joan-Carles Mèlich. Así, también, en las reuniones mensuales que el grupo de Antropología de la Universitat Ramon Llull viene celebrando desde fines de los noventa, un círculo de reflexión que reúne a un grupo de profesores de mediana edad en torno a su figura –entre otros Xavier Marín, Anna Pagès, Miquel Fabré, Francesc Torralba, el citado Mèlich o yo mismo. Así, incluso, en mis muy espaciadas visitas a Montserrat, ese elevado retiro del que Duch desciende a Barcelona con cadencia semanal, y al que asciende horas o días después, una vez cumplidas sus tareas. Hay algo asaz revelador en esa vida suya que discurre entre dos planos, el arriba del monasterio y el abajo de la ciudad y sus extensiones, la elocuente metáfora de una personalidad que, lejos de escindirse en ellos, los coimplica a impulsos del sentimiento y la razón, creo que buscando esa problemática pero al cabo viable armonía que las dicotómicas ortodoxias tienden a negar en redondo.

          Me apresto a aclarar, así mismo, desde qué tesitura escribo.  No para atraer una atención que sólo le incumbe a él, sino porque tengo para mí –gracias en buena medida a su magisterio– que todo vivir y pensar están hechos de contingencia y finitud, de incertidumbre y ambigüedad, de ese circunstanciado y mudable ambular de cada quien por los escenarios y trascenios de la existencia. Todo eso, en suma, que para el protagonista de esta conversación integra la condición adverbial inherente al anthropos. Explicito mi circunstancia y posición, así pues, a fin de que el lector se acerque a las de Duch desde el punto de mira subjetivo y parcial que propongo, como no podía ser de otra manera. Y de que hacerlo a sabiendas le permita adoptar las lentes y cautelas que estime oportunas.
          La minuciosa plática que prosigue arrancó el pasado enero y concluyó mediado agosto, aunque en realidad naciera hace catorce años en Montserrat –adonde fui a conocerlo poco después de tropezar Mite i cultura aquella tarde otoñal, y haya ido medrando hasta el minuto en que escribo. La condición ambigua no es, propiamente hablando, una simple entrevista en profundidad; ni tampoco un envarado diálogo entre colegas celosos de protocolos y jerarquías. Es, antes bien, una conversación notablemente libre, inspirada de entrada en un guión metódico –indispensable para hacer justicia al autor– y sin embargo abierta a una improvisación que ha descrito no siempre esperables volutas y senderos, al modo en que una pieza de jazz sucede. Una deliberada conversación nacida, entonces, de otra mucho más prolongada y espontánea, y además sostenida por dos personas de idéntico peso humano –así debe siempre ser, como reza el categórico imperativo– aunque muy dispar talla:  Lluís Duch es, lo he subrayado ya, maestro de veras; yo, uno más entre sus oficiosos discípulos.
En el recuerdo laten, ni que decir tiene, diversos, a veces añejos modelos: El cine según Hitchcock, la memorable, pormenorizada entrevista de François Truffaut al virtuoso del cine; La ceremonia del adiós, el minucioso coloquio entre Simone de Beauvoir y su cómplice y pareja, un ya crepuscular Jean-Paul Sartre; El poder del mito, la iluminadora plática que el cultivado periodista Bill Moyers mantuvo con el mitólogo Joseph Campbell; Del Mediterráneo al Ganges, el necesario “diálogo entre las culturas de India y Europa” que Rafael Argullol y Òscar Pujol Riembau sostuvieron con Vidya Nivas Mishra; El sol y la muerte, la meticulosa y erudita charla que Hans-Jürgen Heinrichs con Peter Sloterdijk; y, por supuesto, las canónicas e impagables Conversaciones con Goethe, de J.P. Eckermann.
Huelga mentar, de puro obvios, los Diálogos platónicos, aunque no añadir que muchos otros textos de fuste merecerían engrosar esta relación, a fin de cuentas la palabra viva –esa que pare o alumbra ideas– acaece siempre como coloquio posible o en acto, leal trueque de enunciados entre colocutores diversos.  En una época signada por la hegemonía y ubicuidad de la imagen, sea icónica o escritural –no se olvide que el alfabeto, destinado a dibujar el habla, también fue nueva tecnología en su tiempo–, la oralidad ha cobrado una revaluación llamativa. Se trata, eso sí, de una oralidad ya no sólo mediada por el verbo y las convenciones semióticas y sociales –siempre lo ha sido, desde el albor de la historia–, sino técnica e industrialmente mediatizada por los canales, soportes y extensiones de los sentidos de la hora presente, sean audiovisuales o impresos, analógicos o digitales.  Un dia-logos que la comunicación mediática y el ciberentorno a un tiempo recrean y fomentan –o degradan en parloteo–, y que es viva expresión del dialogismo que el gran crítico literario y pensador Mijail Bajtin consideraba inmanente no ya sólo a la novela, sino a la entraña del ser y el conocer humanos. 
Hago esta aclaración para ponderar el relieve que la representación escritural del habla ha ganado en los últimos decenios, a menudo valorada como una vía de conocimiento confiable y fértil. Pienso en los llamados métodos cualitativos cultivados por sociólogos, psicólogos, antropólogos o historiadores, esas historias orales e historias de vida que encarnan obras como Elogiemos ahora a los hombres famosos, de James Agee y Walker Evans; Los hijos de Sánchez o Antropología de la pobreza, de Oscar Lewis; El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, de Oliver Sacks; Biografía de un cimarrón o El libro de Rachel, de Miguel Barnet; o Recuérdalo a tú y recuérdalo a otros, de Ronald Fraser, entre muchas otras de pareja solvencia. En reportajes-novelados y novelas-reportaje caracterizados por la escrupulosa recreación del habla, como Los topos, de Manuel Leguineche y Jesús Torbado; El Sha o El Emperador, de Ryszard Kapuscinski; Lo que hay que tener, de Tom Wolfe; u Honrarás a tu padre, de Gay Talese. Y, en fin, en los perspicaces retratos dialogados que Lillian Ross incluye en Portrait o Djuna Barnes en Perfiles; en las semblanzas biográficas del Josep Pla de Homenots; en las entrevistas periodístico-literarias de Manuel Vicent (Inventario de otoño), Montserrat Roig (Retrats paral.lels), Rex Reed (¿Duerme usted desnuda), Oriana Fallaci (Entrevista con la historia) o Truman Capote (El Duque en sus dominios); o en las soberbias entrevistas televisivas que Joaquín Soler Serrano –fallecido mismamente ayer, un día antes del instante en que escribo– conducía con tacto y sabiduría magistrales en su clásico A fondo.

Me permito este excurso para argüir una convicción que con suerte dimanará de estas páginas, y que con certeza las ha animado desde que tomaron forma de idea: frente al conocer concluso, monológico y lineal que la escritura científica y académica promueve, el diálogo posee una fecundidad mayéutica, tal como sabían Sócrates y Platón, Confucio y los cronistas de los Evangelios: los envites y meandros de la charla paren literalmente, alumbran sucesivas inquisiciones y dudas, propuestas tentativas y siempre provisorias respuestas. Otra cosa no cabría esperar de un ser que no es bestia ni ángel, según la célebre sentencia de Blaise Pascal –ángel fieramente humano a lo sumo, en lúcido oxímoron de Blas de Otero. Alentar la plática implica escuchar y si cabe asumir las ajenas razones, tanto como enunciar con responsabilidad las propias; renunciar a la vana pretensión de disponer de la Verdad toda y mayúscula; y aceptar de buen grado que a las personas sólo nos es dado convenir pragmáticas, minúsculas y mudables verdades, al cabo.
Tácita o explícitamente, tal persuasión obraba en el ánimo de ambos cuando Duch aceptó mi propuesta de sostener el coloquio que aquí comienza, hará pronto diez meses. No se trataba de agregar una monografía o ensayo más a su caudalosa obra escrita –una cincuentena de libros, así como varios cientos de artículos, capítulos, prólogos y apostillas–, sino de urdir un diálogo ideado para presentársela al lector y abrirle la gana. Este libro habrá cumplido su meta con creces si ocurre así. Y si logra, por ende, que la callada plática que éste mantendrá con los platicadores alumbre los asuntos que trata.
La demorada interlocución que prosigue se ha dado entre dos sujetos de edad, profesión y procedencia distintas, por más que ambos seamos contemporáneos en más de un sentido –claro es– y ciudadanos de Cataluña, España, Europa. De entrada cabe aclarar que no somos coetáneos:  Duch nació bien mediados los años treinta, recién estallada la Guerra Civil; y quien suscribe en los sesenta, cuando el país iba saliendo de la autarquía y oteando la postmodernidad a lo lejos. Es una diferencia generacional que hasta cierto punto ahorma nuestras respectivas sensibilidades y memorias, ni que decir tiene, pero que a la vez –creo, espero– nutre el contraste sin el que no hay diálogo, dialéctica ni mayéutica que valgan. En último pero no menos importante lugar, procede añadir que nuestras respectivas actitudes ante la religión nos distinguen sin separarnos: Duch profesa y practica la fe cristiana, no en alas de la inercia sino de aquilatadas búsquedas y meditaciones; yo carezco de cualquier religiosidad digna de llamarse así, racional y sentimentalmente ajeno a la creencia en un orbe o dimensión trasmundana: no ya agnóstico, entonces, sino simple y paladinamente ateo. Ambos somos conscientes de tal diferencia, por descontado; pero también de las decisivas concordancias que entreveran este coloquio.

Las conversaciones que La condición ambigua reúne se desarrollaron a lo largo de dieciséis sesiones durante el primer semestre de 2010.  Las respuestas de Lluís Duch fueron recogidas por una grabadora digital en presencia de quien suscribe, y juiciosamente transcritas acto seguido por la periodista Meritxell Rigol Barbarà, la calidad de cuya labor ha facilitado mucho la armadura del texto definitivo. Solíamos citarnos por las tardes en mi casa de Bellaterra, sentados ambos frente a frente en la entreluz de un estudio apartado y calmo, y la hora larga de coloquio concluía mucho antes de que mitigara su eco la anochecida.
Toda libertad y creatividad suponen bailar en cadenas, como Nietzsche sabía; las que ciñeron e hicieron posible este encuentro actuaron con la suficiente tensión y holgura a la vez, siempre procurando que recorriera dos vías autónomas si bien conexas: por un lado, siguiendo un vector  temático, el vario abanico de asuntos que abraza la reflexión de Lluís Duch; por otro, siguiendo un vector temporal, los hitos principales de su biografía, y sobre todo sus años de formación y maduración intelectual. El libro dedica sus tres primeros capítulos a presentar el pensamiento del autor, y a partir de ahí alterna éste, que va sucesivamente glosando, con la evocación de su pasado, a medida que lo va narrando. No incluye todos los asuntos y episodios que los componen, por supuesto, pero sí una muestra harto representativa, espero que capaz de abocetar a un maître à penser que suele definirse como ocell de bosc –pájaro de bosque: búho real quizá, como su propio apellido indica.
Vivimos siempre en despedida, vino a escribir Rainer Maria Rilke. Las respuestas y preguntas que siguen son el trasunto de las que se esfumaron al resonar. Y precisan una más, con certeza.


[1] Arthur Shopenhauer, Sobre la filosofía de universidad, Madrid, Tecnos, 1991, p. 141.
[2] Op.cit., pp. 79 y 80.
[3] Giordano Bruno citado por Shopenhauer, op.cit., p. 120.
[4] “Todo lo que no sea definir la filosofía como filosofar y el filosofar como un tipo esencial de vida es insuficiente y no es radical”, José Ortega y Gasset, Qué es filosofía, Madrid, Espasa Calpe, 1995,  p. 241.

miércoles, 23 de febrero de 2011

El balneario amenazado

El mundo en torno está sufriendo un seísmo que hará época, al tiempo intimidante y prometedor, y aquí los grandes medios de comunicación siguen dando la murga con los 80 km por hora y los dimes y diretes de los políticos y los chismorreos en torno al Barça, como si la sociedad catalana no tuviera mejor cosa que hacer que ocuparse en nimiedades mientras la globalización avanza, imparable, y proliferan los desafíos que sólo una ciudadanía consciente, reflexiva e informada estará en condiciones de afrontar.  Hoy tanto o más que ayer es necesario saber escuchar las palpitaciones del tiempo, como aconsejaba Eugeni d'Ors:  saber separar el grano de la paja, y sobre todo apartar la hojarasca para percibir los movimientos de fondo de un mundo que se transforma a zancadas.  El balneario catalán, español, europeo se halla en trance de dejar de serlo, y mientras tanto su población jalea a sus ídolos cegadores ante las pantallas de plasma.

(Publicado por Albert Chillón)

jueves, 17 de febrero de 2011

"LA INDUSTRIA DEL MIEDO"

(Publicado por 'La Vanguardia' 3l 13 de febrero de 2011)




Inseparable de la condición humana en todo tiempo y lugar, el miedo adopta en nuestros días rostros inéditos, que se añaden a los que históricamente –por mor de guerras, coerción, epidemias o penurias– han afligido a los sujetos. El mundo posmoderno y globalizado ha sido descrito por Ulrich Beck como una sociedad del riesgo donde se esfuman los valores, patrimonios y certezas que hasta hace poco parecían intocables; y donde “todo lo que es sólido se desvanece en el aire”, en lúcida profecía de Karl Marx. Una época desazonante e imprevisible, en vertiginosa aceleración, en la que cada quien se siente huérfano de las presuntamente fiables cartografías tradicionales –sean añejas o modernas–, y se enfrenta a la quiebra de lo dado por garantizado, fenómeno que halla su más nítido ejemplo en la actual demolición del Estado del Bienestar y de su acervo de provisiones y derechos.
          La colosal mutación en curso está poniendo patas arriba el statu quo que cuajó tras la Segunda Guerra Mundial, y sus derivas de fondo –económicas, políticas, tecnológicas, ideológicas– están precipitando convulsiones que la ciudadanía encara con manifiesto desnorte y desasosiego.  A la fractura de su confianza en las instituciones y procederes vigentes, palpable en su creciente inhibición respecto de la res pública y en el deterioro de la praxis democrática, se agrega lo que Richard Sennet ha llamado corrosión del carácter, un debilitamiento psíquico y moral alentado por la precariedad laboral, cívica y legal en que se desenvuelve su existencia, abrumada por múltiples amenazas. Sólo en parte superados o mitigados por la ciencia y sus frutos, los sempiternos miedos –a la desolación y la enfermedad, a la muerte y la indefensión– hallan hoy renovadas causas y fuentes, inducidas por un neocapitalismo depredador que socializa las pérdidas y privatiza las ganancias, y que tiende a hacer de cada cual una simple biela de ese complejo global de dominio sobre los tiempos y los territorios, las mentes y los cuerpos que Toni Negri y Michael Hardt han dado en llamar imperio.
          Cierto es que a los seres humanos siempre nos aqueja un miedo basal, derivado de la finitud y la contingencia, la necesidad y la escasez que nos son propias. Y que inevitablemente devanamos un presente incierto, un ahora sucesivo cuyas ausencias debemos poblar a cualquier trance: las del pasado que sin remedio se fue, retejido en un a menudo engañoso encaje de memoria y olvido; y sobre todo las del futuro, que es entera incerteza. De ahí que sin cesar recurramos a un variopinto abanico de simbolismos, movidos por la esperanza de conjurar las turbaciones que suscita nuestra condición indigente y ambigua. Navegantes en la bruma, somos animales simbólicos, según la feliz expresión de Ernst Cassirer, y sólo mediante las distintas formas de simbolización –el lenguaje y el mito, la religión y el arte, la ciencia y el rito– colmamos de plausible sentido las carencias que nos constituyen.
          También es verdad, no obstante, que los muchos semblantes que en cada época adopta el miedo consienten sofisticadas manipulaciones de los poderes genuinos, llámense terrenales o espirituales. Y que su promoción y gestión –modelando la memoria y la imaginación– son objeto de atención prioritaria por parte de las instituciones y dispositivos que detentan lo que Foucault llamó biopoder, un sutil e insidioso sistema de dominio que aspira a regular todos los estratos y magnitudes de la vida pública, privada e incluso íntima: desde los grandes flujos dinerarios hasta los lances y trances del escenario partidista; desde los discursos e imaginarios que propalan los media hasta los modos supuestamente singulares en que los sujetos cultivan sus opciones y estilos, el vidrioso aunque crucial ámbito de la identidad y la libertad mismas.
          El miedo no es hoy sólo, pues, un rasgo cardinal de la especie, sino una auténtica industria que rinde pingües beneficios a los verdaderos y cada vez más impunes rectores del mundo, ésos que –como el amo de El castillo de Kafka  manejan los hilos de la seductora teatrocracia desde sus cuasi inaccesibles bambalinas, amparados por la degradación ética y pedagógica, la mojiganga partidista y la complicidad de demasiados ciudadanos. Las agencias e instancias que de consuno sostienen el espectacular, estetizado y risueño imperio global son proclives a fomentar temores cuyo alcance y hondura suelen rebasar las realidades que los inspiran –así la xenofobia o el manoseado terrorismo–, y también a inventar aprensiones basadas en muy rentables falacias –así las que sacralizan las identidades, demonizan la alteridad o rinden culto estulto al cuerpo.  Simbolismos de la amenaza, en suma, que hoy hacen de la continua apelación a los quiméricos “mercados su espantajo más falaz y letal: un ubicuo, omnisciente fantasma carente de responsabilidad y faz, mistérico oráculo capaz de regir los destinos comunes sin atenerse a principio alguno ni rendir cuentas a nadie. Iglesias, estados, corporaciones y poderes fácticos de todo pelaje hacen del miedo un formidable negocio, y de sus abundantes réditos, un temible, avasallador subterfugio para lograr la anuencia o el acatamiento de las amedrentadas mayorías, una diabólica arma de sumisión en tiempos de ceguera y crisis.



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"LA REGENERACION DE LA UNIVERSIDAD"

(Publicado en 'La Vanguardia' el 27 de diciembre de 2010)



          Desde su albor medieval en Bolonia y París, la Universidad ha sido un vector cardinal de Occidente, fermento de la democracia, la ilustración y el delicado equilibrio de deberes y libertades en que la modernidad se plasma. Y sin embargo hoy vive una honda crisis patente por doquier, cuyos previsibles efectos amenazan no ya su presencia y función, sino la pervivencia de las sociedades a las que tanto ha aportado. No aludimos a una de esas sedicentes crisis que parecen declararse sin cesar, sino a una genuina encrucijada al tiempo amenazante e incitadora, que acaso podría resolverse de mediar la lucidez y decisiones apropiadas, pero que sin éstas caerá en degeneración franca. 
          Sucede, con todo, que en lugar de lucidez cunde una miopía general de la que derivan diagnósticos y acciones que están arrumbando la Universidad digna de llamarse así, y guiando el residuo que de ella queda por un rumbo en esencia errado.  El sarcarmo resulta lacerante en verdad: el mismo studium generale que la metáfora “Bolonia” convoca –integrador de todos los saberes humanísticos y científicos– está siendo eviscerado y desmembrado a expensas de tan prestigiado vocablo. Y la universitas –de “unus” y “versus”: hacia la unidad– que antaño se orientaba a educar como personas, ciudadanos y profesionales a sus usuarios, desintegrándose en una poli-versidad empeñada en instruir a sus clientes. Lo que ya emerge no es, entonces, una institución congruente con los tiempos, a la vez heredera de su pródiga tradición y concernida por los desafíos que éstos plantean, sino un desolador sucedáneo, un tinglado politécnico que lleva varias décadas proliferando, y que ahora maquillan los espejismos del plan Bolonia.
Si no se corrige a tiempo, tal rumbo se revelará aciago para la navegación colectiva, y desde luego para el bienestar de los ciudadanos. De entrada, porque tiende a degradar el cultivo de la modesta y viable sabiduría –del saber vivir y convivir– en razón instrumental cruda: una dispersión de pericias, a menudo eficientes a corto aunque deficientes a largo plazo, y siempre rendidas al ídolo del progreso y sus espectrales mercados. Después, porque en esa sopa medra el bárbaro especializado, un sofisticado primitivo uncido a la ilógica tecnolátrica en boga, feligrés tan devoto de su sola competencia como ciego al sentido social de sus actos. Y en fin, porque la presente suplantación del educar por el rudo instruir corroe los pilares éticos y políticos de la convivencia, pervierte sus premisas y embrutece a los sujetos, cada vez más alejados de consumar ese plausible ideal de autoconocimiento y realización que consagraron Sócrates y sus legatarios.
Es, por ello, indispensable remar a contracorriente de las suspersticiones que hoy cunden, y proceder a regenerar la educación en general y la Universidad en concreto. No para que casi todo cambie en apariencia y casi nada en el fondo, tal como la corrupción del espíritu de Bolonia está logrando de facto, sino a fin de situar la crucial función de educar a la altura del tiempo en curso.  La Universidad tiene una alta misión pedagógica ante sí, por emplear el atinado término que ya en 1930 acuñó Ortega. Y para afrontarla cuenta con una frondosa tradición que, ello no obstante, debe regenerar y poner al día mediante el fomento de la cultura, la crítica y la razón: sus más aquilatados recursos, y los únicos capaces de combatir la religión economicista que impera. Éstas son, en apretada síntesis, algunas propuestas de partida.
Uno. La Universidad debería volver a serlo: revertir las derivas disgregadoras de la actual poliversidad y reintegrar las distintas ramas del saber, sean científicas o humanísticas, en un minimum pedagógico: un tronco común a la educación de todos, sean cuales fueren sus profesiones respectivas. Ello implicaría deslindar la educación universitaria sensu stricto de la científico-técnica y profesional, cuyos distintos ámbitos y niveles habrían de nutrirse de ella siguiendo, empero, sus propias vías.
Dos. La misión primordial de la Universidad debería ser cultural, y consistiría en elevar a la ciudadanía a la altura de del tiempo: cultivando sus aptitudes reflexivas y actitudes críticas, y con ellas el saludable hábito del diálogo, la pregunta y la duda. La institución, pues, no tendría que rendir pleitesía al complejo tecnoeconómico, sino poner toda necesaria enseñanza aplicada en perspectiva cultural, esto es, al servicio de la vida social y de la vida a secas.
Tres. La Universidad debería perseguir un horizonte de fines cabalmente humano, que siempre antepusiera la búsqueda del bien, la verdad, la justicia y la belleza a cualesquiera afanes utilitarios. Por más romántica que se antoje, esta premisa es crucial si se comprende que no cabe buscar el origen de la presente crisis en la rala economía –ni prescribir recetas exclusivamente técnicas para una dolencia que dista de serlo–, sino asumir que sus males brotan de una ingente falla cultural que la regeneración de la pedagogía universitaria contribuiría a resolver o paliar al menos.
Urge una drástica reforma de las ideas, sensibilidades y conductas, la colectiva asunción de nuevos valores de sobriedad, mesura, lucidez y prudencia. Y sólo una regeneración radical de la educación será capaz de instilarlos.









"UN MAESTRO HETERODOXO"


Entrevista a Lluís Duch

(Publicada en el suplemento Culturas de La Vanguardia el 22 de diciembre de 2010)


Un maestro heterodoxo

Antropólogo, teólogo, filósofo de la cultura y monje de Montserrat, Lluís Duch es un pensador en y de los márgenes, una de las más lúcidas mentes del país y autor de una caudalosa obra que aúna rigor y singularidad, radicalidad y ponderación, compasión y excentricidad, compromiso cívico y heterodoxia. Impugnador de las más veneradas latrías del tiempo –así las del mercado, la tecnología, el identitarismo o la misma fe que críticamente profesa–, este francotirador de las ideas ha devenido una insoslayable voz en el ágora intelectual autóctona.


Desde los años sesenta ha cultivado un pensamiento relativamente excéntrico y heterodoxo, situado en los márgenes de la filosofía, la antropología y la teología: una suerte de filosofía de la cultura, en propia confesión.
Mi intención ha sido formular una antropología de cariz filosófico y simbólico entendida como apología de lo humano, y netamente distinta de las antropologías sociales y culturales de cuño francés y británico. Porque creo que el ser humano se halla siempre en peligro, y que una de las funciones de la antropología debería ser su salvamento. Se trata de entrar en diálogo con el mundo contemporáneo, ya que ese es el laboratorio con que contamos los antropólogos: el cúmulo de relaciones que entablamos los sujetos.
Suele afirmar que el anthropos no tiene naturaleza sino condición: es contingente y ambiguo, equívoco y limitado. Un ser finito capaz de infinito, como los escolásticos querían, así como una coincidencia de opuestos.
Todos esos rasgos pueden resumirse en la palabra ambigüedad, que es la marca propia de un ser que no posee respuestas a priori, sólo preguntas que suscitan respuestas siempre provisionales. De ahí que el esquema antropológico que uso se mueva entre la pregunta y la respuesta, una vía de acceso a nuestro ser que incorpora la contingencia y la duda, la vacilación y la decisión. Nuestra condición adverbial, en suma.  
¿Es el problemático equilibrio de logos y mythos –siempre coimplicados– insoslayable para la salud personal y colectiva?
Evidentemente, porque esa apología de lo humano a que aludo debería traducirse en una búsqueda de la salud personal y común, una cuestión de enorme alcance político. Pero la coimplicación entre logos y mythos –entre imagen y concepto– resulta capital porque somos un conjunto de facetas inconciliables entre sí, en principio. La vida humana es esa extraña,  a menudo paradójica conjugación entre lo lógico, conceptual, analítico y experimental, por un lado, y lo mítico, intuitivo, sensorial e imaginal, por otro. La salud consiste en equilibrar ambas dimensiones.  
El mundo enfrenta una crisis global que se manifiesta crudamente en la economía, aunque la trasciende con creces. ¿En qué consiste y dónde nace?
Este verano publicamos un artículo de opinión escrito a dos manos [“El desahucio de las humanidades”, La Vanguardia, 1-8-10] en el que expusimos que la actual crisis tiene muchos frentes, uno de los cuales es el patente desahucio que las humanidades están sufriendo. Aunque están siendo implacablemente podados, los saberes humanísticos son indispensables terapias para sujetos y colectivos, hoy en día aquejados por un enfermamiento perceptible, por ejemplo, en el aumento de la violencia y en el silenciamiento del auténtico diálogo, que requiere crítica, pluralidad, duda y preguntas. Suelo citar la anécdota que cuenta Lao Tsé: cuando el señor de su territorio le encargó el gobierno, le preguntó cuál era la primera medida que quería tomar;  “La renovación, la curación de la palabra”, le replicó el sabio. Todo empieza y acaba con la palabra, y por tal entiendo cuelesquiera expresividades humanas, incluidas nuestras facetas éticas y estéticas, amorosas y relacionales. Ese es el poliglotismo, el polifacetismo al que me refiero a menudo.
Los vigentes procederes y sistemas educativos tienden a relegar las ciencias humanas y a limar las aristas críticas de las sociales, en paralelo a la erosión de la democracia y a la general deshumanización, como arguye Martha Nussbaum y usted mismo ha escrito.
Ese diagnóstico salta a la vista en todos los ámbitos: se está produciendo una galopante degradación de la convivencia y, en suma, un proceso regresivo de deshumanización al que la postergación de las humanidades contribuye sobremanera. No aludo sólo a su supresión –algo muy significativo por sí–, sino ante todo a la mentalidad de quienes la promueven. Porque esos saberes hoy relegados cultivan nuestro poliglotismo de homines loquentes, la posibilidad de convivir en relativa armonía. Su destrucción se fragua en la primera enseñanza y culmina en la universidad, y sin duda provocará una desestructuración simbólica altamente nociva. 
          Todo indica que ese desahucio de los saberes críticos coincide con los cultos profanos a la tecnología y al mercado que hoy imperan.
Así es. En general, los docentes han opuesto una casi nula resistencia a ese desahucio, impulsado por los ministerios y consejerías del ramo. La tecnolatría que suele aquejar a unos y a otros hace las veces de equivalente funcional de la religión. Y nace, además, de la crasa ignorancia de esa necesidad que tenemos los sujetos de aprender los variados registros de la condición humana, sin cesar enfrentada al mal y la beligerancia, la escasez y la incertidumbre. Y todo ello en nombre de una supuesta modernidad genuina, concebida en clave tecnocrática.
Nuestro país no vivió una Ilustración ni un Romanticismo cabales en su momento.  ¿Qué efectos resultan de tal carencia?
Esa carencia ha sido fatal y sigue siéndolo en múltiples planos: en el político y cívico, en el ético y religioso, en el cultural y universitario. Hoy en día vivimos una enorme confusión. En antropología, por ejemplo, resulta palmario: carecemos casi por completo de precedentes, ya que cuando se desarrollaron las grandes antropologías europeas –en la segunda mitad del XIX– aquí sólo había un puñado de folcloristas que manejaban metodologías obsoletas. De modo que no disponemos de ese género de reflexión que en Europa generó la Modernidad. Lo que sí tuvimos fueron guerras civiles, una barbarie que prácticamente duró hasta bien mediado el siglo XX.
El mesianismo, el populismo, la demagogia y el cinismo conforman una insidiosa patología que corroe los pilares de la democracia occidental, y muy en particular la que aquí renquea.
Observo con aprensión la vida pública catalana y española, y me parece evidente que el cinismo contemporáneo –que nada tiene que ver con el clásico– es uno de sus principales ingredientes. La derecha actúa con fraseologías de izquierda y ésta hace otro tanto, ambas implicadas en una sobrecogedora subversión del lenguaje. Aquí se da una muy notable perversión de la palabra, empezando por las declaraciones de los líderes. Basta encender la televisión o leer los periódicos para advertirlo. Pero la verdadera democracia no se deja expresar con sustantivos, sino mediante verbos, y se pervierte –como el símbolo, por cierto– cuando se da por lograda: es un experimento que se valida o invalida en el ejercicio de la libertad y la solidaridad, el humor y la justicia, la paz y la reconciliación. Y debe serlo ahora y aquí, no en un más allá nebuloso. El cinismo, la demagogia y los mesianismos son los mayores enemigos de la democracia, por más que se valgan de su retórica. Son muchos los ejemplos de que disponemos, aunque en general no saquemos las consecuencias debidas.
El identitarismo ha devenido una de las mayores latrías del tiempo, acaso como reacción al pandemonio postmoderno y globalizador. ¿Qué reflexión le sugiere semejante deriva?
          El ser humano es en esencia relación, y debe ensayar incesantes equilibrios entre centro y periferia. Esta premisa resulta capital para entender la actual crisis de relación entre Cataluña y España. A partir de una comprensión esencialista y por completo ahistórica de la identidad y la tradición –de las raíces, en términos más religiosos–, desde el centro se pretende que todo sea centro, y desde la periferia, que todo sea periferia. El centro ha buscado consumar invasiones identitarias de la periferia, y ésta ha respondido con proyectos dirigidos a la reconversión metafísica de la propia historia. El fruto de ello es la imposibilidad de que ambos polos entablen auténticas relaciones, que deberían caracterizarse por dar no sólo como inevitable, sino como creadora y provechosa la existencia de sensibilidades distintas. De ello deriva también el aumento de la crispación, cuyo casi inevitable correlato –en ambos lados– es la aplicación de inmisericordes lógicas totalitarias, sobre todo por parte del más fuerte.
          Maximalismos –travestidos de falsa radicalidad– que en nuestro país fomentan mandarinatos y camarillas dotados de amplio eco.
Se trata, en efecto, de capelletes regidas por ortodoxias de lo más sacristanesco y clerical –no importa que se expresen anticlericalmente a veces– que cuentan con ubicua presencia. Estas camarillas y cofradías actúan como poderes fácticos decisivos que imponen sus puntos de vista en todos los ámbitos, si hace falta al precio de marginar y hasta de silenciar a quienes no acatan sus dictados.
¿No es cierto que la principal vía de solución de la presente crisis pasa por la renovación del proyecto ilustrado y del Humanismo en su conjunto, ya no concebidos en clave logocéntrica sino logomítica, como usted propone?
La noción de logomítica designa la coincidencia de opuestos que somos. La obsesión por ser sólo lógicos o bien sólo míticos es una falacia, porque logos y mythos son realidades coimplicadas. Al Romanticismo le faltó Ilustración, y a ésta, Romanticismo. Además de ser épocas históricas, tal como suele entenderse, ambos conceptos designan vertientes cruciales de nuestra condición. Es menester agregar, por otra parte, que uno de los ideales mayores de la democracia occidental fue la formación del ciudadano, su presencia en la vida privada y pública como alguien responsable, justo y libre. La crisis global actual lo es de la democracia y del ciudadano mismo, que ha sido reemplazado por el consumidor, de acuerdo con Zygmunt Bauman. El sustrato de todo ello es más hondo, no obstante:  una vasta y honda crisis gramatical que afecta a todas nuestras instituciones: la política, la religión, la educación, la economía, la familia, la comunicación mediática, el ocio… El conjunto de los cauces de socialización que llamo estructuras de acogida, en definitiva.
          ¿Cómo salir de este brete histórico, potencialmente explosivo dado que el estado del bienestar y la misma democracia resultan cada vez más insostenibles? ¿Qué puede proponer la antropología filosófica que cultiva?
La reforma del lenguaje a que Laotsé aludía puede parecerles a muchos una solución retórica e ingenua, y sin embargo estoy convencido de que sería harto eficaz si hubiese personas dispuestas a aplicarla más allá de los oropeles del poder y la gloria, hoy disfrazados de tecnocrática eficacia. Reformar el lenguaje implica muchas cosas. En primer lugar,  la pacificación y armonía de los hablantes que tienen a su cargo las distintas las estructuras de acogida: las relaciones afectivas y de parentesco (codescendencia); las cívicas, éticas y políticas (corresidencia); las cultuales y religiosas (cotrascendencia); y las transmisiones que la comunicación mediática incluye (comediación). En segundo lugar, hacerse cargo de lo que el ser humano va siendo en el curso de su trayecto vital: ambigüedad y contradicción, incertidumbre y finitud, interioridad y exterioridad: de ahí que precise lenguajes y traducciones, y que sea un ser mediado y ritual, simbólico y empalabrador, narrativo y ético. Finalmente, esa reforma del lenguaje implica desvelar la capacidad crítica, ponderativa y discernidora de los sujetos, su aptitud para plantear preguntas y respuestas siempre provisionales y responder sí o no, crítica y sabiamente al tiempo. La supuesta eficacia tecnocrática nos está conduciendo al reino de la credulidad y la mansedumbre más primitivas y groseras.
¿Cómo, por qué para qué ser religioso hoy, cuando el vaticanismo renquea y Dios ha dejado de ser una premisa?
No sé si el Vaticanismo ha llegado a su final, pero sí creo que el cristianismo continúa vivo porque sigue siendo marginal. Bloch decía que lo mejor de la religión es que provoca herejes. Las religiones, que han dado lugar a lo mejor y a lo peor, sólo lo son de veras cuando argumentan contra el sistema. Soy optimista acerca del futuro de un cristianismo profético y relativamente marginal, no sacerdotal como lo es ahora.

A.C.



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"LA PERVERSION NEOCÍNICA"

(Publicado en 'La Vanguardia' el 7 de noviembre de 2010)




          La apatía y el desencanto se palpan por doquier. Son incontables los ciudadanos, ante todo jóvenes, convencidos de que se hallan en precario los recursos materiales, ideológicos y espirituales que hasta hace poco parecían garantizados, llevados al borde del agotamiento por las disolventes tendencias globalizadoras y postmodernas. En ello consiste el peculiar malestar de –y en– la cultura propio de este arranque del siglo XXI, un tóxico deletéreo que envenena la vida de muchos individuos y la torna no sólo huera y anodina, sino carente de horizontes significativos.
¿Qué nos lleva a ver la presente como una época singularmente amenazada, habida cuenta de que han sido varias y profundas las crisis que han precedido a la que sufrimos? Entre los varios factores que concurren, hay dos que merecen especial atención, creemos. El primero es la palpable erosión de las tres grandes estructuras de acogida que tradicionalmente configuraron la Modernidad –vínculos de parentesco y afinidad; educación y socialización ciudadana; cauces de religiosidad y culto–, aquejadas por una ‘fractura de la confianza’ drástica y perceptible. La quiebra de las referencias y criterios que componen el ‘mundo dado por garantizado’, en expresión de Alfred Schütz, es hoy general. Antiguas o modernas, sencillas o complejas, las sociedades se deterioran –y hasta se colapsan– cuando en ellas cunde la desconfianza, patología que agosta el suelo mismo que las sustenta.
El segundo factor se desprende del anterior, y hoy rige el proceder de demasiados sujetos: una atmósfera cínica que insidiosamente contamina la esfera pública y privada. Aunque constante a lo largo de la historia, el término ‘cinismo’ ha ido adoptando muy diferentes valencias. En la antigüedad griega su uso se reservaba a ciertos personajes excéntricos, genialoides y estrambóticos que ponían en solfa la ortodoxia, y poseyó fuerte acento ético e individualista. Con Diógenes al frente –la imaginería lo pinta descalzo y despojado en su barril–, los cínicos pregonaron el retorno a la Naturaleza y la igualdad social, la autarquía, la filantropía y el desprecio de las convenciones. Ello no obstante, el copernicano giro que trajo el Renacimiento cambió el signo histórico del cinismo, y le confirió muy otros acentos. Con Maquiavelo, ante todo, se convirtió en talante y seña del príncipe triunfante, un virtuoso del cálculo y el engaño que, paradójicamente, se hallaría legitimidado para consumar sus manejos en aras de la sacrosanta Razón de Estado, presunto bien supremo.  Los medios podían ser terribles, sí, pero el fin los justificaría: tal es el núcleo de su influyente legado. 
          Ahora, en cambio, el cinismo nutre tesituras y prácticas cada vez más comunes, tanto que han devenido soterradamente multitudinarias, por más sean próceres y prohombres quienes las encarnen. En palabras de Peter Sloterdijk, el cínico contemporáneo es “un integrado antisocial”: un activo miembro del establecimiento de poder ducho en manejar las máscaras de la ética, la legalidad o la democracia, cuya epidermis exhibe al tiempo que las socava. Egotista y hasta egolátrico, expresión acabada y aniquiladora del hiperindividualismo narcisista que según Cristopher Lasch nos aflige, el neocínico se ampara en el desconcierto postmoderno para excusar su iniquidad, basada en la antiética del todo vale y en una sutil pero eficaz demolición de los pilares que sustentan la res pública.
Falto de escrúpulos y lealtades, todo es crasa apariencia para el neocínico, cuya desfachatez es congruente con la apoteosis del yo que en el presente cunde, y también con la estetización de casi todos los sectores sociales. Animado por una radical perversión del lenguaje –perverso él mismo–, urde una retórica del simulacro a fin de consumar el lucro y empoderamiento que sus tejemanejes procuran; y lo hace especulando a costa de la legalidad, por vías siempre ilegítimas en el fondo. Los ejemplos que vienen a las mientes son numerosos. Algunos, como el de Silvio Berlusconi, resultan rudamente obvios. El desvelamiento de otros, más sofisticados, requiere en cambio mayor perspicacia, así el Tony Blair que hace años supo manipular el argumentario del labour y la izquierda para encubrir sus arterías, basadas en el decisionismo, la demagogia y el embauco. Lo mismo puede decirse de los políticos, comunicadores y partidos adeptos al más rancio conservadurismo hispano, ésos que se proclaman defensores de los trabajadores, las políticas progresistas o las cívicas libertades. Unos y otros –son sólo ejemplos entre un rico centón– revelan que el cinismo no es ya una actitud minoritaria más, sino un auténtico mundo de vida crecientemente normalizado por cualesquiera sujetos en todos los estratos sociales, de los gobiernos a los ayuntamientos pasando por empresas, iglesias, universidades y sindicatos. Una genuina endemia que hoy tienden a compartir dirigentes y dirigidos, dominantes y subalternos, cómplices todos de un sistema de poder que –a diferencia del cinismo maquiavélico– subvierte la misma Razón de Estado. Y que se vale de poderosas mediaciones tecnológicas y comunicativas para resultar no sólo seductora y suasiva, sino fascinante incluso: un fascinismo de nuevo cuño –valga el deliberado juego de palabras–, risueña metástasis que corroe el patrimonio material y cultural de todos.

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