sábado, 10 de diciembre de 2011

"El viejo periodismo ante la encrucijada"

(Publicado por Albert Chillón en la revista Barcelona Metrópolis, nº 83, 2011)
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© Josep Maria Sagarra / AFB
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© Cannon Collection/Australian Picture Library/Corbis
 

Entre 1893 y 1927, los flamantes “mass media” devinieron protagonistas de la modernidad vibrante y promiscua que inspiró a tantos pensadores y artistas de aquel tiempo. Periódicos veteranos como “The Times”, “Le Figaro” o “La Vanguardia”, entre otros, capitanearon una histórica mutación que ha heredado el presente. 

El periodismo encara hoy el mayor de los desafíos que ha arrostrado durante el último siglo, desde que la ochocentista prensa de multitudes devino masiva. Y lo hace a lomos de la globalización y el ciberentorno, que desde hace veinte años están induciendo cambios de fondo y diluyendo las fronteras entre la vida pública y la privada. Los pilares del campo periodístico clásico están siendo socavados por tan abrumador aunque sutil embate, llamado a trastocar los criterios y procederes que durante tres centurias han sido suyos. Y con ellos, la economía y la organización, la cultura y los cometidos de ese sector clave de la industria cultural, entre ellos las narrativas y los discursos que han ayudado a armar el ideal y la praxis de la democracia.

      Lo que está en jaque es la tradición periodística forjada a medida que la modernidad vivió su albor en el siglo XVIII, su apogeo durante el XIX y el XX y, por fin, su presente peripatheia –cambio decisivo de fortuna– y crisis, que con certeza la instará a renovar su rumbo, vituallas y andares, so pena de caer de hinojos en mitad del camino. No es solo la revolución tecnológica y lo mucho que en sí conlleva, sino un espíritu del tiempo tildado de posmoderno lo que se halla en trance de sustituir el añejo sensorium –vertical, centralizado, jerárquico y dirigista– por uno asaz distinto, que a primera vista se antoja más horizontal y cooperativo.

      Forjado en el Siglo de las Luces, el campo periodístico fraguó a inicios del XIX y medró hasta su término, convertido –junto con la democracia representativa y su división de poderes, el auge del Estado-nación y la vida urbana, la ubicua tecnificación y la alfabetización de las multitudes– en uno de los más firmes pilares del pujante capitalismo. Y fue acrisolando, según iba cobrando forma el nuevo mundo pintado por Dickens y Balzac, los atributos que hoy exhibe: reemplazó su tenor artesanal por el industrial; el amateurismo de los gacetilleros por el profesionalismo de los periodistas; la prioritaria atención a las nuevas comerciales y a la opinión partidaria por la información e interpretación contrastadas; sus toscos pertrechos discursivos por una refinada paleta de géneros narrativos y persuasivos, de recursos y estilos escriturales.

      Esa prensa de amplia difusión ganó la mayoría de edad con el fin-de-siècle, cuando Occidente se precipitó en la sociedad de masas que, con muy varios acentos, recrearon autores como Alfred Döblin (Berlin Alexanderplatz), Sergei Eisenstein (Octubre), George Grosz (Metrópolis) o José Ortega y Gasset (La rebelión de las masas). A la par que el orbe capitalista –y a su manera el soviético– impulsaba los monopolios y el fordismo, la racionalidad instrumental y la burocracia, las primeras décadas del novecientos vieron despegar la comunicación propiamente masiva, correlato de la general masificación a cuyo abrigo fraguó la primera versión del New Journalism estadounidense.

      En el arco que va de 1893, cuando Antonin Dvorák compuso la Sinfonía del nuevo mundo, a 1927, cuando Walter Ruttmann filmó Berlín, sinfonía de una gran ciudad , los flamantes mass media devinieron protagonistas de la modernidad vibrante y promiscua que inspiró a tantos pensadores y artistas del tiempo. Periódicos veteranos como The Times, Le Figaro, The New York Times, La Vanguardia o Il Corriere della Sera, entre muchos otros similares o de nueva planta, capitanearon una histórica mutación que, grosso modo, ha heredado el presente. De entrada, aquel New Journalism se distinguió por el profuso empleo de la fotografía, matriz del fotoperiodismo y la sociedad del espectáculo en ciernes; el desarrollo de la publicidad, capital para la cuenta de resultados de las empresas; el uso y abuso del interés humano, los relatos facticios de inspiración literaria (features) y los ficticios por entregas; la difusión de “The Yellow Kid” y otras tiras cómicas por rotativos amarillos como el populista The New York World, de Joseph Pulitzer; o la atención a un amplio espectro de temas –política, internacional, nacional, economía, sociedad, sucesos, espectáculos, cultura, deportes– que buscaba dar cuenta de cualesquiera facetas de la actualidad, aunque a menudo hozara en el muy rentable panem et circenses.

      Con todo, aquella prensa masiva poseía señas de identidad más capitales aún, legado que los presentes envites están poniendo en solfa. Fue entonces cuando el campo periodístico cuajó de veras: un dispositivo axiológico, operativo y doctrinal, integrado por su ideología autolegitimadora y corporativa; por la institución de una casta de profesionales –y no de simples oficiantes– formados ad hoc; por su organización industrial y sus rutinas productivas, su rigurosa división del trabajo y su orientación mercantil; por la creciente subordinación de los informadores al entramado oficial de fuentes; y –último pero no menor– por una ortodoxia basada en el dogma de la objetividad, en la presunta dicotomía entre opiniones (views) y noticias (news), así como en una congrua panoplia de géneros y modos expresivos: una retórica que se dice que es arretórica, en verdad.

      El campo periodístico descrito generó, además, un pasmosamente acrítico imaginario sobre sí mismo, aventado urbi et orbi y creído a pies juntillas no solo por los públicos legos, sino por sus oficiantes ufanos. En virtud de él, la prensa y el periodismo compondrían un “cuarto poder” épicamente llamado a vigilar los tres –ejecutivo, legislativo, judicial– postulados por Montesquieu; a expresar los designios de la fantasmal e idealizada “opinión pública”; y, por ende, a actuar como garante de la transparencia informativa, así como del cañamazo de libertades y deberes en que el estado de derecho se basa. Un poder equilibrador que lo sería gracias a su aptitud para obrar de manera objetiva, exhaustiva y ecuánime. “Los hechos son sagrados, las opiniones son libres: acuñado en el albor de la industria, el célebre axioma condensa una ideología que no solo da por descontada la humana capacidad de empalabrar sin más lo real –puesta en severo entredicho por la filosofía, de Humboldt en adelante–, sino la aptitud y la disposición de medios y periodistas para hacerlo de forma fehaciente. Según tan idílica visión, los media harían las veces de ventanas abiertas de par en par a la realidad, que esta atravesaría sin merma; o bien de espejos capaces de reflejarla en sus mínimos matices. Metáforas ambas muy acordes con el lema “Todas las noticias que vale la pena imprimir”, que aún hoy secunda la cabecera de The New York Times a guisa de exultante adagio.

      No obstante, semejante ortodoxia resulta ser una paladina falacia, por más éxito que haya cosechado. El periodismo en concreto y los medios en general conforman, no cabe duda, una de las instituciones cardinales de nuestro tiempo. Pero diversas tendencias y escuelas de pensamiento crítico han argüido con plena razón que no son, ni pueden ser, espejos o ventanas, sino persuasivos instrumentos de hegemonía. Que la objetividad tiende a ser un ritual legitimador y estratégico, más que una meta cumplida. Que los periodistas no integran una casta angélica, sino una profesión necesariamente uncida a opciones y perspectivas, algunas no siempre laudables. Y que, en buena medida, los llamados “hechos” son hechos o cuando menos fomentados por ellos: primero seleccionados u olvidados, y enfocados y construidos acto seguido.

      Sea como fuere, el periodismo ha ejercido y ejerce aún un papel insustituible, ya que de él dependen tres misiones complicadas que hoy se hallan en apuros: en primer lugar, la detección y selección de las situaciones y eventos relevantes, además de su juiciosa ponderación y puesta en contexto; después, la provisión de marcos y criterios capaces de interpretar su sentido; por fin, la generación de narrativas que otorguen inteligibilidad y orientación a un mundo cada vez más proclive a la opacidad y al desnorte. Muy críticas, precisamente, con las formas ortodoxas de tematizar y empalabrar sus asuntos, las tendencias neoperiodísticas de las décadas pasadas –con el segundo New Journalism de Capote, Wolfe y Mailer en cabeza– propusieron una renovación del campo periodístico basada en una triple sustitución: la del dogma de la objetividad por la ética de la ecuanimidad; la de la pleitesía al tinglado oficial de fuentes por la observación e indagación esmeradas; y la de la presunta diafanidad e inocencia del mal llamado estilo periodístico por una retórica artísticamente consciente y ambiciosa, deudora de la mejor tradición literaria.

      Pero tales innovaciones fueron pronto relegadas a la periferia del campo, y ahora el periodismo encara el desafío del ciberentorno con ostensible tribulación: se siente ayuno de claras ideas sobre las sendas y acciones a emprender; y, al tiempo, sabe que se avecina una apasionante, potencialmente fecunda y, en cualquier caso, radical muda de su cultura, complexión y narrativa, que corre riesgo de extravío si la reflexión y las decisiones adecuadas no asisten sus próximos pasos.