martes, 26 de noviembre de 2013

"LOS DERECHOS A DECIDIR"



(Artículo publicado el 22 de noviembre de 2013 en La Vanguardia por Lluís Duch y Albert Chillón)




      La sacralización de una causa cualquiera –la revolución proletaria, la apoteosis de una nación, el culto al crecimiento o el independentismo– suele implicar la desacralización de todas las demás, como en nuestro país viene ocurriendo con la sanidad, la educación, la pobreza o la exclusión, alevosamente postergadas por unas autoridades obcecadas por tapar sus vergüenzas y las ajenas.  Una vez sacralizada, la causa de marras es separada de los asuntos vulgares que integran el ámbito profano. Y convertida, al cabo, en dogma de fe que devalúa las demás urgencias y proyectos, indiscutible pre-juicio que –bien que ilusoriamente– funda un mundo-dado-por-garantizado inmune a la crítica, y un orden de prioridades inatacable.
            Semejante consagración ejerce abrumadores efectos sobre las mentalidades y las prácticas colectivas, ya que extiende la incuestionada creencia de que La Causa es por sí misma capaz de resolver los mayores retos que una sociedad enfrenta.  Así ocurrió con el “hombre nuevo” bolchevique o con el “destino manifiesto” yanqui. Y ocurre ahora con la exaltación de los mercados “racionales y libres”, o de la “independencia” de una sociedad heterogénea autoinvestida primero como “pueblo” y acto seguido como “nación soberana”. Es así como se escamotea la pluralidad y se imponen praxis y discursos de control:  sea al modo del totalitarismo clásico, como sucedió con las tiranías del siglo XX; sea al del seductor “totalismo” al que propenden los regímenes postmodernos, cuya hegemonía se basa en la mixtificación de la realidad y en la guía sutil de las mentes. Al enturbiar la conciencia de esa diversidad, La Causa propicia un maniqueísmo cuyo más visible fruto es la división de la colectividad en dos bandos, “ellos” y “nosotros”, y la conversión de los primeros en adversarios e incluso enemigos. Este fenómeno constituye la médula de las demagogias populistas, por lo común ornadas con masificadas efusiones de unánime fe, y revela cuán coimplicados se hallan lo religioso y lo político, así como la amenaza que todo absolutismo ejerce sobre la convivencia.
            La anterior reflexión esclarece varios estragos que afligen al país, sin cesar enturbiados por la algarabía imperante.  Tal es el caso del Rey, por ejemplo, desde el final del Franquismo devenido prejuicio sagrado de la Segunda Restauración borbónica hasta que diversos yerros y felonías han arruinado su aura. Y también, entre otros asuntos, del derecho a decidir y el independentismo, que pasa por ser la única utopía factible para una sociedad desnortada, cuyos poderes públicos y privados han hecho de los sectores más vulnerables paganos exclusivos del desfalco en curso. Por más que existan legítimas razones para apoyar tal derecho, de acuerdo con el radicalismo democrático que defendemos, nos parece objetable –y grave, por la ceguera que comporta– que tan deseable prerrogativa haya adquirido la condición sacralizada, exclusiva y “totalista” que acabamos de glosar. Porque no son las élites del dinero las que lo vindican, ni tampoco las machacadas clases subalternas, sino un aglomerado mesocrático que lo ha erigido en tótem y mantra inapelable, por lo visto convencido de integrar una comunidad homogénea llamada a consumar la “independencia” y “la libertad” –ese fulgente horizonte–, y no una sociedad heterogénea aherrojada por la interdependencia que la globalización promueve.
            Embriagado por tan sacra y adánica misión –y en apariencia fundido en circular sardana– el presunto “pueblo” soberano de su “nación” comete tres olvidos importantes, al menos. Primero, que no existen pueblos, ni naciones, ni identidades dadas de antemano, sino países tejidos por tradiciones distintas y a menudo contradictorias, cuyos miembros profesan identificaciones mudables y mezcladas. Después que tales países conforman hoy en día “sociedades abiertas” cuyos ciudadanos van siendo degradados en súbditos por un poder cada vez más impune y sofisticado, hiperdependientes de decisiones siempre ajenas y maniatados por muchas e inadvertidas mordazas.  Y por último, que el inmaculado “derecho a decidir” actúa como un espejismo si solo se aplica a la expedición de pasaportes, en vez de ser reclamado como una prerrogativa democrática radical, indispensable para que la ciudadanía decida acerca de los urgentes desafíos que arrostra. 

         Sumada a la depresión económica, la quiebra del sistema institucional ha llevado al país a un punto límite, que exige decisiones trascendentes tanto a las élites como al conjunto de la ciudadanía, y una altura de miras que el estamento político defrauda. El derecho a decidir debe ejercerse, desde luego, aunque extendiéndolo a frentes mucho más decisivos que las fronteras. Porque lo que está en juego es la organización económica y política de Cataluña, España y Europa; y la escandalosa corrupción y desigualdad; y la cínica corrupción del discurso público; y la poda del Estado del Bienestar y de la propia democracia. Todos esos desafíos deben ser sometidos a colectiva deliberación y decisión, en un proceso de regeneración democrática impulsado por una sociedad civil consciente de su íntima diversidad, y de la gravedad de esta encrucijada. Y dispuesta a ejercer los derechos y deberes que conlleva el decidir: una autodeterminación económica, política y social, y no solo patriótica.

"LA GLOBALIZACIÓN DE LA INDIFERENCIA"

(Artículo publicado el 2 de agosto de 2013 en La Vanguardia por Lluís Duch y Albert Chillón)



El establecimiento político y sus medios de conformación afines convierten en espectáculo cotidiano sus cambalaches y corrupciones, sus rencillas partidistas y éxtasis futboleros, amén de las idolatrías identitarias que Lluís Foix denomina El Tema, espejismo que exalta la decisión de una presunta comunidad homogénea cuando la heterogénea sociedad menos decide y cuenta. Y, mientras tan amenos entremeses colman el escenario, la obra principal sigue consumándose entre bastidores y dando la razón a Marx, mal que les pese a demasiados: el sistema económico, político, cultural y moral que llamamos “capitalismo” produce sistémica desigualdad, desempleo y pobreza; especula a costa de pobres y parados para bajar los salarios de quienes se desviven por conservar su empleo, es decir, para reducir su valor de cambio de mercancías; y aprovecha las crisis económicas que propicia, como ocurre con la colosal que sufrimos, para desmantelar las conquistas de las clases subalternas, amedrentadas mediante shocks alevosamente orquestados.
Además de imponer tan abrumador dominio, la égida neoliberal se ha adueñado del campo ideológico, hasta el punto de estigmatizar a los pobres y miserables que fomenta. Es la “demonización de la clase obrera” denunciada por Owen Jones en su libro Chavs, de subtítulo homónimo. Es, en suma, la apoteosis de una globalización darwinista que, según Robert Castel, degrada las garantías del empleo, víctimas de la feroz desregulación que está acabando con los acuerdos que atenuaban las diferencias sociales; acentúa el “individualismo negativo” y la hostilidad entre clases, colectivos y estamentos; y genera, por último, un expansivo contingente de “inútiles-normales”, sujetos que la ortodoxia tilda de marginales de imposible integración, una vez consolidan su desplome.
Hoy sabemos que la mutación en curso ha enriquecido a una minoría impune e inmune de la población, ha empobrecido notablemente al sector todavía superviviente de las clases medias y, sobre todo, ha desgajado de éstas a una vasta porción de ciudadanos que anteayer se soñaban prósperos, a lomos de la ficción financiera, y hoy se debaten entre la menesterosidad y la miseria.  La tasa de paro lleva camino de alcanzar al 28% de la población española, la capacidad de respuesta de los diversos sistemas de protección social está al límite, y el riesgo de caer en la pobreza acecha al 30% de los ciudadanos. Según la Cruz Roja, el 41% de ellos tiene deudas por impago del alquiler o la hipoteca, el 48% se halla en riesgo de perder su vivienda y, por si fuera poco, el 16% ni siquiera vive ya en la que fue “suya” y lo hace ahora con parientes o amigos, cuando no ocupando viviendas ajenas.  Tan amenazadora resulta semejante exclusión que las patronales acaban de pedir al Estado un ingreso mínimo garantizado que la mitigue, demanda que hasta la fecha sólo habían formulado partidos, sindicatos y entidades de izquierdas.
         Consciente de las calamidades que aquejan a los inmigrantes africanos que arriesgan –y a veces pierden– sus vidas con tal de alcanzar las costas de la isla de Lampedusa, el papa Francisco los visitó hace poco para mostrarles su solidaridad y lanzar una advertencia sobre la catástrofe humana que encarnan. “Hemos caído en la globalización de la indiferencia”, advirtió en su alocución, sin duda consciente de que esa lacra –que al cabo desemboca en la invisibilidad– es una de las mayores humillaciones que cualquier persona puede sufrir: no sólo la negación de su rostro, identidad y derechos, sino la de la humanidad entendida como fraternidad entre iguales.   

         Esa globalización de la indiferencia alimenta una atmósfera tóxica que hoy se respira en todos los ámbitos sociales, de la política a la religión, de la educación a la sanidad, de la economía a las costumbres. Y es una de las más alarmantes expresiones del proceso de mundialización, basado en la reducción de las diversas facetas que integran lo humano al economicismo crudo –no a la economía entendida como recto gobierno del hábitat de todos, naturaleza incluida.  “El hombre es un lobo para el hombre”: el célebre dictum de Hobbes campa por sus respetos, y apenas topa con traba alguna.  En nuestra época, los Estados y sus Gobiernos administran los intereses de la constelación transnacional de poder, cómplices de un sistema mundial que ya no cabe describir como totalitario, al viejo estilo, sino como totalista, porque tiende a subsumir la pluralidad humana en un patrón único de acción y discurso. Quebrado el espinazo de las izquierdas –cuyas desertada misión sobrevive en la loable labor que realizan las entidades integradas en el llamado Tercer Sector, ni que sea a duras penas–, los antaño pujantes movimientos sociales se han disuelto en un narcisismo de doble rostro: de un lado, el narcisismo individualista, humus del posmodernismo; y de otro, un narcisismo identitario basado en la exaltación de las diferencias menudas, al decir de un Freud consternado por la implosiva fragmentación de Europa. Metódicamente generada por el desaforado capitalismo, la nueva pobreza resume la quiebra económica, política y moral en curso. Y permite advertir, a tenor de las respuestas y silencios que suscita, cuál es la índole de las disputas –y de El Tema– que hoy electrizan a las multidudes y a sus portavoces.