Lluís Duch
Albert Chillón
Lo apuntamos en anteriores artículos, y ahora toca afirmarlo sin rodeos: ha pasado a peor vida la sociedad del riesgo que en los años noventa bautizó Ulrich Beck, sucedida en apenas un lustro por una sociedad del miedo que cunde por doquier. Buena parte de la ciudadanía de a pie tiene miedo, en efecto: miedo del presente, ya que se siente cercada por multitud de asechanzas y mermas; y miedo del futuro, porque el final de esta crisis global y epocal no se atisba, y la gente soporta un torturante goteo de malas nuevas, paralizante porque se anuncia sine die. El resultado es desalentador, dado que al trance que sufrimos se añade una clima de desorientación y fatalismo de la que también son responsables, en no poca medida, unas izquierdas que han ido vaciándose de su mejor tradición a sí mismas.
Históricamente, las plurales izquierdas han constituido un frente de disidencia y cambio, capital para la democracia. Y su actual vaciamiento obedece a tres razones primordiales. La primera es que el derrumbe del sovietismo precipitó el arrumbamiento de la utopía socialista y de cualquier horizonte alternativo, alevosamente instado por los poderes celestiales y mundanos. La segunda, que las izquierdas no han atinado a encarar, hasta la fecha, la planetaria metamorfosis que la globalización impone. Y la tercera, que el solar dejado por la caída de su relato emancipador ha sido ocupado por la doctrina única neocon que hoy impera. Tanto es así que las huestes progresistas han perdido buena parte de su aptitud para inspirar vías de crítica y reforma, del todo incapaces de plantear una alternativa de alcance global al orden vigente, y apenas capaces de promover remedios que atenúen su feroz deriva. Prueba elocuente de ello es que su mismo lenguaje ha asumido el léxico y la fraseología que el monodiscurso dominante ha tornado común, natural y obvio: en un grado sin duda excesivo, quienes deberían promover la transformación humanista y humanizadora de la sociedad existente –inspirándose, en parte, en sus raíces cristianas– hablan y piensan mediante el idioma del neoconservadurismo reaccionario.
Puede decirse, así las cosas, que esa constelación de partidos, sindicatos, colectivos y movimientos sociales que la metáfora ‘izquierda’ engloba ha perdido los papeles, y entre ellos las cartografías que durante los dos últimos siglos le permitieron cuestionar el status quo capitalista y fomentar su palpable reforma y mejora, encarnada en el Estado-providencia resultante del compromiso histórico entre las clases dominantes y las subalternas. Atemperado por el juego entre la socialdemocracia y las derechas civilizadas –apenas una porción de ellas, no se olvide–, a ese capitalismo de rostro y modos relativamente amables le ha sucedido al galope, no obstante, otro de corte desfachatado, salvaje y cínico, que en estos años está arruinando el acervo de conquistas sociales, arrodillando a la sociedad civil y, en suma, consumando sin relevante oposición sus pulsiones deshumanizadoras, nunca abandonadas de hecho.
Para sorpresa de propios y aun de extraños, no son las derechas quienes están siendo castigadas por la quiebra que arrostramos, a pesar de la responsabilidad enorme que cumple achacarles. Son las izquierdas –y ante todo la socialdemocracia– quienes están pagando los platos rotos, anonadadas y desnortadas hasta el punto de mostrarse incapaces de proponer políticas alternativas de auténtico alcance y fuste, e incluso de vindicar los aspectos más valiosos de su legado. Más archipiélago de islotes –verdes, colorados, rosas o violetas– que continente ideológico como antaño, la izquierda residual lleva demasiado tiempo comportándose con ovina inanidad, mucho más dedicada a veleidades éticas y estéticas que a idear y ejercer políticas de fondo.
Además de grave en términos económicos y sociales, la muda en curso es espiritualmente ominosa, porque la falta de un horizonte alternativo angosta las praxis y las conciencias. Urge armar un pensamiento de izquierdas capaz de desvelar las falacias que la ideología única alienta, y de denunciar con clara y alta voz que este neocapitalismo sin riendas esquilma a las clases medias y subalternas en aras de las pudientes. Que desregula beneficios y finanzas al tiempo que hiperegula las vidas, cada vez más precarias. Que convierte al ciudadano en súbdito que se ignora, simple mónada consumidora, insolidaria y competitiva. Que está sustituyendo los viejos totalitarismos policiales por un totalismo biopolítico de nueva planta, mucho más sutil, suasorio e invasivo. Que los gobiernos –también los nuestros– podrían y deberían desenmascarar las fuentes del presente estado del malestar, en vez de actuar como comités de gestión que ajustan las tuercas a los más en provecho de los menos.
Sacudido y mutado por la globalización, Occidente precisa que las plurales izquierdas renueven sus pertrechos ideológicos, políticos y morales al hilo de los nuevos tiempos, de acuerdo con su herencia humanista. No para desempolvar sus viejos catecismos sin enmienda, ni para acatar la panideología que hoy cunde, sino a fin de impulsar esa tensión entre lo existente y lo posible sin la que no hay progreso ni democracia que valgan. Ya que, como sostenía Ernst Bloch, toda auténtica realidad es precedida por un sueño.
Tal vez una de las cosas más inteligentes que he leído desde hace tiempo. Tan solo queda volver a leer “La hegemonía” de A. Gramsci …
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