LA DESHUMANIZACIÓN DE LA UNIVERSIDAD
Cada cinco años más o menos, con
exasperante cadencia, los gobiernos de turno cambian la legislación que regula
las instituciones educativas. Ahora
mismo, como es sabido, se cierne sobre la Universidad el sistema 3+2 en lugar
del 4+1, vigente desde que hace un lustro escaso empezó a implantarse la
infausta directiva de Bolonia. Al mirar atrás, los docentes veteranos no
acertamos a inventariar las demasiadas reformas que se han sucedido desde 1978,
aunque sí a percibir sus perjuicios. Y muchos concluimos que cada una de ellas,
lejos de resolver los defectos y carencias de la institución, ha ido agravando
su decadencia, por más que las consignas de excelencia que sus gestores
propagan traigan nuevos daños y cegueras. A este respecto se queda corto el conocido
adagio que Lampedusa consagró en el El
Gatopardo: no se trata ya de que
todo cambie para permanecer, sino para empeorar sin freno.
La quiebra epocal que se manifestó
en 2008 no ha hecho sino catolizar ––y justificar con persuasiva coartada–– una
deriva incubada mucho antes, cuando menos en los en apariencia prósperos años
noventa. A la sazón, como el lector recordará, las universidades autóctonas
aumentaban a matacaballo sus sedes, titulaciones, plantillas y estudiantado, en
una espiral consonante con la que vivía el país y un Occidente que parecían
haber alcanzado un presente de seguridad y bienestar garantizados, hasta el
punto de trocar las modernas utopías de futuro en pintorescas antiguallas. Soñada por casi todo dios con los ojos
abiertos, la ilusión consistía en dar por descontado que la caída del
sovietismo, sumada a la irresistible pujanza del neocapitalismo financiero a
lomos de la tecnología digital, habría jubilado los añejos utopismos a fuerza
de consumar sus metas.
Entonces llegó la apoteosis de la
apariencia: la historia y la lucha de clases habrían concluido; el capitalismo
global sería el mejor ––y el único–– de los mundos posibles; y la sociedad
entera, en consecuencia, se habría tornado tan transparente y obvia como
irrelevante el empeño de pensar. ¿A santo de qué seguir abrevando en las
fuentes y tradiciones de la cultura para cultivar la reflexión y alumbrar,
mediante la interpretación y la crítica, los oscuros bastidores del gran teatro
del mundo? ¿Para qué educar la capacidad de empalabrar, imaginar y dudar de los
ciudadanos? ¿A qué fomentar su comprensión de la experiencia humana pasada,
presente y futura si solo había ––era un suponer–– una realidad totalista e inalterable en sustancia, a
la que no cabría oponer alternativa?
Fue así, obnubilados los poderosos y
buena parte del personal por la nueva fe ultraliberal, como las humanidades y
los saberes críticos fueron condenados a galeras. Y así como el grueso del sistema educativo
fue tácita o abiertamente instado a sacrificar sus más altos fines pedagógicos
en aras de una instrucción embrutecedora, empeñada en reemplazar la cultura ––el
cultivo de lo humano–– por el aleccionamiento; la capacidad creativa de pensar y
hacer, por ramplonas competencias y habilidades; la formación de ciudadanos
dotados de criterio y libre albedrío por el amaestramiento de súbditos
ignorantes; el kantiano “Atrévete a saber”, en suma, por ese tramposo “Atrévete
a emprender” que resume la cínica ideología imperante.
La sibilina absorción de todas las
facetas del vivir por el capitalismo totalista
está arrebatando a la Universidad, y al entero sistema educativo, sus más
valiosos procederes y metas; degradación sistémicamente alimentada por la
burocracia, desde luego, pero también por muchos de sus integrantes ––alumnos,
docentes y autoridades––, sea por pacer en la inopia, sea por complicidad
negligente o activa. Antaño restringida a la esfera empresarial y financiera,
la jerga tecnocrática se ha adueñado ya del habla de la mayoría de ellos,
obcecados en cumplir objetivos cuantificables en detrimento del incuantificable
aunque cualificado sentido que deberían prestar a la praxis pedagógica.
Usuarios de un tinglado cada vez más elitista e inasequible, una porción
creciente de estudiantes se comportan como clientes matriculados, mientras
incontables profesores dejan de profesar en beneficio de la instrucción burda.
Obsesionados por descollar en los escalafones internacionales, los responsables
universitarios fomentan la investigación administrada subordinada a la
industria y al mercado, en menoscabo de la que deberían poner al servicio de la
sociedad misma. A mayor gloria de la “transferencia de conocimiento” a las
empresas, la misma docencia es rebajada a la condición de labor secundaria,
como si el vínculo pedagógico con los discentes ––dialogante, elocuente y
presencial–– no constituyese, de hecho, la transmisión de saber más
indispensable. Y una institución crucial, secularmente distinguida por la
humanizadora integración de saberes (uni-versidad)
y por el cultivo de la virtud cívica, se degrada en poli-versidad disgregadora, donde la barbarie de la especialización
hace su agosto y la deshumanización agosta a los ciudadanos.
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