Esta mañana temprano, justo al despertar, la radio ha informado de la muerte de Classius Clay, alias 'Muhammad Ali', triple campeón de los pesos pesados durante los años 60 y 70 que fue para varias generaciones –para la mía, desde luego, pero también para la de mis mayores y para las siguientes– mucho más que un deportista legendario. Más allá de sus deslumbrantes gestas dentro del cuadrilátero, Clay/Ali fue, de hecho, un icono político y social en plena eclosión de la 'aldea global'. Un encantador y lenguaraz rebelde contra la tiranía W.A.S.P. (White-Anglosaxon-Protestant) que pagó muy cara su oposición al 'stablishment'. Y un auténtico arquetipo posmoderno, en suma, heredero de la astucia de David y Ulises, del valor de Teseo y Aquiles y de la dignidad civil de Malcom X, Martin Luther King, Rosa Parks y Antígona.
Somos muchos, sospecho, los que necesitaremos algunos días más para digerir su desaparición, que en mi caso personal se añade a otras despedidas arduas. Alí/Clay fue, sin duda alguna, el mayor héroe de mi niñez y mi adolescencia, a tal punto que hace algunos años le dediqué unas páginas de mi novela "El horizonte ayer". Transcribo algunos de sus pasajes, a modo de provisional homenaje. Hasta siempre, Cassius.
"Pero sobre todo recuerdo a Cassius
Clay, al Loco de Louisville poniendo
de rodillas al patibulario Sonny Liston en una velada imborrable: Cassius, que
era negro aunque no mísero, negro aunque no obediente y manso, negro aunque en
modo alguno súbdito-ejemplar-y-políticamente-correcto dispuesto a ser rentable
mono de feria de los blancos protestantes y anglos. Rebelde Cassius, retador y
fachendoso, comprometido cofrade de Malcolm X convertido al poco en el temible Muhammad Alí que con donaires de
Nijinski que repartía estopa a propios y a extraños:
“Float like a
butterfly, sting like a bee”
Alí, cuya virtuosa esgrima modulaba
la fuerza, el ritmo, el ángulo preciso de los puñetazos: jabs, crochets, uppercuts.
Que grácil y gallardo al tiempo, esquivando zurriagazos y embestidas, se
cimbreaba en redor de los gañanes que los promotores le echaban encima. Alí,
cuya piel de avellana fulguraba destellos de nácar sobre la lona, cuyos blancos
botines Everlast dibujaban un claqué de alas inaudito en torno a los infelices
que se atrevían a encararlo. Alí, que entretanto escrutaba al rival como si no
acabara de asumir la brega, aplazando con astucia felina la pena sumaria.
Las cadenas de medio mundo exigían
carnaza para sus audiencias, así que el zorro de Cassius, durante el tanteo del
primer asalto, alentaba la esperanza inútil del iluso adversario. Hasta que su
paciencia se agotaba, y cada sapo a su pozo y se acabó el chalaneo, y a su
irónico semblante de rey mandinga afloraba la epifanía final, el esperado rapto
de vesania que anunciaba la Verdad suprema.
Sin duda hacía falta ser lo que
sólo él podía, y susurrar bravatas al oído del oponente para comerle la moral:
–¿Es todo lo que sabes hacer, señorita?
según le maceraba mentón, plexo y
costados con fulgurantes aguijones que ralentizaban cámaras y objetivos:
–¿Todo lo fuerte que puedes pegar, mademoiselle?
Era preciso ser lo que sólo él
podía para ponerlos bailando a caldo ––y sonriendo a caer de un burro–– ante
los flases y micrófonos de este lado del Telón de Acero, también para retar a
próceres y generales grávidos de charreteras fuera del cuadrilátero:
–A mí no me han hecho nada esos vietcong
Por no mentar la hazaña de atraer
multitudes ante el fuego fatuo que irradiaba las salitas. Cada vez que los locutores anunciaban que
disputaría el título en Houston, Kinshasa o Manila, los chavales de todos los
suburbios de Occidente festejábamos de antemano su victoria segura. Apenas importaba que el relamido Floyd
Patterson poseyese bueños puños y técnica depurada, pongamos por caso: nuestro
idolatrado bocazas le endosaría una somanta de alivio, antes incluso de que el
respetable se aflojase el nudo de la corbata y prendiese displicente el Cohiba.
Y así en lo sucesivo: en cuanto el repique del gong acallase el bramido del
Garden, Alí daría para el pelo a Ernie Terrell, Henry Cooper, Oscar Ringo
Bonavena, Jerry Quarry y Ken Norton, aquella aguerrida leva de comparsas que
osaron salirle al paso.
Ni siquiera iban a doblegar el
genio díscolo de Cassius los gerifaltes que le arrebataron el título de campeón
por negarse a combatir en Vietnam. Su aura heroica se disparó hasta la
estratosfera el día que le retiraron la licencia, de pronto devenido en épico
heredero de Teseo y Ulises ––también de Antígona y David–– dispuesto a
sacrificar su vanagloria deportiva con tal de poner en jaque al Pentágono.
Cassius o más bien Muhammad, que
fue apartado del circuito y metido entre rejas un lustro: arruinado,
estigmatizado, condenado en vano a arrostrar la infamia por la misma América
WASP que había domesticado a Joe Louis y humillado en balde a Jack Johnson.
Clay o más bien Alí, a quien cuatro
años después, a su vuelta al ring, arrojaron al redil del búfalo Frazier antes
de condenarlo a muerte segura ante Foreman, el minotauro; él, que no era ya
aquel atleta exultante de los primeros sesenta a la sazón, sino un treintañero
bregado cuyo rostro traslucía cierta irreparable lucidez, una sutil zozobra.”