(Artículo publicado el 22 de noviembre de 2013 en La Vanguardia por Lluís Duch y Albert Chillón)
La sacralización
de una causa cualquiera –la revolución proletaria, la apoteosis de una nación,
el culto al crecimiento o el independentismo– suele implicar la desacralización
de todas las demás, como en nuestro país viene ocurriendo con la sanidad, la
educación, la pobreza o la exclusión, alevosamente postergadas por unas
autoridades obcecadas por tapar sus vergüenzas y las ajenas. Una vez sacralizada, la causa de marras es
separada de los asuntos vulgares que integran el ámbito profano. Y convertida,
al cabo, en dogma de fe que devalúa las demás urgencias y proyectos,
indiscutible pre-juicio que –bien que ilusoriamente– funda un mundo-dado-por-garantizado
inmune a la crítica, y un orden de prioridades inatacable.
Semejante consagración ejerce
abrumadores efectos sobre las mentalidades y las prácticas colectivas, ya que
extiende la incuestionada creencia de que La Causa es por sí misma capaz de resolver
los mayores retos que una sociedad enfrenta. Así ocurrió con el “hombre nuevo” bolchevique
o con el “destino manifiesto” yanqui. Y ocurre ahora con la exaltación de los
mercados “racionales y libres”, o de la “independencia” de una sociedad
heterogénea autoinvestida primero como “pueblo” y acto seguido como “nación
soberana”. Es así como se escamotea la pluralidad y se imponen praxis y
discursos de control: sea al modo del
totalitarismo clásico, como sucedió con las tiranías del siglo XX; sea al del
seductor “totalismo” al que propenden los regímenes postmodernos, cuya
hegemonía se basa en la mixtificación de la realidad y en la guía sutil de las
mentes. Al enturbiar la conciencia de esa diversidad, La Causa propicia un
maniqueísmo cuyo más visible fruto es la división de la colectividad en dos
bandos, “ellos” y “nosotros”, y la conversión de los primeros en adversarios e
incluso enemigos. Este fenómeno constituye la médula de las demagogias
populistas, por lo común ornadas con masificadas efusiones de unánime fe, y
revela cuán coimplicados se hallan lo religioso y lo político, así como la
amenaza que todo absolutismo ejerce sobre la convivencia.
La anterior reflexión esclarece
varios estragos que afligen al país, sin cesar enturbiados por la algarabía
imperante. Tal es el caso del Rey, por
ejemplo, desde el final del Franquismo devenido prejuicio sagrado de la Segunda
Restauración borbónica hasta que diversos yerros y felonías han arruinado su
aura. Y también, entre otros asuntos, del derecho a decidir y el
independentismo, que pasa por ser la única utopía factible para una sociedad
desnortada, cuyos poderes públicos y privados han hecho de los sectores más
vulnerables paganos exclusivos del desfalco en curso. Por más que existan
legítimas razones para apoyar tal derecho, de acuerdo con el radicalismo
democrático que defendemos, nos parece objetable –y grave, por la ceguera que
comporta– que tan deseable prerrogativa haya adquirido la condición sacralizada,
exclusiva y “totalista” que acabamos de glosar. Porque no son las élites del
dinero las que lo vindican, ni tampoco las machacadas clases subalternas, sino
un aglomerado mesocrático que lo ha erigido en tótem y mantra inapelable, por
lo visto convencido de integrar una comunidad homogénea llamada a consumar la
“independencia” y “la libertad” –ese fulgente horizonte–, y no una sociedad
heterogénea aherrojada por la interdependencia que la globalización promueve.
Embriagado por tan sacra y adánica
misión –y en apariencia fundido en circular sardana– el presunto “pueblo”
soberano de su “nación” comete tres olvidos importantes, al menos. Primero, que
no existen pueblos, ni naciones, ni identidades dadas de antemano, sino países
tejidos por tradiciones distintas y a menudo contradictorias, cuyos miembros
profesan identificaciones mudables y mezcladas. Después que tales países
conforman hoy en día “sociedades abiertas” cuyos ciudadanos van siendo
degradados en súbditos por un poder cada vez más impune y sofisticado,
hiperdependientes de decisiones siempre ajenas y maniatados por muchas e
inadvertidas mordazas. Y por último, que
el inmaculado “derecho a decidir” actúa como un espejismo si solo se aplica a
la expedición de pasaportes, en vez de ser reclamado como una prerrogativa
democrática radical, indispensable para que la ciudadanía decida acerca de los urgentes
desafíos que arrostra.
Sumada a la depresión económica, la
quiebra del sistema institucional ha llevado al país a un punto límite, que
exige decisiones trascendentes tanto a las élites como al conjunto de la
ciudadanía, y una altura de miras que el estamento político defrauda. El
derecho a decidir debe ejercerse, desde luego, aunque extendiéndolo a frentes
mucho más decisivos que las fronteras. Porque lo que está en juego es la
organización económica y política de Cataluña, España y Europa; y la
escandalosa corrupción y desigualdad; y la cínica corrupción del discurso
público; y la poda del Estado del Bienestar y de la propia democracia. Todos
esos desafíos deben ser sometidos a colectiva deliberación y decisión, en un
proceso de regeneración democrática impulsado por una sociedad civil consciente
de su íntima diversidad, y de la gravedad de esta encrucijada. Y dispuesta a
ejercer los derechos y deberes que conlleva el decidir: una autodeterminación
económica, política y social, y no solo patriótica.
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