El establecimiento político y sus medios de conformación
afines convierten en espectáculo cotidiano sus cambalaches y corrupciones, sus
rencillas partidistas y éxtasis futboleros, amén de las idolatrías identitarias
que Lluís Foix denomina El Tema, espejismo que exalta la decisión de una
presunta comunidad homogénea cuando la heterogénea sociedad menos decide y
cuenta. Y, mientras tan amenos entremeses colman el escenario, la obra
principal sigue consumándose entre bastidores y dando la razón a Marx, mal que
les pese a demasiados: el sistema económico, político, cultural y moral que
llamamos “capitalismo” produce sistémica desigualdad, desempleo y pobreza;
especula a costa de pobres y parados para bajar los salarios de quienes se
desviven por conservar su empleo, es decir, para reducir su valor de cambio de
mercancías; y aprovecha las crisis económicas que propicia, como ocurre con la
colosal que sufrimos, para desmantelar las conquistas de las clases
subalternas, amedrentadas mediante shocks
alevosamente orquestados.
Además de
imponer tan abrumador dominio, la égida neoliberal se ha adueñado del campo
ideológico, hasta el punto de estigmatizar a los pobres y miserables que
fomenta. Es la “demonización de la clase obrera” denunciada por Owen Jones en
su libro Chavs, de subtítulo
homónimo. Es, en suma, la apoteosis de una globalización darwinista que, según
Robert Castel, degrada las garantías del empleo, víctimas de la feroz
desregulación que está acabando con los acuerdos que atenuaban las diferencias
sociales; acentúa el “individualismo negativo” y la hostilidad entre clases,
colectivos y estamentos; y genera, por último, un expansivo contingente de
“inútiles-normales”, sujetos que la ortodoxia tilda de marginales de imposible
integración, una vez consolidan su desplome.
Hoy sabemos que
la mutación en curso ha enriquecido a una minoría impune e inmune de la
población, ha empobrecido notablemente al sector todavía superviviente de las
clases medias y, sobre todo, ha desgajado de éstas a una vasta porción de ciudadanos
que anteayer se soñaban prósperos, a lomos de la ficción financiera, y hoy se
debaten entre la menesterosidad y la miseria.
La tasa de paro lleva camino de alcanzar al 28% de la población
española, la capacidad de respuesta de los diversos sistemas de protección
social está al límite, y el riesgo de caer en la pobreza acecha al 30% de los
ciudadanos. Según la Cruz Roja, el 41% de ellos tiene deudas por impago del
alquiler o la hipoteca, el 48% se halla en riesgo de perder su vivienda y, por
si fuera poco, el 16% ni siquiera vive ya en la que fue “suya” y lo hace ahora
con parientes o amigos, cuando no ocupando viviendas ajenas. Tan amenazadora resulta semejante exclusión que
las patronales acaban de pedir al Estado un ingreso mínimo garantizado que la
mitigue, demanda que hasta la fecha sólo habían formulado partidos, sindicatos
y entidades de izquierdas.
Consciente de las calamidades que
aquejan a los inmigrantes africanos que arriesgan –y a veces pierden– sus
vidas con tal de alcanzar las costas de la isla de Lampedusa, el papa Francisco
los visitó hace poco para mostrarles su solidaridad y lanzar una advertencia sobre
la catástrofe humana que encarnan. “Hemos caído en la globalización de la
indiferencia”, advirtió en su alocución, sin duda consciente de que esa lacra –que
al cabo desemboca en la invisibilidad– es una de las mayores humillaciones que cualquier
persona puede sufrir: no sólo la negación de su rostro, identidad y derechos,
sino la de la humanidad entendida como fraternidad entre iguales.
Esa globalización de la indiferencia
alimenta una atmósfera tóxica que hoy se respira en todos los ámbitos sociales,
de la política a la religión, de la educación a la sanidad, de la economía a
las costumbres. Y es una de las más alarmantes expresiones del proceso de mundialización,
basado en la reducción de las diversas facetas que integran lo humano al
economicismo crudo –no a la economía entendida como recto gobierno del hábitat
de todos, naturaleza incluida. “El
hombre es un lobo para el hombre”: el célebre dictum de Hobbes campa por sus
respetos, y apenas topa con traba alguna.
En nuestra época, los Estados y sus Gobiernos administran los intereses
de la constelación transnacional de poder, cómplices de un sistema mundial que
ya no cabe describir como totalitario, al viejo estilo, sino como totalista,
porque tiende a subsumir la pluralidad humana en un patrón único de acción y
discurso. Quebrado el espinazo de las izquierdas –cuyas desertada misión
sobrevive en la loable labor que realizan las entidades integradas en el
llamado Tercer Sector, ni que sea a duras penas–, los antaño pujantes
movimientos sociales se han disuelto en un narcisismo de doble rostro: de un
lado, el narcisismo individualista, humus del posmodernismo; y de otro, un
narcisismo identitario basado en la exaltación de las diferencias menudas, al
decir de un Freud consternado por la implosiva fragmentación de Europa.
Metódicamente generada por el desaforado capitalismo, la nueva pobreza resume
la quiebra económica, política y moral en curso. Y permite advertir, a tenor de
las respuestas y silencios que suscita, cuál es la índole de las disputas –y de
El Tema– que hoy electrizan a las multidudes y a sus portavoces.
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