CARTA ABIERTA Nº 1: DE ALBERT CHILLÓN A LLUÍS DUCH.
(Lluís Duch y yo inauguramos en nuestro blog ARETÉ, y publicamos a través de Facebook, unas "Cartas abiertas" a quien quiera leerlas, correspondencia –que esta primera carta inaugura– en la que a partir de hoy mismo intentaremos reflexionar en voz alta sobre la gran mutación que nuestra sociedad experimenta. Además de económica, social y política, la presente crisis tiene una dimensión ideológica y moral, cultural y espiritual. Los apenas visibles y casi siempre impunes centros de poder que están beneficiándose de esta quiebra general tienen vivo interés en que los llamados medios de comunicación y de información incomuniquen y desinformen, la mayoría de ellos empeñados en construir un pensamiento único que a duras penas deja resquicios para la crítica, la disensión y el pensamiento libre. Desde nuestra propia desorientación y modestia, nos parece imprescindible contribuir a avivar un debate crítico que no encuentra adecuado abrigo en los mass media dominantes, aunque sean muchas las voces disidentes que hoy se valen de la red para expresarse y para intercanviar puntos de vista. Es indispensable deconstruir el imaginario dominante, y todos podemos aportar ideas al respecto. Estas son las nuestras, gradualmente escanciadas. Gracias por tomaros el tiempo de leerlas, si os apeteces, y gracias por vuestras posibles respuestas.)
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Bellaterra, 14 de noviembre de 2012
Estimado Lluís,
Te escribo en una hermosa mañana de un otoño, sólo
incipiente todavía, que anteayer irrumpió con viento y esta mañana con terca y
bendita lluvia. A través de los cristales se divisan los bosques empapados de
agua, por fin, después de un sofocante verano que ha sido
insólitamente calusoso y seco, y traído consigo una serie de acontecimientos
preocupantes. Hace más de un año que
iniciamos esta correspondencia epistolar, y bastante más tiempo que empezamos
nuestra colaboración, que se ha ido sustanciando, además de
en los frecuentes diálogos, en forma de artículos periodísticos y de algunos
libros que ya hemos dado la imprenta. Desde entonces –hablo de tres o cuatro
años–, la llamada "crisis" no ha hecho sino agravarse, y ha mostrado a
las claras que no es un trance cíclico del capitalismo, tal como algunos
pretenden, sino más bien una quiebra del sistema de vida vigente en Europa
durante el ultimo medio siglo; un empobrecimiento de las clases medias y menesterosas;
y, en fin, un ominoso desmantelamiento del statu quo afanosamente construido
tras la Segunda Guerra Mundial. Gracias a la muy rentable coartada de la crisis, el Estado del Bienestar está siendo podado por los sectores que dominan
la economía, la política, la cultura y la comunicación de Occidente, al amparo
de una ideología hiperconservadora maquillada de liberalismo que ha ocupado en
buena medida la totalidad del espectro ideológico.
Hemos convenido en ello en numerosas
ocasiones, con las
necesarias diferencias de énfasis y matiz: una de las facetas más preocupantes de la presente debacle es el
patente desarme de la sociedad civil ante los poderes terrenales y espirituales
que entre bambalinas gobiernan el mundo. Digo "entre bambalinas" porque
no son los gobiernos y las instituciones democráticamente elegidas los que de
veras dictan los destinos públicos, sino los poderes fácticos que desde la
sombra –impunemente, de una manera apenas localizable y casi invisible– están
poniendo contra las cuerdas los derechos, las libertades y las laboriosas
conquistas de la sociedad civil. Y
arruinando el esfuerzo de los muchos ciudadanos de muy varia condición que
arduamente, durante muchas décadas, han ido ensanchando los márgenes de la
convivencia, de la pluralidad y de la vida democrática.
Escribes en tu
última carta, con plena razón, que debemos luchar –superando el desconcierto y
el desanimo si hace falta– contra esos medios de producción del discurso
público que alientan el pensamiento de regulación ortodoxa, como denunciaba
Deconchy hace años. La hora que vivimos
es oscura para la sociedad en general y, desde luego, también para quienes
cultivamos menesteres relacionados con la docencia y la reflexión. Fallan los
mapas de navegación que durante muchas décadas, en el apogeo de la modernidad,
parecían procurar poco menos que segura orientación a los ciudadanos, y también
a quienes se encargaban de velar por la educación y guía de sus semejantes. Y,
lamentablemente, en el lugar de esos procederes y discursos de talante crítico
e incluso alternativo se alza hoy un pseudopensar, travestido de democracia y
corrección, que tiene por virtud principal la de oscurecer la comprensión de
los asuntos privados y públicos.
La labor mistificadora de ese pseudopensar se
advierte señaladamente en la degradación del lenguaje que por doquier cunde,
plasmada, por ejemplo, en el uso profuso de eufemismos que tienden a disfrazar
la gravedad de las situaciones y problemas que falazmente empalabran. El
resultado de todo ello es que, en una época en la que urge articular una
reflexión y una deliberación crítica que permita desvelar los engaños y las
tergiversaciones, buena parte de la ciudadanía se halla desarmada para nombrar –esto es, comprender– no sólo la situación general que vivimos, sino su misma
situación en el contexto cotidiano. Vivimos, como con tino señalas, una época
de retroceso, de reversión de las conquistas culturales y sociales que hasta
hace pocos años nos parecían garantizadas. Se quiebra lo que dábamos por
seguro; se fractura la confianza de la ciudadanía en las instituciones,
servicios y derechos que se tenían por garantizados; y cunde por todas partes
una sensación de desconcierto y temor, hasta de angustia ante la vertiginosa
transformación que nuestras sociedades están experimentando. La presente
quiebra nos enseña, así mismo, que el mito del progreso tiende a engañarnos con
su fulgor: porque el progreso no sigue un movimiento de avance necesario, y
porque siempre está amenazado por la posibilidad del retroceso -y hasta del
regreso- a escenarios sociales que ingenuamente dábamos por superados.
Te agradezco
mucho también, querido Luis, tu gesto de ofrecerme aliento en la
presente situación, porque debo reconocer, como te he dicho varias veces en
persona, que tanto el signo como el curso que están tomando los acontecimientos
en nuestro país me llena de consternación y me hace sentir
"descolocado" demasiado a menudo. Creo que ese precio, el de la
descolocación, es el que debemos afrontar y pagar las personas que procuramos
no comulgar con la ruedas de molino que la ortodoxia dominante ofrece, ni
tampoco con las presuntas alternativas que con demasiado griterío y polvareda
también proliferan. Me refiero, en concreto, a la muy preocupante situación que
vive nuestro país en los últimos meses, no sólo por el quebranto económico que
sufren demasiados ciudadanos, sino por el deterioro del sistema político e
institucional que, desde el final de la dictadura franquista, ha deparado a
Cataluña y España la que probablemente sea la mejor época de su convulsa
historia.
Como te comuniqué el otro día en persona, en el curso de nuestra
cena, me parece de todo punto indispensable que los ciudadanos que no
comulgamos con los dos maximalismos en colisión –ni con el españolismo
unitarista, por un lado, ni con el independentismo unanimista, por otro– nos
atrevamos a pronunciarnos públicamente al respecto, pagando el precio de
resultar heterodoxos respecto de ambas ortodoxias. Durante las últimas década –convencidos por aquilatadas razones, y también por motivos sentimentales–, de
que era imprescindible arrimar el hombro para fortalecer lo que la dictadura
franquista había minuciosamente destruido, muchos ciudadanos de Cataluña que
nos sentimos –y nos queremos– catalanes y españoles a la vez hemos renunciado a
articular una voz propia, difenciada de la ortodoxia pujolista que durante los
ultimos treinta años ha sido hegemónica en Cataluña, buena parte de la llamada
izquierda incluida. Todo, por supuesto, con tal de favorecer la reconstrucción
del patrimonio de instituciones, derechos y libertades que la sociedad catalana
conquistó durante la II República, y fue vesánicamente arruinado por la tiranía
fascista. Cataluña es, afortunadamente, un país diverso y plural, integrado por
personas de muy varia procedencia, sensibilidad y adescripción. Y somos
bastantes los ciudadanos de bien que honestamente pensamos que, con todas sus
sombras y carencias, la España democrática ha facilitado un marco de
convivencia lo bastante plural y saludable para que todas las diversidades que
en ella coexisten, incluida por supuesto
la catalana, hallen suficiente acomodo.
Como ciudadano que se siente y se quiere catalán y español a la vez,
lamento con la razón y con el corazón que los numerosos lazos no sólo
administrativos, económicos y políticos, sino también culturales y
sentimentales que vinculan a España y Cataluña se estén deteriorando a ojos
vista, un deterioro que cabe achacar a la demagogia y al populismo que una
porción mayoritaria de las élites políticas "españolas" y "catalanas" ejercen, y a la polarización de las
posiciones que interesadamente fomentan los sectores más maximalistas de uno y
otro lado.
Sabes mejor que yo que nada tiene que ver el maximalismo con la
radicalidad. Hoy, como es notorio, cunden los maximalismos de todo signo, es
decir, las interesadas simplificaciones y tergiversaciones de una complejidad
social que a menudo da miedo encarar y asumir. Es muy fácil dejarse llevar por
la pereza del maximalismo –de los lugares comunes y los clichés, de los tópicos
y los prejuicios– y muy difícil ser radical, porque para serlo es preciso
avivar el seso y poner en entredicho las ideas y las creencias recibidas. El
maximalismo sólo requiere dejarse llevar por la pendiente de la sinrazón; la
radicalidad, en cambio, requiere esfuerzo de reflexión, de pregunta y de duda.
Ser radical quiere decir ir a la raíz de los problemas, a fin de reconocerla y
de arbitrar medidas sanadoras, acciones rehabilitadoras que tengan siempre por
objetivo velar por la plural convivencia. Estoy convencido, como tú lo estás,
de que cualquier sociedad abierta y moderna –y tanto la catalana como la
española sin duda lo son– debe edificarse sobre la premisa de la pluralidad. No
existen ni son deseables las falsas homogeneidades que vocablos engañosos como
"pueblo", "nación", "patria" o
"identidad" dan por descontadas a priori, y parecen asegurar. El habla común,
deteriorada por los demagógicos sofismas y falacias al uso, es proclive a usar
irresponsablemente esas palabras para crear infundadas realidades imaginarias,
ensoñaciones colectivas fascinadas por la homogeneidad, la unanimidad y la
pureza.
Lo que de facto
ocurre, sin embargo, lo has escrito y señalado 100 veces: no existen ni son
posibles las identidades a priori, sino en todo caso las identificaciones a
posteriori. Nadie "es" catalán, español, inglés, húngaro o polaco,
ningún ser humano puede ser definido ni comprendido partiendo de mátrices
unívocas, ni posee una entidad predada y por tanto anterior a la voluntad, la
decisión, la acción y el deseo. Lo que
ocurre, antes bien, es que cada uno de nosotros siente –harto legítimamente– el
deseo y la necesidad de identificarse con imaginarios colectivos, que asume por
expresa voluntad y también por inexpresa
adhesión. Me parece indispensable añadir que, por más que la voluntad
consciente quiera proyectarse en un solo imaginario, como la mayor parte de los
nacinalismos pretenden, la adhesión inexpresa a la que ahora me refería vincula
a los individuos con diversos imaginarios al mismo tiempo. Hecho este especialmente relevante el la
época postmoderna y globalizada en que escribimos, caracterizada porque los
ciudadanos viven crecientemente enredados en dependencias y adhesiones
múltiples.
Es mas: no sólo
la psicología y el psicoanálisis, sino la mejor literatura, teatro y cine del
siglo XX nos ha enseñado cuán compleja y diversa es esa noción de identidad que
hoy suele despacharse y darse por descontada con tan frívola alegría. Ahí están
los heterónimos de Fernando Pessoa, deliberadas divisiones de su misma
personalidad de poeta; ahí, los personajes con los que jugaban Unamuno o
Pirandello, en su narrativa y su teatro; ahí, los personajes con verdadera
entidad filosófica y poética que arma Antonio Machado, y las tribulaciones acerca
de la identidad que se hayan implícitas en Kafka o en Virgínia Wolf, en
Hitchcock y en Bergman –y en tantos otros creadores de primera línea. Además de
los artistas, son muchos los científicos sociales que nos han enseñado a
comprender la enorme complejidad de los colectivos sociales, y hasta qué punto
es insostenible propugnar identidades fijas, apriorísticas y estancas. No hay, pues, identidades personales ni
colectiva que valgan, sino identificaciones hechas a posteriori, fruto tanto de
la voluntad y la razón como de las creencias y los motivos preconscientes. Así las cosas, las tan traídas y llevadas
"identidades" son legítimas en cuanto se asuma que no definen modos
fijos estables de ser, sino imaginarios en continua construcción. No es esta
una cuestión baladí ni un debate bizantino, porque de su lúcida resolución
depende que los individuos y los grupos se comprendan saludablemente o se
ignoren, a sí mismos y entre sí. La
comprensión de la complejidad nos pone a salvo de los fanatismos, los delirios
y los dogmas; el fomento de la ignorancia, en cambio, nos torna fanáticos,
dogmáticos y hasta violentos, al cabo.
No es mi
intención ahora, no obstante, repetir argumentos que hemos trocado en
anteriores cartas, sino proponerte una reflexión constructiva –con la mirada
puesta ante todo en el futuro más que en el pasado– acerca de nuestro plural
país; acerca de la necesidad de sanar las heridas que la historia ha dejado en él y de
regenerar sus más saludables tejidos; y acerca de la ineludibilidad de tender puentes
de comprensión, diálogo y colaboración entre los diferentes sectores y los
distintos imaginarios colectivos que en él conviven. La precipitación de los acontecimientos hace
singularmente urgente esta reflexión, porque hoy la polarización y los
maximalismos en rumbo de temible colisión levantan una espesa cortina de humo
que a casi todos nos impide ver la verdadera gravedad y dimensión de la
"crisis", y por consiguente actuar para combatirla. Ni "España" –o lo que pudiera quedar
de ella–, ni "Catalunya" –o lo que pudiera llegar a ser–, ni ningún
país de Europa está en condiciones de bogar en solitario en el encrespado
océano de la globalización. Nunca antes,
desde el final de la pavorosa II Guerra mundial, ha sido tan indispensable y
tan urgente restaurar el ideal de Europa como una utopía factible –y no
insensata– sin cuya construcción no consiguiremos nosotros, los europeos,
enfrentar las amenazas en curso y las que se hallan en ciernes.
Pero quiero
apuntar, antes de despedirme por hoy, razones y motivos de otro tenor, esta vez
afectivo y sentimental, para luchar por la armoniosa superación de la presente,
grave desavenencia, a fin de que no resulte en seísmo y en cisma. Ni "España" ni "Catalunya"
tienen entidad ni identidad al margen de las decisiones y elecciones de sus
ciudadanos, ya lo hemos visto. Si estimo
indispensable abogar, y luchar, por la construcción de un "demos"
plural y cívico –basado en la idea de sociedad y no en la de "pueblo"–
es por razones racionales, valga la deliberada redundancia, pero también por
sentimentales motivos. Somos muchos los
ciudadanos que nos proyectamos en varios imaginarios identitarios al tempo, y
muchos los "catalanes" y "españoles" que sentimos afecto y
apego por "Catalunya" y "España" a la vez. Me temo que olvidar ese haz de buenas razones
y motivos sería desolador y tremendamente lesivo para quienes así nos sentimos
y queremos, y muy destructivo para el porvenir de las poblaciones de los dos
posibles estados, en el caso de que se consumara la segregación.
Al escribirte
siento que topo con escollos e inexactitudes, y que necesito contrastar estas
inquietudes contigo para ir afinando sentiments y razones. Esperaré tu respuesta con sincero interés,
consciente de que el valor de nuestro diálogo –y el de todo diálogo– estriba
precisamente en el cotejo de las coincidencias y también de las discrepancias.
Gracias por
leer con paciencia esta larga carta, y un fuerte abrazo.
Albert
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ResponderEliminarEstimado Albert,
ResponderEliminarTe responde tu ex alumno Enrique, quien sigue desde la lejanía (en la panza de la bestia Norteamericana) el deterioro palpable de todo aquello que una vez dimos por sentado. Todo se derrumba en manos de los bulldozers neoconvervadores y la incompetencia de las alternativas, pero a la vez quizás sea hora de pensar en qué hacer con este país en ruinas.
Un buen comienzo es seguir los pasos de Habermas y su ética comunicativa, del cual este blog de correspondencias es ciertamente un peldaño. Hoy más que nunca es importante otorgar espacios para el debate y el intercambio (de ideas, impresiones, identidades, malestares, propuestas etc.) que se alejen del espejismo consumista que son las redes sociales. Este intercambio de experiencias y pensamientos es lo que permite a las personas percibir lo que Antonio Tabucchi llamaba "confederaciones de almas", la realidad de que no somos seres unitarios, y por lo tanto tampoco lo han de ser las estructuras que creamos o las ideologías que seguimos.
Es un empresa difícil, pero una población liberada de dogmatismos y fanatismos es vital para construir un futuro saludable. Con ello en mente, crear esferas públicas de intercambio alejadas de las garras del consumismo y los aparatos políticos es un comienzo necesario. Ya lo dijo nuestro querido Machado; "Caminante, no hay camino, se hace camino al andar".
Interesantes y necesarias las teclas que tocas en tu artículo. Y estando de acuerdo con lo expuesto y gratamente sorprendida de encontrar estas líneas, sólo comentar que choca con el espíritu y objetivo de la carta esta expresión tan manida e interpretable "al amparo de una ideología hiperconservadora maquillada de liberalismo", así como el entrecomillado de Catalunya y España.
ResponderEliminarSalud