(Artículo de Lluís Duch y Albert Chillón publicado el jueves, 22 de noviembre de 2012 en La Vanguardia)
El ominoso trance
que vivimos tiene, entre otros efectos, el de propiciar todo tipo de espejismos
de liberación, fantasmas de plenitud e ilusorias salidas. La algarabía política y mediática, sin embargo,
tiende a ocultar que uno de los aspectos clave de la presente coyuntura es el
agotamiento del estado-nación, incapaz de resolver la tensión entre la
globalización centrífuga y el localismo centrípeto. Aunque esta constatación es
aplicable al vigente estado-nación español, no cabe duda de que también lo
sería a un posible estado-nación catalán, amparadores ambos de un neocapitalismo
generador de pobreza y humillación para demasiados ciudadanos.
Urge abrir
los ojos en la niebla, porque los presentes males amenazan ser un pálido
augurio de los que la general ceguera puede precipitar. Y recordar, además, que
no atravesamos una simple depresión cíclica tras la que se recuperará la
perdida prosperidad, sino una reorganización planetaria del poder económico y financiero
que está precarizando a las clases medias y menesterosas de Occidente, y
minando las formas políticas de inspiración democrática que desde 1945 han
atemperado la tendencia del capitalismo a extremar la explotación de los colectivos
más débiles, así como el suicida expolio –y aquí sí cabe usar el término– del
medio ambiente.
Nuestro país
se halla en el vórtice de la Gran Depresión, huelga decirlo, mientras la
ciudadanía manotea a ciegas en la bruma, a semejanza de esos zombies alelados que
saturan las pantallas. A la quiebra económica,
social y política en curso se añade otra de carácter cultural y espiritual, casi
inadvertida, que desarma la razón y el juicio de los individuos justo cuando
más precisan orientarse. El sarcasmo es sangrante,
y no faltarán quienes lo celebren: durante las últimas décadas, la prosperidad y
la moderación de la desigualdad promovida por el Estado del Bienestar alentaron
el individualismo y el consumismo a ultranza, así como la desafiliación y la
inhibición respecto de la res publica. Hijas de la escasez, las utopías
emancipadoras de la Modernidad empezaron a antojarse obsoletas ya desde los
años sesenta, en el albor de la postmodernidad. Y, tras el derrumbe del sistema
soviético, la apoteosis del capitalismo desregulado embriagó a demasiados sujetos,
persuadidos de que no era menester buscar la utopía futura porque,
presuntamente, el crecimiento y la tecnología la habrían consumado. Hasta el estallido de la debacle, en 2007, la
historia parecía haber llegado a su fin –lucha de clases incluida– gracias a un
capitalismo ufano que, al decir de
los ideólogos neocon, habría hecho
presente al fin, ahora y aquí, el único y mejor de los mundos posibles.
La presente quiebra
se conjuga, pues, con la desorientación ideológica y el desarme espiritual, y
con un eclipse del ideario humanista e ilustrado que favorece todo tipo de embaucos
y demagogias, que los populismos y sus mesías explotan sin escrúpulos. Tan extendida
es la confusión que no cabe esperar ninguna verdadera solución de ella –ni
mágica, ni local, ni a medio plazo–, sino el agravamiento de un trastorno cuya principal
fuente es la ceguera cultural y moral, precisamente. Máxime cuando ésta es fomentada por buena
parte de los pilares del establecimiento dominante –gobiernos, partidos,
sindicatos, medios de información–, cómplices en la orquestación de la gran
impostura en acto: un discurso único y fraudulento que no solo ofusca a los más
humillados y ofendidos, sino que les impide actuar en consecuencia.
La gran impostura
que denunciamos presenta la “crisis” como una inapelable realidad que solo
admite un género de medidas de creciente y draconiana crueldad, siempre a
expensas del sistema público y de las clases desposeídas o en trance de serlo. El discurso y los procederes dominantes omiten
el hecho –fundamental– de que la apropiación legalizada pero ilegítima y
canallesca de la riqueza colectiva es la causa principal del desastre que nos aflige.
El flagrante aumento de la desigualdad y de la polarización social se debe al incuestionado
imperio de una clase dominante de nuevo cuño que ha medrado al abrigo de la
globalización, una sofisticada y tecnocrática tiranía –apenas visible y casi
por completo impune– que maneja la fraseología y la ritualidad democrática para
dar pábulo a sus desmanes. He aquí los monumentales desfalcos de Bankia o de Catalunya
Caixa para demostrarlo. Y el desmantelamiento del ámbito público que todos los
gobiernos practican y legitiman, a costa de quienes menos pueden y tienen. Y las políticas serviles con que los
dirigentes y sus acólitos rinden pleitesía
a sus inmunes rectores.
Destacada
expresión –entre otras– de esa fenomenal impostura, la cabalgada hacia la
independencia en curso explota los miedos, anhelos y necesidades de la cada día
más depauperada sociedad civil para armar un seductor imaginario de
transformación colectiva, sin duda legítimo aunque falsamente alternativo. Porque no es la independencia respecto del
vigente estado-nación lo que debería concitar su afán, sino la independencia respecto
del desaforado capitalismo que está causando la ruina y la indefensión de los
ciudadanos. La independencia, en suma,
del sistema de dominación que las élites estatalistas –españolas y catalanas–
minuciosamente encubren.
IiIMPOSTURA, es la palabra que constantenete me asalta cuando leo,veo,escucho las declaraciones y arengas de tanto actor social,mediático,público.
ResponderEliminarGracias por estas magníficas y necesarias reflexiones. Un placer.