El principal partido de la oposición acusa al Gobierno de “connivencia” o “chalaneo” con ETA durante años, tacha sus desatinos y errores de aviesas “mentiras”, omite evidencias y contextos a fin de argüir que la quiebra en curso sólo se ceba en España. La jerarquía católica azuza a sus medios y corifeos para acusar a quienes defienden el derecho al aborto de promover la muerte de infantes. Un ex presidente del Congreso y padre de la Constitución se declara convencido de que el irresuelto encaje de Cataluña en España podrá resolverse sin recurrir a bombardear Barcelona como ha pasado “no sé cuántas veces”. Los soberanistas periféricos proclaman sin rebozo el “expolio” que sus patrias, edénicas víctimas, sufren a manos del Estado victimario. Demasiados políticos y economistas, periodistas y profesores, financieros y empresarios tejen de consuno una neolengua que, como en la pesadilla de Orwell, reduce el polifacetismo y la complejidad del mundo a una jerga tecnocrática y opaca.
Apenas citamos un ramillete de ejemplos de distinta envergadura y calado –entre la negligencia expresiva y el voluntario fraude– para ilustrar la pujante corrupción del discurso que hoy cunde, grave dolencia en la que Occidente empezó a reparar hará diez años, cuando fue arrastrado a una guerra contra el “Eje del Mal” que aún colea, en pos de las espectrales “armas de destrucción masiva”. Alentado por la frivolidad ética y política que cierto postmodernismo auspicia, el trastorno ha ido cobrando visos de pandemia, y encuentra en la actual debacle uno de sus campos de acción dilectos. Bajo la manida palabra 'crisis' –fetiche verbal de corte economicista que oculta más que revela– late una colosal quiebra de alcance global y epocal que afecta muy distintas facetas del presente: política y religión, moral e ideología, educación y costumbres. Cualquier época crítica suele tener un correlato discursivo, y la que ahora sufrimos conlleva una infecciosa crisis gramatical tan ubicua que tiende a pasar inadvertida, ya que compromete todas las vertientes de la vida pública, privada e íntima. Naturalizada por la costumbre, la infección ya ha devenido pandemia, y se sustancia de dos modos principales: bien como depauperación sistémica del lenguaje, bien como negligente y aun deliberada perversión de sus usos y discursos concretos.
Depauperación lingüística. De entrada, tal crisis gramatical se manifiesta como un quebranto tangible y sistémicamente inducido de la facultad de empalabrar la realidad, y aqueja a la mayor parte de la ciudadanía y de quienes la instruyen, informan y ordenan. Los modulaciones del habla común delatan que la indigencia léxica, sintáctica y retórica medra a sus anchas, mengua que acarrea la de la aptitud para decantar un conocimiento lúcido, crítico y articulado acerca de la res publica; una sensible merma de la competencia y talante que el diálogo plural exige; y, en fin, la proliferación de patologías discursivas –de la anomia y el mutismo al desistimiento y la violencia– que socava los pilares de una sociedad compleja, plural y abierta.
Lo que semejante enfermedad pone en jaque es la salud de la convivencia y el sustento de la democracia misma, entendida como ideal cuya siempre imperfecta aunque indispensable persecución debe fomentar el uso público de la razón y sus frutos: la crítica y la pregunta, el difícil pero deseable equilibrio entre heterodoxia y ortodoxia, el benéfico cultivo de la duda responsable y de la 'sabiduría de la ilusión' que postulaba Nietzsche. La búsqueda de la integral e integradora virtud cívica ('areté') en el sentido griego requiere ejercitar con decisión el célebre 'Atrévete a saber' ('Sapere Aude') que el progresista Kant propuso como divisa de la Ilustración. Pero hacia tan deseable horizonte, singularmente urgente en los días que corren, sólo puede tenderse si la ciudadanía goza de los medios educativos y comunicativos imprescindibles para la realización de sus humanas potencias, en lugar del metódico y ofuscador adoctrinamiento que de facto padece. Hoy, como mañana y ayer, mujeres y hombres necesitan ser socializados y acogidos, a fin de que su innata fertilidad dé una fecunda cosecha.
Perversión del discurso. Si la mentada dimensión de la crisis gramatical atañe a las genéricas derivas que desde hace décadas vivimos, la segunda muestra un cariz mucho más ético y pragmático, ya que concierne al amplio y difuso territorio en el que a los sujetos les cabe ejercer su albedrío. Sometidas a sistémico deterioro, como hemos argumentado, las aptitudes empalabradoras sufren, además, abundantes perversiones y abusos, porque son los sujetos, los grupos y las instituciones quienes poseen la condicionada pero efectiva libertad de ejercerlas, amén de la responsabilidad de hacerlo de forma virtuosa.
La corrupción del discurso público se constata hoy por doquier, con tanta fuerza y tan disolventes efectos que urge atajar su contagio. La epidemia se manifiesta, por un lado, en la compartida incuria con que se expresan y piensan demasiados sujetos –próceres y poderosos incluidos–, y el daño que causa es proporcional a la inconsciente pereza que la impulsa. Ahí están, para ilustrarlo, la anemia léxica y la dejadez sintáctica; el decir vago y haragán; el arrogante desprecio de la complejidad y matiz; la saturación de tópicos y muletillas. Y en fin, sobre todo, la adopción de un habla renqueante, acomodaticia y canija, muy dada a acatar toda suerte de bogas y a sacrificar la belleza y precisión verbal en el altar de la neolengua economicista, tecnocrática y deshumanizada a que antes aludíamos, ese falsamente natural antiestilo en que encarna la 'racionalidad instrumental' que combatieron con tanto ahínco los pensadores de Frankfurt.
Por otro lado, la perversión del discurso medra a manos de quienes adrede lo adulteran en aras del populismo, el mesianismo y la demagogia, cánceres de cualquier democracia y razón posibles. Son legión los dirigentes y portavoces dotados de público ascendiente –púlpitos o micrófonos, tribunas o tarimas– que trasgreden la más elemental ética comunicativa, ineludible sostén de la lealtad y la confianza que el convivir requiere. Con desfachatado cinismo, mandarines y gerifaltes tergiversan las certezas y probabilidades reconocibles, y confunden a cosa hecha la resabiada mentira –enunciación deliberada de una inteligible falsedad, como escribió Agustín de Hipona– con el desacierto o el yerro. La fractura de la confianza que de tal desmán resulta extiende su grangrena a la entera sociedad, y la deja en franquía para que la desvergüenza campe a sus anchas. Si la mendaz antiética del todo vale deviene al fin natural y objeto de aplauso y premio, como tantos persiguen, entonces no sólo se malogra la comprensión de cada asunto en particular –y los consiguientes actos y decisiones–, sino la propia capacidad de empalabrar y conocer que ciudadanos y gobernantes precisan. Y lo que en suma se arruina es el cimiento de la comunicabilidad, la convivencia y la democracia, nada menos.
Desde Humboldt y Nietzsche sabemos que el ser humano lo es porque significa y habla, en la medida en que erige la entera civilización por medio de símbolos y palabras. Y que el polifacético discurso –con el verbo en su cima– no es simple vehículo para la expresión de lo ya ideado sin él, sino requisito del pensar y sus frutos. La moderna conciencia lingüística enseña que comprender y empalabrar van de la mano; y además –aunque no suele repararse en ello– que el discurso es hacedor de realidad: de sus hechos, procesos y circunstancias, allende la cruda materia. Él configura en buena medida la facticidad en que vivimos: el pasado y su memoria, el presente y su noción, el porvenir y su anticipo. De ahí la necesidad de atajar su corrupción. Y de ahí también, sobre todo, la urgencia de rehabilitar las Humanidades en general y la Ilustración en particular, el patrimonio de sabiduría que integra el legado crítico del Humanismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario