sábado, 4 de junio de 2016

MUHAMMAD CLAY: HASTA SIEMPRE



Esta mañana temprano, justo al despertar, la radio ha informado de la muerte de Classius Clay, alias 'Muhammad Ali', triple campeón de los pesos pesados durante los años 60 y 70 que fue para varias generaciones –para la mía, desde luego, pero también para la de mis mayores y para las siguientes– mucho más que un deportista legendario. Más allá de sus deslumbrantes gestas dentro del cuadrilátero, Clay/Ali fue, de hecho, un icono político y social en plena eclosión de la 'aldea global'.  Un encantador y lenguaraz rebelde contra la tiranía W.A.S.P. (White-Anglosaxon-Protestant) que pagó muy cara su oposición al 'stablishment'.  Y un auténtico arquetipo posmoderno, en suma, heredero de la astucia de David y Ulises, del valor de Teseo y Aquiles y de la dignidad civil de Malcom X, Martin Luther King, Rosa Parks y Antígona.

Somos muchos, sospecho, los que necesitaremos algunos días más para digerir su desaparición, que en mi caso personal se añade a otras despedidas arduas.  Alí/Clay fue, sin duda alguna, el mayor héroe de mi niñez y mi adolescencia, a tal punto que hace algunos años le dediqué unas páginas de mi novela "El horizonte ayer".  Transcribo algunos de sus pasajes, a modo de provisional homenaje.  Hasta siempre, Cassius.




"Pero sobre todo recuerdo a Cassius Clay, al Loco de Louisville poniendo de rodillas al patibulario Sonny Liston en una velada imborrable: Cassius, que era negro aunque no mísero, negro aunque no obediente y manso, negro aunque en modo alguno súbdito-ejemplar-y-políticamente-correcto dispuesto a ser rentable mono de feria de los blancos protestantes y anglos. Rebelde Cassius, retador y fachendoso, comprometido cofrade de Malcolm X convertido al poco en el temible Muhammad Alí que con donaires de Nijinski que repartía estopa a propios y a extraños:

“Float like a butterfly, sting like a bee”

Alí, cuya virtuosa esgrima modulaba la fuerza, el ritmo, el ángulo preciso de los puñetazos: jabs, crochets, uppercuts. Que grácil y gallardo al tiempo, esquivando zurriagazos y embestidas, se cimbreaba en redor de los gañanes que los promotores le echaban encima. Alí, cuya piel de avellana fulguraba destellos de nácar sobre la lona, cuyos blancos botines Everlast dibujaban un claqué de alas inaudito en torno a los infelices que se atrevían a encararlo. Alí, que entretanto escrutaba al rival como si no acabara de asumir la brega, aplazando con astucia felina la pena sumaria.
   
Las cadenas de medio mundo exigían carnaza para sus audiencias, así que el zorro de Cassius, durante el tanteo del primer asalto, alentaba la esperanza inútil del iluso adversario. Hasta que su paciencia se agotaba, y cada sapo a su pozo y se acabó el chalaneo, y a su irónico semblante de rey mandinga afloraba la epifanía final, el esperado rapto de vesania que anunciaba la Verdad suprema.
   
Sin duda hacía falta ser lo que sólo él podía, y susurrar bravatas al oído del oponente para comerle la moral:

–¿Es todo lo que sabes hacer, señorita?

según le maceraba mentón, plexo y costados con fulgurantes aguijones que ralentizaban cámaras y objetivos:

–¿Todo lo fuerte que puedes pegar, mademoiselle?

Era preciso ser lo que sólo él podía para ponerlos bailando a caldo ––y sonriendo a caer de un burro–– ante los flases y micrófonos de este lado del Telón de Acero, también para retar a próceres y generales grávidos de charreteras fuera del cuadrilátero:

–A mí no me han hecho nada esos vietcong

Por no mentar la hazaña de atraer multitudes ante el fuego fatuo que irradiaba las salitas.  Cada vez que los locutores anunciaban que disputaría el título en Houston, Kinshasa o Manila, los chavales de todos los suburbios de Occidente festejábamos de antemano su victoria segura.  Apenas importaba que el relamido Floyd Patterson poseyese bueños puños y técnica depurada, pongamos por caso: nuestro idolatrado bocazas le endosaría una somanta de alivio, antes incluso de que el respetable se aflojase el nudo de la corbata y prendiese displicente el Cohiba. Y así en lo sucesivo: en cuanto el repique del gong acallase el bramido del Garden, Alí daría para el pelo a Ernie Terrell, Henry Cooper, Oscar Ringo Bonavena, Jerry Quarry y Ken Norton, aquella aguerrida leva de comparsas que osaron salirle al paso.

Ni siquiera iban a doblegar el genio díscolo de Cassius los gerifaltes que le arrebataron el título de campeón por negarse a combatir en Vietnam. Su aura heroica se disparó hasta la estratosfera el día que le retiraron la licencia, de pronto devenido en épico heredero de Teseo y Ulises ––también de Antígona y David–– dispuesto a sacrificar su vanagloria deportiva con tal de poner en jaque al Pentágono.

Cassius o más bien Muhammad, que fue apartado del circuito y metido entre rejas un lustro: arruinado, estigmatizado, condenado en vano a arrostrar la infamia por la misma América WASP que había domesticado a Joe Louis y humillado en balde a Jack Johnson.


Clay o más bien Alí, a quien cuatro años después, a su vuelta al ring, arrojaron al redil del búfalo Frazier antes de condenarlo a muerte segura ante Foreman, el minotauro; él, que no era ya aquel atleta exultante de los primeros sesenta a la sazón, sino un treintañero bregado cuyo rostro traslucía cierta irreparable lucidez, una sutil zozobra.”

lunes, 25 de abril de 2016

OCÉANOS DE PLÁSTICO


El irisado carrusel de la actualidad impone tácitas servidumbres, y casi siempre la obsesión por lo urgente desvía la atención de lo esencial.  De modo que estos días, sepultada por toneladas de impactos noticiosos, ha pasado desapercibida la revelación de que los treinta cadáveres de ballenas que aparecieron hace dos meses en las costas del Mar del Norte murieron debido a la contaminación de plástico que asuela los océanos del planeta. Los autores de la necropsia han encontrado en sus estómagos incontables plásticos de múltiples formas, tamaños y colores, además de una red de pesca de 13 metros e, incluso, partes del motor de un automóvil.



En nombre del Progreso ––un mito ambivalente, cuyas facetas más letales maquilla su apariencia de ideal racional–– son vertidas anualmente en la biosfera cantidades descomunales de sustancias contaminantes, entre las que la inundación de desechos plásticos ocupa un lugar señero.  La escalofriante imagen de esas ballenas estranguladas es solo un síntoma de una devastación mucho mayor de la que la Humanidad apenas tiene noticia ni conciencia, porque para ello haría falta que recuperase su extraviado vínculo espiritual con la Naturaleza, es decir, su capacidad para verla, oírla y sentirla como algo íntimamente propio ––su raíz y condición de posibilidad––, y no como un yacimiento cosificado, a permanente disposición del expolio y el negocio.



Durante las primeras décadas del siglo XX, la síntesis química del plástico a partir de derivados del petróleo hizo posible, por vez primera en la historia, la fabricación industrial y masiva de una materia artificial,  molecular y morfológicamente inexistente en la naturaleza. Desde entonces, esa nueva entidad se ha diseminado por doquier, y su producción y uso han implicado un salto cualitativo en la evolución humana hacia la artificialidad, ya que ha difundido una sustancia facticia que cada vez reemplaza más materias primas y desempeña más funciones —de la indumentaria a la gran industria, pasando por innumerables dispositivos y prótesis—, y que se distingue por ser biodegradable a muy duras penas. Las extensísimas «sopas de plástico» detectadas desde hace años en todos los océanos dan prueba ominosa de ello: de entrada, porque las embarcaciones grandes y pequeñas tropiezan sin cesar con ellas; después, porque ya es habitual que miríadas de peces, aves y cetáceos aparezcan muertos en costas y playas; y, en fin, porque ingentes masas de plástico ––micronizado en diminutas partículas por la erosión conjunta del sol, el agua y el aire–– pasan a la cadena trófica tras ser ingeridos por la fauna marina, y acaban llegando al organismo humano.

Manipulable a voluntad —mucho más ahora, con el auge de la nanotecnología, la impresión 3-D y el internet de las cosas—, la tecnología del plástico permite sintetizar objetos perfectamente lisos, simétricos y uniformes, y reproducirlos sin límites a coste ínfimo. Cachivaches cuya constitución y diseño no pueden darse en la naturaleza, y que están llamados a suplir sus posibilidades y límites. La tecnología del plástico supone, hasta la fecha, una de las más sofisticadas consumaciones de la artificialidad, tan refinadas como engañosas.  Y ello porque aleja a los seres humanos de las texturas, olores y sabores naturales, y los sitúa, a cambio, en un mundo cada vez más abarrotado de cosas bioquímicamente sintetizadas, ilusas materializaciones de la pulsión humana de poder que ––entre otros poderosos contaminantes–– aniquilan el medio ambiente y sus criaturas.

La omnipresente función supletoria del plástico compone un simulacro de perfección, de gran potencia seductora, cuyas variadísimas configuraciones lo hacen poco menos que invisible: envases, carcasas y envoltorios; ropas tejidas con fibras de poliamida o poliéster; máquinas y artefactos construidos a base de metales y polímeros; estructuras, conexiones y superficies de toda especie; adminículos y prótesis crecientemente entreveradas con el cuerpo humano mismo... Y, sin embargo, la bonitura epidérmica y comodidad de uso que el plástico confiere a las mercancías oculta la banalidad, la venalidad y la estulticia moral del complejo de dominio que las engendra, ese que con con más pereza que luces seguimos llamando “capitalismo”. Tan inmaculadas e impolutas se antojan, tan preferibles a la abrupta naturaleza, que sus miles de millones de usuarios permanecemos sordos y ciegos ante la catástrofe medioambiental que sus desechos provocan. 


La muerte de esas treinta ballenas, embarrancadas tras una indigestión de plástico en la playa, debería despertar unánime pena y compasión.  Y, sobre todo, la alarma mundial ante la extinción ––suya y nuestra–– en ciernes.

viernes, 25 de marzo de 2016

        LA DESHUMANIZACIÓN DE LA UNIVERSIDAD




Cada cinco años más o menos, con exasperante cadencia, los gobiernos de turno cambian la legislación que regula las instituciones educativas.  Ahora mismo, como es sabido, se cierne sobre la Universidad el sistema 3+2 en lugar del 4+1, vigente desde que hace un lustro escaso empezó a implantarse la infausta directiva de Bolonia. Al mirar atrás, los docentes veteranos no acertamos a inventariar las demasiadas reformas que se han sucedido desde 1978, aunque sí a percibir sus perjuicios. Y muchos concluimos que cada una de ellas, lejos de resolver los defectos y carencias de la institución, ha ido agravando su decadencia, por más que las consignas de excelencia que sus gestores propagan traigan nuevos daños y cegueras.  A este respecto se queda corto el conocido adagio que Lampedusa consagró en el El Gatopardo:  no se trata ya de que todo cambie para permanecer, sino para empeorar sin freno.





La quiebra epocal que se manifestó en 2008 no ha hecho sino catolizar ––y justificar con persuasiva coartada–– una deriva incubada mucho antes, cuando menos en los en apariencia prósperos años noventa. A la sazón, como el lector recordará, las universidades autóctonas aumentaban a matacaballo sus sedes, titulaciones, plantillas y estudiantado, en una espiral consonante con la que vivía el país y un Occidente que parecían haber alcanzado un presente de seguridad y bienestar garantizados, hasta el punto de trocar las modernas utopías de futuro en pintorescas antiguallas.  Soñada por casi todo dios con los ojos abiertos, la ilusión consistía en dar por descontado que la caída del sovietismo, sumada a la irresistible pujanza del neocapitalismo financiero a lomos de la tecnología digital, habría jubilado los añejos utopismos a fuerza de consumar sus metas.
            
Entonces llegó la apoteosis de la apariencia: la historia y la lucha de clases habrían concluido; el capitalismo global sería el mejor ––y el único–– de los mundos posibles; y la sociedad entera, en consecuencia, se habría tornado tan transparente y obvia como irrelevante el empeño de pensar. ¿A santo de qué seguir abrevando en las fuentes y tradiciones de la cultura para cultivar la reflexión y alumbrar, mediante la interpretación y la crítica, los oscuros bastidores del gran teatro del mundo? ¿Para qué educar la capacidad de empalabrar, imaginar y dudar de los ciudadanos? ¿A qué fomentar su comprensión de la experiencia humana pasada, presente y futura si solo había ––era un suponer–– una realidad totalista e inalterable en sustancia, a la que no cabría oponer alternativa? 
            
Fue así, obnubilados los poderosos y buena parte del personal por la nueva fe ultraliberal, como las humanidades y los saberes críticos fueron condenados a galeras.  Y así como el grueso del sistema educativo fue tácita o abiertamente instado a sacrificar sus más altos fines pedagógicos en aras de una instrucción embrutecedora, empeñada en reemplazar la cultura ––el cultivo de lo humano–– por el aleccionamiento; la capacidad creativa de pensar y hacer, por ramplonas competencias y habilidades; la formación de ciudadanos dotados de criterio y libre albedrío por el amaestramiento de súbditos ignorantes; el kantiano “Atrévete a saber”, en suma, por ese tramposo “Atrévete a emprender” que resume la cínica ideología imperante.
           
La sibilina absorción de todas las facetas del vivir por el capitalismo totalista está arrebatando a la Universidad, y al entero sistema educativo, sus más valiosos procederes y metas; degradación sistémicamente alimentada por la burocracia, desde luego, pero también por muchos de sus integrantes ––alumnos, docentes y autoridades––, sea por pacer en la inopia, sea por complicidad negligente o activa. Antaño restringida a la esfera empresarial y financiera, la jerga tecnocrática se ha adueñado ya del habla de la mayoría de ellos, obcecados en cumplir objetivos cuantificables en detrimento del incuantificable aunque cualificado sentido que deberían prestar a la praxis pedagógica. Usuarios de un tinglado cada vez más elitista e inasequible, una porción creciente de estudiantes se comportan como clientes matriculados, mientras incontables profesores dejan de profesar en beneficio de la instrucción burda. Obsesionados por descollar en los escalafones internacionales, los responsables universitarios fomentan la investigación administrada subordinada a la industria y al mercado, en menoscabo de la que deberían poner al servicio de la sociedad misma. A mayor gloria de la “transferencia de conocimiento” a las empresas, la misma docencia es rebajada a la condición de labor secundaria, como si el vínculo pedagógico con los discentes ––dialogante, elocuente y presencial–– no constituyese, de hecho, la transmisión de saber más indispensable. Y una institución crucial, secularmente distinguida por la humanizadora integración de saberes (uni-versidad) y por el cultivo de la virtud cívica, se degrada en poli-versidad disgregadora, donde la barbarie de la especialización hace su agosto y la deshumanización agosta a los ciudadanos.

martes, 15 de marzo de 2016



DEVASTACIÓN MEDIOAMBIENTAL:
 LA PRIORIDAD SILENCIADA

Con incomparable diferencia, la más temible consecuencia del atronador griterío circundante es la ocultación de lo que a la sociedad debería ocuparle de veras. Tanto le aturde la algarabía, y hasta tal punto le deslumbran los focos del circo insomne, que no solo no acierta a distinguir las escasas voces significativas de los incontables ecos y falacias, sino que ni siquiera sospecha que son aquellas las que tendrían que acuciar su atención y sus actos.

Embriagada por el incesante espectáculo mediático, sin embargo, la sociedad da la espalda a la peor amenaza que la Humanidad ha enfrentado: un desastre medioambiental planetario que inició la industrialización, hace dos siglos, y cuyos admonitorios efectos llevan décadas atronando. El diagnóstico de la comunidad científica al respecto es prácticamente unánime, aunque el pronóstico incluya dos posturas al menos: la de quienes, como Stephen Emmot (Diez mil millones, Anagrama), claman que el apocalipsis ecológico resulta imparable, dado que ya se habría rebasado el punto de no retorno; y la de los expertos (Tim Flannery, Aquí en la Tierra, Taurus) o investigadores (Naomi Klein, Esto lo cambia todo, Paidós) que, conscientes de la extrema gravedad del trance, sostienen que ese inminente rubicón no se ha alcanzado aún, y que durante unos pocos años —hasta 2020, si antes se adoptan medidas drásticas— seguirá abierta una menguante rendija de oportunidad y esperanza.

Las alarmas se han disparado, y cuesta contarlas. Desde que la industrialización comenzó, un aumento de 0.8ºC de la temperatura media global ha provocado múltiples desastres, que se agravarán a medida que el calentamiento frise los 2ºC; y, sobre todo, cuando rebase ese umbral en pos de los 4ºC, incremento “incompatible con cualquier posible caracterización razonable de lo que actualmente entendemos por una comunidad mundial organizada, equitativa y civilizada”, en palabras del reputado ecólogo Kevin Anderson.

Aunque tales calamidades llevan décadas gestándose, de modo relativamente inadvertible y gradual, los científicos temen que alteraciones cualitativas apenas predecibles precipiten súbitas y devastadoras catástrofes. Un derretimiento sin precedentes amenaza el Círculo Polar Ártico y la Antártida Occidental. Están elevándose y acidificándose los oceános, envenenenados por la polución química y los detritus plásticos. Antes de 2100 se extinguirá la mitad de todas las especies terrestres, aéreas y marinas, si prosigue la destrucción de la biosfera. Los bosques de la Amazonía y de otras regiones tropicales y subtropicales agonizan a años vista. Las olas de calor extremo, la contaminación omnipresente y la reducción de las reservas de comida y agua, entre otras plagas promovidas por el desaforado industrialismo y la antiética del capitalismo global, están ocasionando un irreparable deterioro de los ecosistemas y la biodiversidad que, además de desencadenar sequías, hambrunas y migraciones masivas, fomentará guerras, represiones y tiranías.

La amenaza no acaba aquí. A día de hoy, las emisiones están creciendo a tal ritmo que incluso el objetivo de los 2ºC se revela inasequible. Si el delirio continúa y no se adoptan medidas universales y taxativas, los ominosos 4ºC serán alcanzados y hasta sobrepasados —la Agencia Internacional de la Energía augura 6ºC—, y entonces la Humanidad habrá perdido el margen de control de que dispone aún. La devastación medioambiental ha devenido en crisis existencial para la especie humana en su totalidad, un jaque inminente que revela la esencial contradicción entre la preservación de la biosfera y una civilización extractivista, basada en la explotación de las personas y el expolio de la naturaleza. En este trance crítico, cualquier opción gradualista resulta inviable —incluida la superstición del crecimiento sostenible—, y urgente una trascendente mutación, individual y colectiva a la vez. No queda tiempo para especular: estamos en la Década Cero de una emergencia planetaria que, paradójicamente, podría y debería espolear una movilización multitudinaria e internacional. La supervivencia de la biosfera y de los seres humanos, íntimamente dependientes, se abrazan hoy en la misma causa.

martes, 26 de noviembre de 2013

"LOS DERECHOS A DECIDIR"



(Artículo publicado el 22 de noviembre de 2013 en La Vanguardia por Lluís Duch y Albert Chillón)




      La sacralización de una causa cualquiera –la revolución proletaria, la apoteosis de una nación, el culto al crecimiento o el independentismo– suele implicar la desacralización de todas las demás, como en nuestro país viene ocurriendo con la sanidad, la educación, la pobreza o la exclusión, alevosamente postergadas por unas autoridades obcecadas por tapar sus vergüenzas y las ajenas.  Una vez sacralizada, la causa de marras es separada de los asuntos vulgares que integran el ámbito profano. Y convertida, al cabo, en dogma de fe que devalúa las demás urgencias y proyectos, indiscutible pre-juicio que –bien que ilusoriamente– funda un mundo-dado-por-garantizado inmune a la crítica, y un orden de prioridades inatacable.
            Semejante consagración ejerce abrumadores efectos sobre las mentalidades y las prácticas colectivas, ya que extiende la incuestionada creencia de que La Causa es por sí misma capaz de resolver los mayores retos que una sociedad enfrenta.  Así ocurrió con el “hombre nuevo” bolchevique o con el “destino manifiesto” yanqui. Y ocurre ahora con la exaltación de los mercados “racionales y libres”, o de la “independencia” de una sociedad heterogénea autoinvestida primero como “pueblo” y acto seguido como “nación soberana”. Es así como se escamotea la pluralidad y se imponen praxis y discursos de control:  sea al modo del totalitarismo clásico, como sucedió con las tiranías del siglo XX; sea al del seductor “totalismo” al que propenden los regímenes postmodernos, cuya hegemonía se basa en la mixtificación de la realidad y en la guía sutil de las mentes. Al enturbiar la conciencia de esa diversidad, La Causa propicia un maniqueísmo cuyo más visible fruto es la división de la colectividad en dos bandos, “ellos” y “nosotros”, y la conversión de los primeros en adversarios e incluso enemigos. Este fenómeno constituye la médula de las demagogias populistas, por lo común ornadas con masificadas efusiones de unánime fe, y revela cuán coimplicados se hallan lo religioso y lo político, así como la amenaza que todo absolutismo ejerce sobre la convivencia.
            La anterior reflexión esclarece varios estragos que afligen al país, sin cesar enturbiados por la algarabía imperante.  Tal es el caso del Rey, por ejemplo, desde el final del Franquismo devenido prejuicio sagrado de la Segunda Restauración borbónica hasta que diversos yerros y felonías han arruinado su aura. Y también, entre otros asuntos, del derecho a decidir y el independentismo, que pasa por ser la única utopía factible para una sociedad desnortada, cuyos poderes públicos y privados han hecho de los sectores más vulnerables paganos exclusivos del desfalco en curso. Por más que existan legítimas razones para apoyar tal derecho, de acuerdo con el radicalismo democrático que defendemos, nos parece objetable –y grave, por la ceguera que comporta– que tan deseable prerrogativa haya adquirido la condición sacralizada, exclusiva y “totalista” que acabamos de glosar. Porque no son las élites del dinero las que lo vindican, ni tampoco las machacadas clases subalternas, sino un aglomerado mesocrático que lo ha erigido en tótem y mantra inapelable, por lo visto convencido de integrar una comunidad homogénea llamada a consumar la “independencia” y “la libertad” –ese fulgente horizonte–, y no una sociedad heterogénea aherrojada por la interdependencia que la globalización promueve.
            Embriagado por tan sacra y adánica misión –y en apariencia fundido en circular sardana– el presunto “pueblo” soberano de su “nación” comete tres olvidos importantes, al menos. Primero, que no existen pueblos, ni naciones, ni identidades dadas de antemano, sino países tejidos por tradiciones distintas y a menudo contradictorias, cuyos miembros profesan identificaciones mudables y mezcladas. Después que tales países conforman hoy en día “sociedades abiertas” cuyos ciudadanos van siendo degradados en súbditos por un poder cada vez más impune y sofisticado, hiperdependientes de decisiones siempre ajenas y maniatados por muchas e inadvertidas mordazas.  Y por último, que el inmaculado “derecho a decidir” actúa como un espejismo si solo se aplica a la expedición de pasaportes, en vez de ser reclamado como una prerrogativa democrática radical, indispensable para que la ciudadanía decida acerca de los urgentes desafíos que arrostra. 

         Sumada a la depresión económica, la quiebra del sistema institucional ha llevado al país a un punto límite, que exige decisiones trascendentes tanto a las élites como al conjunto de la ciudadanía, y una altura de miras que el estamento político defrauda. El derecho a decidir debe ejercerse, desde luego, aunque extendiéndolo a frentes mucho más decisivos que las fronteras. Porque lo que está en juego es la organización económica y política de Cataluña, España y Europa; y la escandalosa corrupción y desigualdad; y la cínica corrupción del discurso público; y la poda del Estado del Bienestar y de la propia democracia. Todos esos desafíos deben ser sometidos a colectiva deliberación y decisión, en un proceso de regeneración democrática impulsado por una sociedad civil consciente de su íntima diversidad, y de la gravedad de esta encrucijada. Y dispuesta a ejercer los derechos y deberes que conlleva el decidir: una autodeterminación económica, política y social, y no solo patriótica.