El
irisado carrusel de la actualidad impone tácitas servidumbres, y casi siempre
la obsesión por lo urgente desvía la atención de lo esencial. De modo que estos días, sepultada por
toneladas de impactos noticiosos, ha pasado desapercibida la revelación de que
los treinta cadáveres de ballenas que aparecieron hace dos meses en las costas
del Mar del Norte murieron debido a la contaminación de plástico que asuela los
océanos del planeta. Los autores de la necropsia han encontrado en sus
estómagos incontables plásticos de múltiples formas, tamaños y colores, además
de una red de pesca de 13 metros e, incluso, partes del motor de un automóvil.
En nombre del
Progreso ––un mito ambivalente, cuyas facetas más letales maquilla su
apariencia de ideal racional–– son vertidas anualmente en la biosfera
cantidades descomunales de sustancias contaminantes, entre las que la
inundación de desechos plásticos ocupa un lugar señero. La escalofriante imagen de esas ballenas
estranguladas es solo un síntoma de una devastación mucho mayor de la que la
Humanidad apenas tiene noticia ni conciencia, porque para ello haría falta que
recuperase su extraviado vínculo espiritual con la Naturaleza, es decir, su
capacidad para verla, oírla y sentirla como algo íntimamente propio ––su raíz y
condición de posibilidad––, y no como un yacimiento cosificado, a permanente
disposición del expolio y el negocio.
Durante las primeras décadas del siglo XX, la síntesis
química del plástico a partir de derivados del petróleo hizo posible, por vez
primera en la historia, la fabricación industrial y masiva de una materia artificial, molecular y morfológicamente inexistente en
la naturaleza. Desde entonces, esa nueva entidad se ha diseminado por doquier, y
su producción y uso han implicado un salto cualitativo en la evolución humana
hacia la artificialidad, ya que ha difundido una sustancia facticia que cada
vez reemplaza más materias primas y desempeña más funciones —de la indumentaria
a la gran industria, pasando por innumerables dispositivos y prótesis—, y que
se distingue por ser biodegradable a muy duras penas. Las extensísimas «sopas
de plástico» detectadas desde hace años en todos los océanos dan prueba ominosa
de ello: de entrada, porque las embarcaciones grandes y pequeñas tropiezan sin
cesar con ellas; después, porque ya es habitual que miríadas de peces, aves y
cetáceos aparezcan muertos en costas y playas; y, en fin, porque ingentes masas
de plástico ––micronizado en diminutas partículas por la erosión conjunta del
sol, el agua y el aire–– pasan a la cadena trófica tras ser ingeridos por la
fauna marina, y acaban llegando al organismo humano.
Manipulable a voluntad —mucho más ahora, con el auge
de la nanotecnología, la impresión 3-D y el internet de las cosas—, la
tecnología del plástico permite sintetizar objetos perfectamente lisos,
simétricos y uniformes, y reproducirlos sin límites a coste ínfimo. Cachivaches
cuya constitución y diseño no pueden darse en la naturaleza, y que están
llamados a suplir sus posibilidades y límites. La tecnología del plástico
supone, hasta la fecha, una de las más sofisticadas consumaciones de la
artificialidad, tan refinadas como engañosas.
Y ello porque aleja a los seres humanos de las texturas, olores y
sabores naturales, y los sitúa, a cambio, en un mundo cada vez más abarrotado
de cosas bioquímicamente sintetizadas, ilusas materializaciones de la pulsión
humana de poder que ––entre otros poderosos contaminantes–– aniquilan el medio
ambiente y sus criaturas.
La omnipresente función supletoria del plástico compone
un simulacro de perfección, de gran potencia seductora, cuyas variadísimas
configuraciones lo hacen poco menos que invisible: envases, carcasas y
envoltorios; ropas tejidas con fibras de poliamida o poliéster; máquinas y
artefactos construidos a base de metales y polímeros; estructuras, conexiones y
superficies de toda especie; adminículos y prótesis crecientemente entreveradas
con el cuerpo humano mismo... Y, sin embargo, la bonitura epidérmica y
comodidad de uso que el plástico confiere a las mercancías oculta la banalidad,
la venalidad y la estulticia moral del complejo de dominio que las engendra,
ese que con con más pereza que luces seguimos llamando “capitalismo”. Tan inmaculadas
e impolutas se antojan, tan preferibles a la abrupta naturaleza, que sus miles
de millones de usuarios permanecemos sordos y ciegos ante la catástrofe
medioambiental que sus desechos provocan.
La muerte de esas treinta ballenas, embarrancadas tras
una indigestión de plástico en la playa, debería despertar unánime pena y compasión. Y, sobre todo, la alarma mundial ante la
extinción ––suya y nuestra–– en ciernes.
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