martes, 1 de marzo de 2011

MARTILLO DE CREYENTES. El turbador legado de Max Stirner




 (Reproducción del artículo homónimo publicado por Albert Chillón en la revista Ars Brevis, nº 14, 2008, pp. 46-65)


“Así pues, fundo de igual manera mi causa en mí mismo,
puesto que yo soy, en la misma medida en que lo es Dios,
la negación de todo lo ajeno; 
ya que yo soy mi todo, yo soy el único.”



Los seres humanos padecen la superstición del espíritu, sea religiosa o racional. Están poseídos por fantasmas, les aqueja una auténtica locura, un delirio colectivo alentado por su temor e ignorancia y consagrado por la casi unánime costumbre, y del que no escapa nadie apenas: ni los que se definen religiosos ni los que se llaman agnósticos o ateos y veneran la razón y los ideales políticos, morales y educativos del humanismo. Tampoco los grandes maestros del pensamiento escapan a tan extendida superchería:  ni Platón, empeñado en fabular una realidad de ideas tras las falsas apariencias; ni Kant o Shopenhauer, con su compartida creencia en una realidad nouménica tras los fenómenos; ni el absolutista Hegel, convencido de que un espíritu absoluto alienta y rige la historia humana. El racionalismo que inaugura el Siglo de las Luces y permea la modernidad se ha limitado a sustituir a Dios por el Hombre, pero no ha disuelto la vieja superstición de la que sólo contados invididuos pueden librarse a título propio, exaltando su egoísmo y la férrea propiedad que deben ejercer sobre su carne, intereses y deseos, sobre su mismidad ajena a todo vínculo que no sea el de la estricta y eventual conveniencia.  Pero los hombres tienden a ser ciegos, timoratos y cobardes, no se atreven a pensar por sí mismos y a asumir las consecuencias desagradables de su conocimiento: su soledad, su imperfección y desamparo, su andar a tientas por un mundo que a duras penas cabe comprender más allá del estricto dominio de cada quien concreto. Y por ello son proclives a fabular entelequias sin fundamento que primero consagran como verdades y en seguida naturalizan hasta darlas por descontadas y tornarlas invisibles, esto es, a armar religiones teístas o ateas. Dios, el Estado, la Razón, la Moral o la Nación no son más que avatares, rostros distintos de esa obstinada religión del espíritu que la vasta mayoría de la Humanidad profesa a pie juntillas, sin atreverse más que raramente a cuestionarlos.  Incluso esos modernos sacerdotes del espíritu llamados intelectuales son rematadamente ilusos, con más fuerza si cabe dado el denuedo con que cultivan la razón y sus altos ideales, esos sutiles espejismos de su fe laica. Hay una impostura que subyace a todo filantropismo y humanitarismo, y la inmensa mayoría de los hombres padece la enfermedad del clericalismo, sea éste religioso o ético. Sólo un radical egoísmo puede salvar a cada quien, romper las cadenas que lo esclavizan a lo espiritual en cualquiera de sus formas, facilitar que cada único sea en verdad propietario de su vida y destino.  Hay que ser particulares, no libres: este es el único imperativo categórico que Stirner reconoce y proclama. La libertad lo es respecto de los demás; la particularidad, en cambio, no pide ni recibe sino que se afirma a sí misma, se rige, causa y basta.  Todas las cadenas, grandes y pequeñas, deben ser quebradas por el egoísta: las que lo ligan a la moral, a la nación y al Estado, por supuesto, pero también aquellas que lo atan a la familia y los seres queridos e incluso a la sensualidad de los apetitos, no siempre convenientes para salvaguardar su carácter único y su propiedad, por placenteros que sean. Y se es tan particular cuanto más poder se gana y tiene, sea cual sea el medio para conquistarlo, hasta el delito si hace falta.
Estas son, quintaesenciadas, las ideas que Max Stirner vierte en El único y su propiedad[1], un libro marginal y un punto maldito que desde su publicación, en 1844, ha seguido ardiendo como un rescoldo entre las filosofías e ideologías que el transcurso de la modernidad han ido convirtiendo en cenizas. Precedido y sucedido por grandes cumbres del pensamiento, el extravagante Stirner despunta así un escollo entre ellas, un autor relativamente poco citado y aun menos leído cuya feroz diatriba contra el cristianismo, el racionalismo y la Ilustración ha proyectado, no obstante, una sombra turbadora y ambigua sobre los últimos dos siglos. El libro, el único que llegó a completar, se presenta como una enmienda a la totalidad que pone patas arriba buena parte de las premisas metafísicas y éticas de la teología y la filosofía precedentes. Y ello no sólo por su arrebatada defensa del individualismo egoísta ni por la temida, casi legendaria contundencia de sus dicterios contra la religión cristiana y el proyecto humanista, sino por la epistemología implícita a su razonamiento, heredera de la consciencia lingüística inaugurada por Wilhelm Humboldt y precursora, a su vez, de la implacable e impecable deconstrucción nietzscheana de la razón y la moral, del ficcionalismo de Hans Vaihinger y del giro lingüístico que atraviesa de cabo a rabo el pasado siglo.
          Aunque desarrollada tácita y no explícitamente, es en esa epistemología desencantada y desveladora donde radica, a mi entender, el meollo de la propuesta de Stirner, más allá de sus inventivas contra los tópicos consagrados y de los a menudo denostados corolarios éticos que implican.  El razonamiento de Stirner es espasmódico y convulso, avanza como una apisonadora arramblando con dogmas y nociones que tanto la teología como la filosofía tienen por muy caros –Dios, Verdad, Espíritu, Hombre, Nación, Pueblo–, embargado por una furia profanadora tan vehemente que casi no deja títere con cabeza, a excepción de ese individuo único y propietario legítimamente impulsado por su egoísmo. Las nociones de bien, libertad o justicia; el ejercicio de la solidaridad, la compasión o la caridad; el arco antero de los ideales éticos y morales arden en la pira del egoísmo stirneriano, la única virtud sempiterna que todos y cada uno de los hombres concretos deben codiciar y promover al margen de las engañosas abstracciones que las religiones y filosofías han sacralizado durante veinticinco siglos al menos.
          Porque Max Stirner está convencido de que la gran mayoría de los seres humanos se engañan. Tanto temen las consecuencias ingratas que el desvelamiento de la verdad pueda depararles, tanto arrostrar la incertidumbre y la intemperie que se refugian en delirios que su temor y deseo fomentan y su costumbre consagra.  Antes aun de Nietzsche, Stirner viene a decirnos que el ser humano es un soñador que no sabe que sueña, un animal fantaseador empeñado en alzar castillos y criaturas del aire que se apresura a tomar por ciertos, un colosal edificio de ficciones –de signos y símbolos, de imágenes y narraciones– cuya posible verdad no se desprende, en absoluto, de la constitución de lo real concreto, pero que acaba configurando el mundo humano, la llamada realidad tal como solemos soñarla. Ésa es la epistemología que El único y su propiedad lleva implícita, y ésa la tesis que pretendo argumentar en las próximas páginas.

Un solitario excéntrico
 
           La figura de Johann Caspar Schmidt, alias ‘Max Stirner’, convoca ambiguos claroscuros con un pie en la historia y otro en la novela, resabios de El hombre de la multitud de Edgar Allan Poe, del flanêur de Charles Baudelaire, de los solilocos de Dostoievski o Huysmans; incluso del criminal estetizador, dandy y amoral fabulado por Thomas de Quincey en Del asesinato considerado como una de las bellas artes.  Es un pensador de carne y hueso, ni que decir tiene, pero tan marginal, tan extravagante en relación a la ortodoxia humanista e ilustrada que aún hoy, en plena postmodernidad descreída, cuesta encasillarlo y proponer una lectura unívoca de su texto.
Carl Schmitt le llamó “partisano del espíritu del siglo”, y suele ser reconocido, siempre en círculos minoritarios, como conspicuo cultor del llamado individualismo anarquista. Sambenitos aparte, Stirner fue un pensador liminar y sobre todo excéntrico respecto de la corriente principal de la filosofía de su época –Hegel, Shopenhauer, Kierkegaard, Feuerbach, Marx–, y también de las varias épocas que después se han sucedido, sobre la cuales ha ejercido una sombra inquietante.  Por ejemplo en Nietzsche, quien escribió pocas décadas después que él y probablemente lo leyó sin citarlo, como parece desprenderse del estilo declamatorio y rapsódico y de varias ideas centrales de ambos.  Sin ser una obra muy leída, El único y su propiedad lo ha sido mucho más que citada, y permanece como una suerte de necesario y desazonante punto de fuga en la historia del pensamiento, un autor literalmente corrosivo cuyo razonar es necesario transitar sin ahorrarse interrogantes ni dudas, a veces compartiendo –tal es mi caso– la mayoría de sus premisas epistemológicas tácitas, a veces deplorando –tal es mi caso también– una porción significativa de sus corolarios políticos y éticos explícitos.
Un hito de su vida relativamente antiheroica y retirada fue su vinculación en 1837 con  Freien (“Los libres”), un grupo de jóvenes hegelianos que se reunía en Berlín para discutir cuestiones filosóficas y políticas candentes: Bruno Bauer, Friedrich Engels, Karl Marx. El grupo estalló debido a las disensiones internas hacia 1945, cuando Marx y Engels publicaron La sagrada familia y Stirner, que solía escribir reseñas biblográficas en las que atacaba las inconsecuencias de la obra de Hegel, reprochó a sus antiguos compañeros que no osaran abandonar el círculo mágico del cristianismo. 
Se sabe de él que en 1844 publicó El único y su propiedad, y que poco después abandonó su plaza en el colegio donde trabajaba, abrió una lechería con su esposa y acabó perdiendo negocio y patrimonio.  Después de varios intentos de enderezar su situación, que incluyeron el juego en la bolsa, su situación se tornó angustiosa, su matrimonio se hundió y Stirner cayó en la miseria.  Durante esos años desesperados intentó sobrevivir mediante traducciones y colaboraciones en la prensa, y en 1852 publicó la primera parte de Historia de la reacción, un libro que dejaría incompleto.  Es bien sabido que la biografía no determina la obra, pero sí la condiciona y a menudo ilumina:  El único parece el fruto de un pensamiento desazonado, de una vida al margen enfrentada al vértido de nuevo mundo burgués, capitalista, racionalista y urbano. Y sobre todo como una furibunda reacción contra la alargada sombra que Hegel proyectaba en su época, una radical, intempestiva y asistemática deconstrucción del absolutismo conceptual de éste cuyo vórtice es su teoría del yo egoísta: no ya el yo trascendental de Fichte del que emana el mundo, sino un yo psicologizado y fieramente individual, un ego particular que a partir de sus propios anhelos y fuerzas –en neta pugna con la areté griega y el imperativo categórico kantiano– lucha por imponerse ante los demás.
Stirner asesta una crítica feroz al racionalismo ilustrado en la época en que éste empieza a mostrar sus grietas, impulsado por un romanticismo paradójico –rabiosamente antipopular y desidealizador– que carga contra el humanismo decadente y exalta el individuo único y propietario de sus deseos, temores y destino, mucho más particular, autoregido y autocausado que libre.  Y al hacerlo demuele todas las ilusiones –sean teístas o ateas, cristianas o humanistas, ilustradas o románticas–, y con ellas las abstracciones y mitos de la Razón como después harán,  entre otros, Nietzsche y Vaihinger.  La única verdad del Hombre es que no hay tal, sólo hombres en concreto, todos impelidos por su inalienable egoísmo. Tan convencido de ello estaba el autor que incluso pensó en bautizar Yo a su obra, cuya simultánea contundencia y ambigüedad facilitó lecturas y apropiaciones muy diversas y hasta encontradas a partir del momento en que vio la luz:  desde el citado individualismo anarquista hasta la contrarrevolución de De Maistre y Donoso Cortés; desde el romanticismo exaltador de lo singular, lo marginal y lo heroico hasta el reaccionarismo de un Carl Schmitt; desde Nietzsche hasta el existencialismo de mediados del siglo XX y el Mayo del 68 francés; desde el nacionalsocialismo hasta el ultraliberalismo propio del llamado capitalismo libertario y las recientes –y deleznables– doctrinas neocon.
El único y su propiedad fue prohibido nada más ser impreso. El motivo: “No sólo porque en ella se reniega de la forma más imprudente de Dios, Cristo, la Iglesia y la religión, sino porque también se designa toda constitución social, todo Estado y Gobierno como algo que no debería seguir existiendo, y se justifica la mentira, el perjurio, la estafa, el asesinato y el suicidio”[2]. Marx, consciente de su importancia, ve en él con razón un antídoto contra el materialismo histórico y el colectivismo comunista, y se concentra durante varios meses en su minuciosa refutación, incluida en el capítulo ‘San Max’ de su Ideología alemana: más allá de su retórica contundente y declamatoria, ve en Stirner a un reaccionario, a un absolutizador del egoísmo privado cuya diatriba es fruto de una sociedad burguesa sumida en una decadencia precoz.
La lenta, sinuosa diseminación de la obra de Stirner prosigue, no obstante, y a este respecto resulta decisivo que la mencionen Hartmann en su Filosofía del inconsciente y Lange en su Historia del materialismo, autores ambos leídos por Nietzsche –quien nace, por concidencia, el mismo año y mes en que se publicaLlama la atención que éste omita mencionar la influencia filosófica y aun estilística de aquél, que sin duda puede rastrearse en sus libros: los fundamentos de su genealogía de la moral; una teoría de la voluntad del yo que claramente precede a su voluntad de poder; una reivindicación y exaltación de la figura del propietario que se anticipa al superhombre; una neta proclamación de la muerte de Dios; y –en último pero no menos importante lugar– la convicción de que los seres humanos, apenas capaces de verse y renuentes a asumirse, arman formidables ensueños y delirios de consuno, construcciones y convenciones ficticias que su voluntad de ilusión se apresura a consagrar como verdades. Pero Nietzsche nunca alude directamente a él, sin embargo, aunque al parecer llega a recomendar su lectura a algunos amigos.
El único y su propiedad es, ya lo dije antes, un ascua ardiente entre las cenizas de una hoguera que nunca ha llegado a apagarse. Cabe preguntarse por qué sigue ejerciendo la desazonante fascinación que de entrada suscitó, y por qué ha inspirado o sido reivindicado tanto por una facción del pensamiento anarquista como por el neoliberalismo postmoderno, tanto por cierto nihilismo estetizante como por Mussolini o los propagandistas del Tercer Reich. Por no hablar de escritores e intelectuales de talante tan diverso como Rudolf Steiner, Dostoievski o André Gide; como los surrealistas y los existencialistas; como Bernard Shaw, Ernst Junger, Michel Foucault o Ayn Rand.
Las ideas más llamativas de Stirner, aquellas que han ido perforando el significativo velo de silencio en torno a su obra son de cariz político y ético.  O por mejor decir: una auténtica negación de toda política y toda ética posibles, una genuina antimoral que no reconoce ningún valor, relación ni fuente normativa superior ni exterior al supremo egoísta cuyo imperio proclama. Y sin embargo, aunque menos explícitas, sistematizadas y conspicuas, son sus ideas acerca del conocimiento que al ser humano le es dado alcanzar las que poseen, a mi entender, una mayor y más perdurable capacidad disolvente, y las que pueden arrojar una corrosiva, necesaria luz sobre todos los cultos y supersticiones, tanto teístas como ateos, que nuestra época con tanto entusiasmo fomenta.  
Una epistemología desveladora

El estilo de Stirner rechaza las convenciones y ortodoxias de la argumentación intelectual de cuño cartesiano, y emana de su visión acerca de los límites de la racionalidad y el lenguaje. Las premisas, los significados aceptados y los modos usuales de discurrir entrañan, a su entender, que la verdad sea concebida como un ámbito sacralizado, un reino enaltecido que rebasa el control de los individuos, y aquellos que aceptan esta concepción –la inmensa mayoría, como no se cansa de advertir– abandonan sus capacidades creativas y se subordinan al orden del discurso aceptado. La única restricción legítima de los discursos que ponemos en juego debería derivar de la primacía de los fines personales.
            En El único y su propiedad no se tropieza ninguna formulación epistemológica explícita, ya lo he dicho, pero el texto está de cabo a rabo empapado de una conciencia lingüística más intuitiva que sistematizada, de una toma de postura radical respecto de las capacidades y carencias del lenguaje humano entendido como facultad cognoscitiva esencial, por un lado, y de las formas prevalentes del discurso teológico y filosófico, por otro. Adscrito usualmente al nominalismo, Stirner piensa y escribe –tal vez sin haberlo leído– a la sombra de Wilhelm V. Humbolt, y sin duda arroja la suya propia sobre el pensamiento lingüístico de Friedrich Nietzsche, tal como éste lo sustancia en sus diversos textos sobre retórica y en el ensayo Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, sobre todo.
Así mismo, la avasalladora demolición a que Stirner somete las grandes nociones-fetiche del pensamiento occidental –Dios, Verdad, Hombre, Espíritu, Nación y Pueblo, entre otras– revela una conciencia lingüística hipersensible, la convicción de que son ficciones e imposturas consagradas por un uso largo y unánime. Aunque no lo explicita ni detalla, su impulso destructor nace, en mi opinión, de una epistemología que todavía no ha sido suficientemente tratada ni comprendida. En los hoscos, a menudo sarcásticos dicterios de Stirner contra la religión, el Estado, el racionalismo y la moral se esconde una teoría del conocimiento que no sólo descree de la obra de Hegel –contra cuyo influjo escribe– y de los cimientos optimistas de la Ilustración, sino que pone en severo entredicho el entero edificio de la metafísica desde sus albores mismos. 
No hay espíritus ni dioses, cielos ni infiernos, no hay fantasmas ni cosas en sí ni voluntades ni esencias tras las grandes palabras. Los seres humanos tejen espectrales catedrales de consuno, sueñan causas y sustancias que no existen, fantasean entidades que sólo su imaginación secreta.  No hay arquetipos ni ideas primordiales ni noúmenos tras los fenómenos, sólo seres que los fabulan porque no se resignan a aceptar su estricta, solitaria, limitada materialidad, el hecho de que no hay más principio que el egoísmo,  ni más deseable imperativo que el que liga al único con su propiedad. Son, así pues, las grandes abstracciones sacralizadas e intocables, los universales los que son literalmente corroídos por el ácido de Stirner. Y aunque sin método ni sistema, entre convulsiones e iluminaciones súbitas, su argumentar se anticipa al ficcionalismo que Hans Vaihinger desarrollaría en La filosofía del  ‘como si’, más de medio siglo más tarde.

Con sus propias palabras

A continuación, siguiendo el hilo literal del texto, ofrezco una suerte de glosario de las principales ideas de Stirner, tanto de las que explícitamente aluden a la ética, la política y la moral como a las de talante tácitamente epistemológico. Cito entre paréntesis la página de la edición que manejo.

Diatriba contra la superstición del espíritu, sea religiosa o racional.  La mayoría de los hombres se afanan por lo espiritual y buscan en todo las huellas de esa entelequia que con iluso fervor llaman espíritu. Los religiosos confesos creen que todo emana de Dios, las verdades y las normas, la misma creación y sus leyes. Los modernos feligreses de la razón se creen lúcidos, en cambio, desencantados y descreídos, y en todo ven su sello; han matado a Dios, sí, pero no perciben que al hacerlo han dejado intacta la sempiterna superstición del espíritu.  “Al igual que un soñador sólo vive y tiene su mundo en las imágenes fantásticas que él mismo crea, al igual que un loco genera su propio mundo onírico sin el cual no podría ser ningún loco, así el espíritu tiene que crear su mundo espiritual y, antes de crearlo, no es espíritu.” (59 y 60)

Sobre el espiritualismo del racionalismo humanista.  Ni siquiera la mayoría de los ateos se libra de la superstición; están hechizados por el nuevo espiritualismo humanista, y sólo son egoístas involuntarios e inconsecuentes: “Pese a todo tu ateísmo, compartes con el creyente en la inmortalidad la pasión contra el egoísmo.” [...] “Por eso desprecias al egoísta: porque posterga lo espiritual en beneficio de lo personal y sólo se cuida de sí mismo donde a ti te gustaría verle actuar por amor a una idea. Os diferenciáis en que tú pones en primer plano al espíritu, él, en cambio, a sí mismo, o en que tú disocias tu ‘propio yo’, el espíritu, y lo elevas a soberano del resto carente de valor, mientras que él no quiere saber nada de esa disociación y persigue intereses espirituales y materiales según su propio placer.” (61 y 62)

Buena parte de la Humanidad, poseída por fantasmas. Una gran parte de la Humanidad esta poseída por fantasmas, cree vivir en la verdad cuando solamente delira despierta un sueño: “Quien no cree en ningún fantasma, sólo necesita seguir avanzando consecuentemente en su incredulidad para darse cuenta de que detrás de las cosas no se esconde ningún ser aparte, ningún fantasma o –lo que ingenuamente según la palabra se tiene por equivalente– ningún ‘espíritu’.” (66) “El hombre sólo ha superado realmente el chamanismo y su fantasma, cuando posee la fuerza de deshacerse no sólo de la creencia en los fantasmas, sino también de la creencia en el fantasma; no sólo de la creencia en espíritus, sino también de la creencia en el espíritu.” (107)
Pero tan extendida, tan unánime posesión acaba consagrando la locura de los muchos, una situación genuinamente manicomial que viven como natural, sensata y seria: “No hay nada más serio que el loco cuando llega al punto culminante de su locura: dominado por su afán ya no entiende ninguna broma (ver manicomios)” (102)

Contra el dualismo metafísico, de Platón a Kant y Hegel.  Los grandes maestros del pensamiento han edificado un orbe de ensueños, convencidos de que la materialidad de este mundo es vana, cegadora y falsa.  A semejanza de los profetas, aunque cambiando la epidermis de su léxico y razonamiento, profesan la religión del espíritu, y están convencidos de que existe una realidad mayor de esencias escondidas tras la realidad menor de las apariencias falsas: “En definitiva, el mundo es ‘vano’, es fútil, es sólo una ‘apariencia’ cegadora. Su verdad es sólo el espíritu; es el cuerpo aparente de un espíritu. Ya te fijes en lo cercano o lo lejano, te rodea por todas partes un mundo fantasmal: siempre tienes ‘apariciones’ o visiones. Todo lo que se te aparece es la apariencia de un espíritu que mora en el interior, es una aparición ‘espectral’, el mundo es para ti sólo un ‘mundo aparente’ detrás del cual actúa a sus anchas el espíritu. Tú ‘ves espíritus’.” (67)
          Puede decirse, en general, que tanto los pensadores antiguos como los intelectuales modernos son inveteradamente ilusos, sacerdotes de un espíritu antaño encarnado en el fantasma de “Dios” que al ir deviniendo ateo ha resistido incólume: “Los hombres espirituales se han metido algo en la cabeza que debe realizarse. Tienen nociones del amor, del bien y de otras cosas parecidas que quisieran ver realizadas, por eso quieren erigir un reino del amor en la tierra, en el que nadie actúe por puro egoísmo, sino “por amor”. El amor debe mandar. ¿De qué otra manera se podría llamar lo que se han metido en la cabeza si no es con la expresión idea fija? En sus cabezas ‘se aparecen fantasmas’.” (111)
          El intelectual es un abnegado, aquel que lo subordina todo a una cosa: una finalidad, un fervor, una voluntad: “Le domina una pasión por la cual ofrece en holocausto todo lo demás [...] El hombre debe sacrificarse por una gran idea, por una gran causa.” (113) Y esta gran causa suele ser, en el tiempo en que Stirner escribe, de carácter filantrópico y humanitario, todo por amor y en loor de esa entelequia que para él es El Hombre: “Cayendo del interés personal se entra en el filantropismo, el humanitarismo, que se suele interpretar mal, como si fuera un amor por los hombres, por cada individuo, mientras que en realidad no es más que un amor por el Hombre, del concepto irreal, del fantasma.” (115) “Quien se entusiasma por el Hombre pierde de vista a las personas, y nada en un interés sagrado e ideal. El Hombre no es ninguna persona, sino un ideal, un fantasma.” (116)

Moderna sustitución de Dios por el Hombre. De modo que el talante racionalista y humanista propio de la modernidad, incluso en su versión atea, ha conservado en lo esencial la vieja superstición al sustituir la creencia en “Dios” por la creencia en “El Hombre”, esa quimera genérica en cuyo nombre se aherroja a los hombres únicos y concretos, de carne, sangre y hueso: “Los ateos se burlan del ser superior, que también ha sido venerado bajo el nombre de ‘ser supremo’, y arrojan al polvo una ‘prueba de su existencia’ tras otra sin darse cuenta de que ellos mismos, por la necesidad de un ser superior, sólo destruyen lo viejo para conseguir sitio para uno nuevo. ¿Acaso no es ‘el Hombre’ un ser superior al individuo, y no deben venerarse y mantenerse sagradas las verdades, derechos e ideas que resultan de su concepto como revelaciones precisamente de ese concepto?” [...] “Gente piadosa, el más furioso ateo no menos que el cristiano más creyente”  (70 y 72)

Carácter fantasmático del racionalismo, incluso kantiano. Ni siquiera el moderno racionalismo kantiano se libra de ese lastre, que permea la obra de las más presuntamente preclaras mentes del tiempo. “Lo que al principio se consideró existente, como el mundo y similares, ahora se presenta como mera apariencia, y lo verdaderamente existente es más bien la esencia, cuyo reino se llena de dioses, espíritus, demonios, esto es, de seres buenos o malos.  Sólo este mundo invertido, el mundo de las esencias, existe ahora de verdad.” (73)
La verdadera religión, sea teísta o atea, consiste en sostener que sólo las esencias escondidas son verdaderamente reales, de ahí su capacidad de pervivir a lo largo de los cultos y las doctrinas, de las ideologías y las épocas: “Conocer y reconocer tan sólo a las esencias y nada más que a las esencias, eso es religión: su reino es un reino de las esencias, de espectros y fantasmas.” [...] “Pero no sólo el hombre, todo está encantado.  El ser superior, el espíritu que se agita en todas las cosas, no queda ligado a nada, y ... sólo se ‘aparece’ en las cosas. ¡Fantasmas en todos los rincones!” (75)
De modo que la mayoría de los seres humanos viven sin saberlo en un manicomio que sostienen y comparten unánimes, sin dudar un segundo de su delirio: “Considero a los hombres que dependen de lo superior –y como aquí aludo a la inmensa mayoría, me refiero a casi todo el mundo humano– como locos de verdad, locos en un manicomio.” (76) Un delirio manicomial, así pues, entretejido por el miedo, el interés y la costumbre, y consagrado por las ideas fijas que los poseídos profesan a pie juntillas: “Los poseídos están empeñados en sus opiniones” (78) “¿Acaso no es todo necia palabrería, por ejemplo la mayoría de nuestros periódicos, el palabreo de locos que padecen la idea fija de la moralidad, legalidad, cristiandad, etc., y sólo parecen circular libremente porque el manicomio en el que vagan ocupa un espacio tan grande? [...] nuestros periódicos rebosan de política porque están poseídos de la demencia de que el hombre ha sido creado para ser un ‘zoon politikon’, y así los súbditos vegetan en el sometimiento, hombres virtuosos en la virtud, liberales en la ‘humanidad’, etc., sin jamás haber tocado esa idea fija con el cortante cuchillo de la crítica [...] Sí, la ‘idea fija’, ¡eso es lo verdaderamente sagrado!” (77)
El verdaderamente poseído, y ése constituye la multitud de los individuos, no se limita a temer, sino que honra y venera sus fantasmas. “Con la veneración ocurre algo distinto.  Aquí no nos limitamos a temer, sino también a honrar. Lo temido se ha convertido en un poder interno del cual no puedo escapar; yo lo honro, estoy poseído por él, pertenezco a él, le soy adicto. A través del honor que le rindo, me hallo completamente en su poder, y ya ni siquiera intento mi liberación. Entonces dependo de ello con toda la fuerza de mi fe, yo creo.” (109)
Son, además, los más instruidos quienes más poseídos están, tal es la fuerza del culto a la razón –esto es, al espíritu– que a capa y espada profesan: “El fanatismo se encuentra precisamente en los instruidos, pues el hombre es culto en cuanto se interesa por lo espiritual, e interés por lo espiritual es (y debe serlo necesariamente cuando es activo) ‘fanatismo’; es un interés fanático por lo sagrado.” (78) “¡La fe moral es tan fanática como la religiosa! [...] Al igual que los héroes de la fe religiosa se esfuerzan con ahínco por el ‘Dios santo’, así trabajan los moralistas por el ‘sagrado bien’. ” (79) “El hombre ha ocupado el lugar de Dios. Si la moralidad ha vencido, se ha producido un completo cambio de soberano.” (92)

Proclividad de los hombres a la religión.  De modo que los seres humanos tienden a sentir, pensar y vivir religiosamente, seas teístas o ateos (“Nuestros ateos son gente piadosa.” [234]), porque necesitan consagrar áreas enteras de su existencia, también –en especial– aquéllas que inventan a la medida de sus intereses, temores y sueños: “’El hombre debe ser religioso’, eso es algo seguro. [...] La moralidad es también una noción sagrada: se debe ser moral y sólo se debe buscar el justo ‘cómo’, la manera correcta de serlo.  No se osa acercarse a la moralidad con la pregunta de si en realidad no será un espejismo: ella permanece sublime, inmutable sobre toda duda. Y así se continúa con lo sagrado, peldaño tras peldaño, para pasar de lo ‘sagrado’ a lo ‘sacrosanto’.” (110) “La religión humana sólo es la última metamorfosis de la religión cristiana.” (224) “Pues lo religioso consiste en la insatisfacción con el hombre actual, esto es, en la disposición de una perfección a la que se debe aspirar, en el ‘hombre que lucha por su perfección’.” (301)
          Y, claro es, están permanentemente dispuestos a adorar y forjar ídolos, no importa que obedezcan a su fantasía ni que tengan pies de barro.  El Estado, la religión, la nación y el pueblo, el derecho y la ley, la ética y la moral, todos los avatares con que comparece el Espíritu son “soberanos compulsivos” que convierten al individuo en esclavo, y la libertad que por cualesquiera vías le otorgan es una simple concesión que aherroja su auténtica soberanía. (148) “Contra el derecho no se puede salir con la afirmación, como es posible contra un derecho, de que es una ‘injusticia’. Sólo se puede decir que es absurdo, una ilusión.” (143)

Fatalidad y vindicación del egoísmo. Los hombres son egoístas involuntarios a su pesar, no consecuentes como Stirner exige. Con tal de rehuirse están constantemente dispuestos a venerar tótems y temer tabús que ellos mismos disponen, y además a ahormar su actos a la medida de las fábulas que fatalmente se cuentan. “Lo sagrado sólo existe para el egoísta que no se reconoce a sí mismo, el egoísta involuntario, para él, que siempre se ocupa de lo suyo y, sin embargo, no se tiene por el ser supremo, que sólo se sirve a sí mismo y al mismo tiempo cree servir a un ser superior, que no conoce nada superior a él y, no obstante, se entusiasma por lo elevado, en suma, sólo existen para el egoísta que no quisiera ser egoísta, y se humilla, esto es, lucha contra su egoísmo y, sin embargo, sólo se humilla ‘para elevarse’, es decir, para satisfacer su egoísmo. Como quiere dejar de ser egoísta, busca por todo el cielo y la tierra seres elevados a los que servir y por los que sacrificarse; pero por más que se esfuerza y martiriza todo lo hace por amor a sí mismo, y el desacreditado egoísmo no se separa de él. Por eso le llamo el egoísta involuntario.” (69)
La verdadera liberación de ese yugo proteico y sutil es la exaltación del genuino egoísmo.  Pero no de un ídem chato, mezquino y miope, como acto seguido veremos, sino de un egoísmo lúcido y austero, por así decirlo, entendido como condición que a los hombres les es fatalmente propia, y que por ello mismo conviene asumir sin rodeos.  Y sin embargo procede advertir que Stirner no siempre aclara qué quepa entender por egoísmo. En algunos pasajes del libro parece concebirlo como búsqueda denodada y ruin del interés más estrecho; y en otros, en cambio, como vindicación del individuo autónomo, capaz de gobernarse y seguir sus propias querencias y criterios. El egoísmo así definido es, pues, propiedad, una virtud capital incompatible con cualquier suspensión del albedrío y el juicio. Stirner proclama el ideal de un individuo autorregido, libre de toda subordinación al espíritu y sus distintos avatares –Dios, Estado, Ley, Pueblo, Nación (“El pueblo ha muerto, ¡viva yo!” (271)– y de todo acatamiento de cualesquiera vínculos cívicos, familiares y sentimentales, incluidos si es menester los propios y potencialmente amenazantes apetitos: “Yo no soy nada en el sentido de vacío, sino que soy la nada creadora, la nada de la cual yo mismo lo creo todo como creador [...] ¿Qué es bueno y qué es malo? Yo mismo soy mi propia causa, y no soy ni bueno ni malo.  Ninguna de las dos cosas tiene sentido para mí [...]. ¡No me interesa nada que esté por encima de mí!” (35 y 36) : “¿Estoy en mí mismo cuando me entrego a la sensualidad? ¿Me sigo a mí mismo, sigo mi propia determinación, cuando la sigo a ella? Soy de mi propiedad cuando la sensualidad, o cualquier otro (Dios, Hombre, autoridad, ley, Estado, Iglesia, etc.) no me tiene en su poder, sino cuando yo mismo me tengo en mi poder.” (218).
Particularidad, mejor que libertad. Deseablemente, el individuo debe ser particular más que libre, conquistar su particularidad en vez de resignarse a obtener o recibir dosis de libertad de fuentes ajenas: “No tengo nada que objetar contra la libertad,  pero te deseo algo más que libertad; no sólo deberías  liberarte de lo que no quieres, también deberías tener lo que quieres, no sólo deberías ser un ‘libre’, sino también un ‘propietario’.”  [...] La particularidad, en cambio, es todo mi ser y existencia, eso es lo que soy yo mismo. Soy libre de lo que me libero, propietario de aquello que tengo en mi poder o de lo que domino. Soy mi propio ser en todo momento y bajo todas las circunstancias cuando me las arreglo para tenerme y no me arrojo en las manos de otros.”  (203 y 204). El único, pues, debe ser un auténtico dios de sí mismo, amo y señor de su vida entera: “No se ha percibido que el hombre ha matado a Dios para ser ahora ‘el único dios en las alturas’. En efecto, se ha barrido el más allá fuera de nosotros y se ha concluido la gran empresa de los ilustrados; pero el más allá en nosotros se ha convertido en un nuevo Cielo y nos invita a un nuevo asalto celestial.” (201) Un soberano con prerrogativas completas y ninguna deuda: “Todos queréis libertad, queréis la libertad, ¿por qué entonces cambalacheáis por un poco más o un poco menos? La libertad sólo puede ser toda la libertad; un trozo de libertad no es la libertad. [...] ¿Por qué no queréis hacer acopio de valor y poneros en el centro, convertiros en lo principal? ¿Para qué perseguir la libertad, vuestro sueño? ¿Sois vosotros vuestro sueño?  [...] Por eso dirigíos mejor a vosotros que a vuestros dioses o ídolos. Sacad lo que hay dentro de vosotros, que salga a la luz, revelaos a vosotros mismos.” (207, 208 y 209) “Cada uno debe decirse: Yo soy todo para mí y todo lo hago por mi causa. [...] Así pues, yo soy el núcleo que debe ser salvado de todos los encubrimientos, liberado de todas las envolturas opresoras. ¿Qué queda cuando me he liberado de todo lo que no es yo? Sólo yo y nada más que yo.” (210 y 211)
Egoísmo y alegría. Caracterizar a Stirner como un hito del nihilismo, tal como se hace a menudo, me parece un yerro considerable. Porque si bien es cierto que rechaza paladinamente toda moral y todo vínculo normativo, juzga deseables ciertos modos de conducta individuales y los tiene en alta estima. La propiedad es para él no un bien entre otros, ni siquiera el más importante, sino el único digno de tal nombre. “Pensadlo bien y decidid si queréis enarbolar en vuestras banderas el sueño de la ‘libertad’ o la resolución del ‘egoísmo’, de la ‘particularidad’. La ‘libertad’ despierta vuestra rabia contra todo lo que no sois; el ‘egoísmo’ os llama para que os alegréis por vosotros mismos, para el disfrute de vosotros mismos; la libertad es y sigue siendo un anhelo, un gemido romántico, una esperanza cristiana, ultraterrenal y futura; la ‘particularidad’ es una realidad que aparta de sí misma tanta falta de libertad como la que obstruye vuestro propio camino.” (211)
Justificación del delito. El egoísta debe mantener una relación de propiedad con sujetos y objetos. Stirner la concibe, en potencia, como un ilimitado dominio de cada individuo sobre su mundo, ejecutado sin barreras ni remilgos morales.  La relaciones con los otros deben ser estrictamente utilitarias –alimenticias, por así decirlo–, meta que autoriza la comisión de delitos si la satisfacción de los fines propios la requiere, y hasta el poder sobre la vida y la muerte[3]. “El particular es el nacido libre, el libre de origen; el libre, en cambio, es sólo el adicto a la libertad, el soñador y el visionario.  Aquel es originariamente libre porque sólo se reconoce a sí mismo, no necesita liberarse porque desde un principio rechaza todo lo ajeno a él, porque lo que más valora es a sí mismo, no valora nada por encima de él [...] buscaos a vosotros mismos, sed egoístas, que cada uno de vosotros se convierta en un Yo todopoderoso.”

Condena de todo vínculo. De aquí su denuncia de toda suerte de vínculos morales, de ciudadanía y familiares, que considera una forma más de subyugación. Y de aquí la necesaria antipatía que el individuo debe profesarle al Estado, y su deseable negativa a acatar  deberes políticos.  Todo Estado es un despotismo, viene a decir, lo de menos es que sea un jerarca o una muchedumbre el déspota. El único debe transgredir o burlar cualesquiera normas, incluso si han sido democráticamente adoptadas. “Por eso nosotros dos, el Estado y yo, somos enemigos. Como egoísta no siento ninguna inclinación por el bienestar de esa ‘sociedad humana’, no sacrifico nada por ella, sólo la utilizo; pero para poderla utilizar por completo, más bien la transformo en mi propiedad y en mi criatura, es decir, la destruyo y fundo en su lugar la unión de egoístas.” [...] “Fichte habla del yo ‘absoluto’, yo, sin embargo, hablo de mí, del yo transitorio.” [...] Yo soy mi especie, soy sin norma, sin ley, sin modelo ni nada parecido. Es posible que pueda hacer poco de mí; este poco, sin embargo, es todo y es mejor que lo que dejo que se haga de mí mediante el poder de otro.” (228, 231) “El yo desenfrenado, y eso es lo que somos en origen, y lo que seguimos siendo en nuestro secreto interior, es el continuo delincuente en el Estado.” (251)
Y, claro, si Estado e individuo son enemigos irreconciliables, si el derecho y el contrato social no son más que vínculos que atentan contra la propiedad de éste, entonces el delito es poco menos que inevitable y por completo legítimo: “No sabéis que un yo propio no puede dejar de ser un delincuente, que el delito es su vida.” (254) “Desde siempre el egoísta se ha afianzado en el delito y se ha burlado de lo sagrado: la ruptura con lo sagrado o, mejor, de lo sagrado, puede ser general. Una revolución no se repite, pero un delito violento, desconsiderado, ignominioso, sin conciencia, orgulloso, ¿no retumba en truenos lejanos, y no ves cómo calla y se nubla el cielo lleno de presentimientos?” (299)

Exaltación de la carne. El signo de todos los deseos reaccionarios es la fabricación de entes generales y abstractos, conceptos vacíos y carentes de vida. El único propietario, en cambio, intenta aliviar “a lo individual, robusto y lleno de vida, de la confusión de generalidades. Los reaccionarios querrían sacar de debajo de la tierra un pueblo, una nación; los particulares sólo se tienen delante a ellos mismos.” (287) Y ese sí mismos que tienen delante no es más que su carne, la única verdadera naturaleza y condición que les es dado poseer y gozar: “Sólo puedo romper la tiranía del espíritu mediante la ‘carne’, pues sólo cuando un hombre también percibe su carne, se percibe por entero, y sólo cuando se percibe por entero, es perceptible o racional” (99) Y sin embargo la gran mayoría de las personas se empeñan en ver en su carne pecado, amenaza o enfermedad, acatando un delirio religiosamente difundido que invierte el sentido de toda posible lucidez y bienestar: “Pero si por una vez  la carne tiene la palabra, y el tono de ésta es, como no puede ser de otra manera, ‘apasionado’, ‘indecente’, ‘maldiciente’, ‘perverso’, etc., entonces [el cristiano]  cree percibir voces del demonio, voces contra el espíritu.” (99)
El poder conquistado. Por encima de cualquier posible derecho está el poder que el individuo gana, en una lucha despiadada con los demás: “Yo decido si me parece justo; fuera de mí no hay ningún derecho. Si para es justo, es justo. Es posible que para otros no sea justo, pero ése es su problema, no el mío, que se defiendan, si pueden. [...] Esto es lo que hace cualquiera que sabe apreciarse a sí mismo,y cada uno en el grado en que es egoísta, pues el poder va antes que el derecho y, además, con todo el derecho.” (240)  No hay más justicia, por consiguiente, que la que emana de cada yo autocausado: “La sociedad quiere que cada uno tenga su derecho, pero sólo el sancionado por la sociedad, el derecho social, no realmente el derecho de cada uno. Yo, en cambio, me doy o me tomo el derecho de mi propia omnipotencia y soy un delincuente impenitente contra todo poder superior. Propietario y creador de mi derecho, no reconozco ninguna otra fuente del derecho que yo mismo, ni Dios, ni el Estado, ni la naturaleza, ni siquiera el hombre con sus ‘eternos derechos humanos’, ni el derecho humano ni el divino.” (257)
Tampoco el mantenimiento de la palabra dada y el compromiso resiste tal demolición, ni que decir tiene. Stirner asocia la institución de la promesa con el constreñimiento heterónomo e ilegítimo, que juzga incompatible con el individuo autónomo. La común exhortación a respetar las promesas es otro intento de amordazarlo, otro ardid ético que el egoísta consecuente, abrazando el heroísmo de la mentira, debe contra viento y marea burlar.  Y no al modo de aquéllos que faltan a su palabra en aras de una meta espiritual más alta, tal como hizo Lutero, sino actuando en aras del propio interés. El corolario que de todo ello se desprendería, caso de cumplirse el ideal stirneriano, es que el futuro no sólo estaría formado por egoístas aislados, sino también por las asociaciones de conveniencia que eventualmente podrían trabar. Ninguno de ellos se subordinaría al resto, porque tal unión sería apenas un nexo utilitario, orientado a cumplir las respectivas metas.  No habría, pues, fines compartidos a excepción de éste, y la asociación no tendría valor normativo alguno.

A modo de coda y (parcial) refutación

“Así pues, se puede decir:
Mi poder es mi propiedad.
Mi poder me da propiedad.
Mi poder soy yo mismo y, a través de él, soy mi propiedad.” (235)


La fascinación que El único y su propiedad ha ejercido sobre muchos de sus lectores sigue viva hoy, insidiosa y obstinada.  Formado, probablemente, en los ideales de la modernidad ilustrada y en los valores de la democracia y la ética humanistas –por más irónico y desacralizador que sea su epílogo postmoderno–, el lector de nuestro tiempo renueva muchas de las reacciones que generaciones anteriores tuvieron, más si cabe cuando se confronta al vertiginoso pandemónium contemporáneo. El libro carece de método, arquitectura y sistema, ya lo he constatado; no siempre argumenta convincentemente lo que sostiene y abunda en un tono declamatorio, a medio camino entre la diatriba y el panfleto. Y sin embargo permanece incómodo en la memoria años después de haberlo leído, como ese rescoldo entre las cenizas al que aludía al iniciar este texto.
El lector palpa la textura rugosa y quebrada del racionamiento, fácilmente imagina al escritor rebelde, solitario y probablemente resentido, su ira abstracta contra el Cristianismo y los Papas y Platón y Hegel, su rabia mucho más concreta contra Feuerbach y Bruno Bauer y Friedrich Engels y Karl Marx y otras lumbreras del tiempo. Su frustración académica y la ruina de su pequeño negocio. El progresivo apartamiento de la intelectualidad en boga. La amarga separación de su esposa. La debacle de la ruina. Y se lo figura aislado en su tabuco añoso, escribiendo de noche con el plumín que primero moja distraído en el tintero y luego, a la titubeante luz de una vela, arrastra rasposo sobre las cuartillas mientras cuaja sus espasmos. Como Poe y Baudelaire y Gogol en sus cuchitriles. Como el protagonista del Auto de fe de Canetti en su torre aislada.  Como el lobo estepario de Herman Hesse y los imprecadores de Céline y el Adrian Leverkühn de Doktor Faustus. Como los escribientes de Melville y los solterones de Kafka aislados en sus galpones y Francis Bacon pintando a Inocencio X entre muñones y cuerpos descuartizados.  Como todos esos y otros artistas debatiéndose por empalabrar la ajena, la hiriente, la grotesca enormidad de un mundo espectral y huérfano de un Dios difunto, por completo dejado a su suerte.
Yo suelo imaginarmelo así cada vez que lo releo.  Así fue hace años, cuando el libro cayó por primera vez en mis manos. Y ha sido ahora, con motivo de la relectura y las notas que he tomado para urdir estas líneas. Embargado por sensaciones distintas e incluso encontradas, busco una única conclusión y en su lugar hallo varias, y entonces el libro resucita su ambigüedad y sus muchos rostros patentes y escondidos, una ristra de preguntas que no hallan cabal respuesta. A veces Stirner se muestra como un ególatra enfermizo. Un cínico asocial. Un resentido perverso.  Tanta es su cólera, tan intensa su saña que no se toma el trabajo de matizar, él que pretende descorrer el último, el auténtico velo de Maya para mostrarnos no ya esencias y nóumenos y causas últimas imposibles, sino la humana estupidez nuda y sola. Es a un tiempo penetrante y simplista, perspicaz y reduccionista en extremo. Postula con razón el papel capital que el egoísmo y la voluntad de dominio tienen en el vivir de los hombres, y acto seguido arruina su argumentación cuando perjura que ése es el único vector que lo orienta y el exclusivo motor que debe impulsarlo. Arranca con un acierto que sólo puedo aplaudir las historiadas, las seductoras máscaras del poder y las imposturas de los más encumbrados mercachifles e ingenieros del alma, retrata a los seres humanos como criaturas timoratas y desvalidas que se aprestan a adorar entelequias con tal de imponer su férula y no asumir su condición sucinta. Y sin embargo, a continuación, no infiere de su implacable deconstrucción una ética humanista y desencantada, a la vez laica y cívica y solidaria, sino una antiética en cuya pira arden todos los valores sin posible esperanza ni remisión: un auténtico infierno en la Tierra.
Otras veces, no obstante, sus frases entregan una suerte de humanismo invertido, un amargo romanticismo cuya furia destructora oculta a duras penas la pasión por el goce de vivir que el autor a un tiempo siente y añora, un fervor de vida plena cuyas esquirlas se debate por rescatar de su secuestro a manos de espíritus y dogmas, doctrinas e iglesias. Intemperante. Clorhídrico. Un anticristo de la filosofía. San Max, como lo apodó Marx con sorna. Un salto maldito que antes de Nietzsche supo ver que todos los hombres y mujeres se sueñan y fingen despiertos, y no pudo entender que por ello mismo deben derivar los altos horizontes de la ética y la política de sus sueños mejores.


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[1] Max Stirner, El único y su propiedad, Madrid, Valdemar, 2004, edición de José Rafael Hernández Arias. Además de las historias de la filosofía de más solera (Geymonat, Brehier, Reale y Antiseri), resulta útil consultar la entrada: http://plato.stanford.edu/entries/max-stirner/

[2] Citado por Hernández Arias en su Introducción a la obra de Stirner, op. cit, pp. 19 y 20.
[3] Dedicaré el último pasaje del artículo a argumentar mi radical desacuerdo con semejante toma de posición, por completo inaceptable.

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