Todavía colea en la cartelera Inside Job, el más pavoroso relato de terror de los últimos años. Exhibido en contadas salas, el documental revela los delirios y desmanes financieros que hace tres años abrieron la sima en que nos despeñamos. Los principales responsables fueron, no cabe duda, un nutrido puñado de bancos, tinglados crediticios y agencias de evaluación a cuyo lado las arterías de mafias y camorras semejan juegos de niños. Pero también, en modos y grados diversos, buen número de organismos internacionales y estados; de entidades regionales y locales; de medios de comunicación y centros de instrucción; amén de millones de súbditos embaucados no sólo por las artimañas de los delincuentes de traje y corbata, sino por sus propios ensueños de posesión sin freno.
Desazonado en la sala a oscuras, el espectador reconoce ciertos signos de la histórica mutación que, a guisa de opaca salmodia, la opinión publicada suele llamar ‘crisis’. Como si se tratase de un brete del que Europa y Occidente saldrán renovados e intactos, tarde o temprano; y como si su índole fuese económica en sustancia, y por tanto curable gracias a los abracadabras y misterios que los oficiantes de la pertinente disciplina custodian. Y se rebulle en la butaca según comprende que ésta no es una coyuntura fugaz, sino una metamorfosis que parirá un mundo muy diferente al que vive.
Además de los que expone el documental, los síntomas son palpables. El efímero Estado del Bienestar está quebrando a ojos vista, desmantelado por los mismos poderes fácticos a los que ha regalado trozos ingentes del público erario. La constelación ‘neocon’, inductora principal de la debacle, pervierte el legado del liberalismo y corroe con su cínico vitriolo el ideal de la democracia y su praxis. Las laboriosas conquistas del movimiento obrero y la sociedad civil son inmoladas en el ara del dios Progreso y sus santos Mercados: inequívocos perpetradores del latrocinio erigidos en sus acreedores implacables. La genuflexa socialdemocracia se debate por respirar al tiempo que, huérfana de idearios y utopías, ejecuta las órdenes de los que mandan a costa de los ciudadanos. El proyecto de Unión Europea –un crucero botado tras 1945 con sangre, lágrimas y sudor– hace aguas mientras los nacionalismos grandes y chicos campan por sus fueros, la periferia del continente se arruina y el imperio global lo deserta en favor del capitalismo autoritario de Extremo Oriente y los BRICS, cuya amenaza pende incluso sobre los Estados Unidos. Las tradicionales estructuras de acogida que antaño encauzaban la socialización –educación y ciudad, familia y afectividad, religión y culto– llevan décadas deteriorándose sin que ninguna otra instancia, a excepción del ciberentorno y los media clásicos, se encarguen de recoger su testigo. Y entre tanto, sujetos y colectivos asisten a la colosal muda entre perplejos y amedrentados, más inermes aun cuanto más se confían a la espectacular pasividad que fomentan los ídolos del tiempo, sean balompédicos, consumistas o identitarios.
Son sólo algunos relevantes rasgos de la alteración en curso, elegidos adrede entre otros con los que integran un encaje alarmante: el ‘mundo dado por garantizado’ está viniéndose abajo a ritmo vivo, y con él el haz de hábitos, implícitos y referencias que hacen viable la relativamente armónica convivencia. Lo que hoy se halla en trance de extinción es la variopinta herencia que las generaciones se transmiten, ese acervo de creencias e ideas, instituciones y procederes que permiten construir –crítica y heterodoxia incluidas– una sociedad no sólo hospitalaria para sus miembros, sino para los que habrán de serlo mañana. La humana existencia es y será siempre problemática e imprevisible, de ahí que la pérdida de derechos y garantías que por doquier se percibe conlleve la de una frágil y preciosa salvaguarda. Sin ella tiende a envilecerse el vivir, recíproca depredación que el romántico Géricault pintó con negra maestría en el cuadro La balsa de la medusa. Como en esa chalupa de pesadilla, el naufragio en ciernes amaga cobrarse innúmeras víctimas, y condenar a los resistentes a disputar y bregar sobre exiguas balsas, no sólo arrostrando la procelosa deriva en mar abierto, sino el extravío de los vínculos éticos, políticos y educativos que deberían orientar el bogar de todos. ¿Estará en nuestra mano, empero, rehacer la responsabilidad, confianza y lealtad que fundan toda convivencia cuando la galerna remita? ¿Legaremos un habitable porvenir a nuestros herederos, o apenas el aquelarre de lobos que Hobbes temió en su dictum famoso?
Un mundo que se soñaba próspero y a salvo se descubre de buenas a primeras a la intemperie, cada vez más ayuno de razonables garantías y derechos, y expuesto al acoso de hienas y demagogos, especuladores y chacales. Y se sorprende, ante todo, huérfano de las cartografías que la educación procuraba cuando no era aún adoctrinamiento crudo, y estafado por un complejo de dominio que está trocando la democracia en parodia, la naturaleza en vertedero, la ciudadanía en público y, en suma, su expoliadora voracidad en religión profana. En el instante de rematar estas líneas la muerte del Bin Laden trasciende a los noticiarios, liquidado sin juicio ni garantías en un sombrío augurio de tiempos peores.
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