(Artículo publicado el sábado 25 de junio por Lluís Duch y Albert Chillón en la sección de Opinión de 'La Vanguardia')
Desde la eclosión del ‘15-M’ ha ido creciendo una alarmante escisión entre el abanico de iniciativas y protestas cívicas, por un lado, y el establecimiento de poder y sus vertientes partidarias, sindicales y periodísticas, por otro. Tanto es así que se ha abierto una ominosa dicotomía entre la sociedad civil y la sociedad política, que corre el riesgo de agostar el suelo de legitimades y consensos en que se asienta la democracia, ese perfectible aunque sin par complejo de equilibrios del que es garante el Estado de Derecho –Generalitat incluida. Contra lo que ciertos profetas del desastre auguran, sin embargo, sostenemos que esta encrucijada posibilita una regeneración democrática vital para arrostrar la dramática crisis social y económica que aqueja al país y a Europa. Y también que su consumación, de llevarse a cabo, requeriría tender puentes entre ambas orillas.
Incontables ciudadanos de toda laya y edad están siguiendo los sucesos en curso con una actitud que combina esperanza y desazón. Las razones para la inquietud son variopintas, como expertos y articulistas expresan en páginas y pantallas. Y arraigan en la crisis general y epocal que vivimos, señalada por una mutación plenaria y planetaria del globalizado capitalismo, cuya impune plutocracia está poniendo de rodillas a los Estados; socavando el statu quo vigente desde el fin de la Segunda Guerra; y derruyendo el edificio alzado por el compromiso histórico entre la vieja burguesía y los movimientos revolucionarios y reformistas, expresado en el Estado del Bienestar y en la vigencia del ideario socialdemócrata, hoy poco menos que desahuciado. La ruina de amplias capas de población, la creciente vulnerabilidad y la precarización de los otrora instalados son los síntomas más visibles de una metamorfosis que no sabe de patrias, mal que les pese a quienes la leen en clave nacionalista. Justo cuando más arrecia la insultante prepotencia de los ‘mercados’ y los poderes fácticos, más patente se torna el deterioro de la autoridad democrática y la urgencia de restaurarla, tal como estos días –con preponderante y honroso civismo– están pidiendo los indignados.
Hay, con todo, razones para la esperanza. Tomadas en su esencia y conjunto, las distintas facetas del movimiento 15-M conforman uno de los más relevantes eventos de las últimas décadas, llamado a ser asumido como potente tónico para nuestra fatigada aunque bisoña democracia. Lejos de poner en jaque sus ideales, como ciertas voces pregonan, les rinde homenaje al denunciar las patentes corrosiones y corrupciones que sufren, y al vindicar reformas proclives a su consumación –entendida como horizonte al que debe tenderse siempre, por más que nunca quepa alcanzarlo. A pesar de sus carencias y errores, el 15-M trae luz y aire frescos que ninguna persona sensata y cabal debería ignorar: una aún balbuciente y deslavazada crítica contra la vigente institucionalidad, aquejada por una degeneración que gobernantes y ciudadanos precisan resolver a una.
La galerna que atravesamos solo podrá ser afrontada si ambas sociedades, la civil y la política, detienen el rampante cisma y colaboran en regenerar la perfectible democracia de que ya disponemos. Estamos convencidos de que, plural como es y debe ser, el parecer mayoritario rehúye el arsenal de tópicos y simplezas que están cundiendo, tanto entre el grueso de las filas establecidas como entre parte de las indignadas –humilladas y ofendidas, no se olvide, por el mayor expolio social, político y económico del último medio siglo. Y de que incontables ciudadanos de bien estiman suicida que tan crucial diálogo entre ambas partes se degrade en monólogo ciego, sostenido a costa de sofocar o marginar a los discrepantes.
Amén de persistir, articularse y crecer, la hasta hace poco demudada sociedad civil puede aportar a la sociedad política un horizonte utópico que ésta ha perdido en gran medida: metas y valores –inherentes al democrático ideal– que la partitocracia tiende a trocar en hueras liturgias, obcecada como está por inmolar cualquier trascendencia en el ara del dios mercado. Se trata de un viento regenerador que el Estado y sus institutos tienen el deber de asumir de buen grado, conscientes de que su cabal supervivencia dependerá de que recobren esa conexión con la ciudadanía que reclaman con justicia los indignados. Para lograrlo, no obstante, éstos han de evitar que se esclerosen y perviertan las virtudes que mostraron al principio, y superar las tentaciones que acechan a todo movimiento incipiente: la candidez reivindicativa, el aventurismo iluso, el demagógico y unánime narcisismo y –sobre todo– la pulsión de ignorar cualesquiera herencias, incluido el indispensable acervo de legalidades y legitimidades que el Estado de Derecho brinda.
Al establecimiento de poder, por su parte, le atañe superar el paranoico enroque con que ha respondido a los indignados con causa. Dotado de medios de los que carece la sociedad civil, cabe exigirle que asuma con generosa prudencia la exhortación colectiva, y que evite que la letal dialéctica amigo/enemigo arruine toda esperanza. La democracia no es un factum logrado, sino un empeño que siempre se halla en camino. Y su regeneración es de todo punto perentoria e imprescindible, la única vía para afrontar el desafío en ciernes.
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