(Capítulo del libro Empalabrar el mundo. El pensamiento antropológico de Lluís Duch, recién publicado por la editorial Fragmenta)
Albert Chillón
A pesar del recelo que profesa hacia los sistemas totalizantes de pensamiento, sean teológicos o filosóficos, y también de la cordial sobriedad con que comparece ante quienes le leen y escuchan, Lluís Duch cultiva una antropología de gran alcance y calado, cuyo espinazo y estribaciones integran una tácita apuesta por la renovación del ‘humanismo’ y de los saberes que inhiere. No me refiero sólo, entiéndase bien, a las ‘humanidades’ en el sentido desnortado y laxo que en nuestro tiempo han ido adquiriendo ––hasta devenir en estetizantes ‘amenidades’, no pocas veces––, sino al ‘humanismo’ en la prístina acepción que atañe a tan inveterada noción, hoy diz que obsoleta aunque disten de haberse agotado los filones que puede aportar al porvenir y al presente mismo.
Vaya por delante que no pretendo glosar el poliédrico pensamiento de Duch, afán que ha poco perseguí en un despacioso encuentro que con él mantuve[1], y que en cualquier caso cumplirán con mayor hondura y completud las variopintas perspectivas que reúne este libro. Busco, antes bien, tomarlo como piedra de toque para suscitar una reflexión que lo comprende y trasciende a la vez, ya que el autor de Mito, interpretación y cultura y de Antropología de la vida cotidiana es, a mi entender, uno de los principales cultores autóctonos del ‘humanismo’, ese secular patrimonio que hoy urge vindicar con mayor denuedo que nunca antes, dada la crisis epocal que a no dudarlo vivimos.[2]
Quede claro así mismo, a título de premisa, que de entrada suscribo la comprensión del concepto ‘humanismo’ que García Gibert vierte en su necesaria monografía al respecto[3]:
Entendemos por humanismo la tradición de una larga sabiduría, vertida por escrito, que tiene sus orígenes en la cultura greco-latina y en el posterior elemento catalizador cristiano y cuyo propósito no es otro que el ennoblecimiento armónico del ser humano en sus facetas ética y estética, existencial y espiritual.
Pero también que lo hago en sus rúbricas básicas, y no en todas ellas. En primer lugar, porque a ese doble afluente greco-latino y cristiano cabría agregarle otros menos transitados en nuestros lares, procedentes de veteranas tradiciones crecidas extramuros de Occidente[4]. Y además, porque la apasionada definición de ‘humanismo’ que García Gibert propone comete el yerro de excluir, in tutto, cualesquiera aportaciones que los ‘humanismos’ herederos de la Ilustración y la Modernidad ––“basados en el progreso, el humanitarismo, el igualitarismo democrático, el realismo científico”, según sus deploratorias palabras–– se hallen en disposición de brindar al acervo de sabiduría que con terso verbo defiende.
La tesis que en seguida argüiré sostiene, en suma, que la obra entera de Duch constituye un implícito alegato por la regeneración del legado humanista, y del sin par cometido que le incumbe asumir en los días que corren, señalados por el imperio de la razón instrumental en todos los órdenes del saber y del hacer, por una corrosiva crisis gramatical y por el auge de lo que Herbert Marcuse llamó ‘homo oeconomicus’[5]. Aludo a una vieja pero en modo alguno antigua herencia que urge rehabilitar, y que debería vertebrar el abanico de saberes indispensables para la elucidación de los humanos asuntos ––y el de procederes que su gobierno incluye[6]. Por más que suene chocante, ese ‘nuevo viejo humanismo’ no solamente aspiraría a salvar a las llamadas ‘humanidades’ de su actual desahucio y postración, reservándoles una intocable ciudadela académica que las pusiese a recaudo. Ni tampoco cabría verlo como ciencia, metodo, disciplina o enfoque, hablando con propiedad. Antes bien, le cumpliría proveer una entera visión y postulación de cualesquiera problemas y asuntos que al ‘anthropos’ afecten, capaz de inspirar y guiar no el singular contenido, por supuesto, aunque sí las finalidades humanizadoras que todo experimento y teoría perseguir debieran. Tal sería la misión del pensamiento antropológico que ese humanismo dimanaría, llamado a articular la dispersión de conoceres que hoy campan ––filosofía y teología, ciencias duras y sociales incluidas––, y a engastarlos en una perspectiva antrópica: cuerpo de premisas, principios y axiomas, claro, pero también punto ineludible de fuga.
Acto seguido expongo, de forma sucinta, las principales señas que han de distinguir la rehabilitación antropológica de la sabiduría humanista, que en la estela de Duch propongo.
1. Una sabiduría integradora
Frente al rampante enfeudamiento y fragmentación de los conoceres, congrua con la tiranía del ‘logos’ científico-técnico[7], la recreación del humanismo ha de promover su integración. No basándola, tómese buena nota, en la ortopédica igualación de su singularidad teórica y metódica, como con paternalista ––y ominosa–– jactancia proclaman los adalides de las ciencias duras, persuadidos de que el solo método hipotético-deductivo que cultivan debe serlo, también y sin menoscabo, por las disciplinas sociales y humanas; de que la ‘adaequatio intellectus ad rem’ y la ‘objetividad’ que presumen al alcance de la investigación experimental lo está al de la indagación experiencial; y, en definitiva, de que los tres principios del pensar epistémico que Aristóteles enunció ––identidad, no contradicción, tercio excluso–– son siempre aplicables a lo humano en su integridad, no importa que sean la problemática identidad, la equivocidad y la ambigüedad sus rasgos más propios.
La deseable integración que sugiero debe respetar, de hecho, la pluralidad en lo uno, y así combatir la ‘barbarie de la especialización’[8] que en nuestros días cunde, con vistas a destilar una ‘phronesis’ sabia. Pluralidad, ya que muy diversos son los objetos y asuntos que al ‘anthropos’ atingen, y múltiples las lentes que cumple aplicarles. Unidad, porque semejante variedad corre el riesgo de consumarse en dispersión, y los entenderes resultantes, en un cafarnaúm de especialismos; y porque, por ende, es preciso emplazarlos en humanizadora orientación, como antes he dicho[9]. No hablo de reconocer a las ‘humanidades’ ––con insidiosa condescendencia–– un desolador papel de venerable aunque obsoleta ‘ancilla scientia’, apenas tolerada en el mejor de los casos; ni tampoco de segmentarlas hasta el absurdo, emulando la división que impera ––de modo sólo en parte comprensible–– en las disciplinas experimentales y exactas. Sí, en cambio, de devolverles su completud tradicional, sus propios métodos o caminos, la saludable universalidad a que fueron desde su albor proclives. Y en especial, ya ganada esa meta, de cohonestarlas con las ciencias duras y sociales a su vez, todas integradas en una perspectiva humanista apta para asumir las inquisiciones acerca de la construcción y postulación del sentido ––de los orígenes y los ‘porqués’, los transcursos y trayectos, los ‘paraqués’ y los fines–– allende el ‘cómo’ y sus secuelas operativas.
2. El animal logomítico
Entendido, pues, como perspectiva y actitud basal, el renovado humanismo por que abogo debe combatir lo que llamaré falacia cientifista, en adelante y adrede. Por tal entiendo no la ciencia y sus legítimos procederes ––adecuados a los procesos y objetos que le corresponde abordar, y nada más que a ellos––, sino la extendida presunción de que resulta factible tratar cualquier vertiente humana con su concurso, a su vez concebida en clave reificadora, positivista y reductiva. Derivada del pretencioso imperialismo del ‘logos’ que en la hora presente cunde, tan vana asunción olvida que el polifacético y contradictorio ‘anthropos’ no es criatura de sola razón, de acuerdo con el ‘esprit geométrique’ en que el geómetra Blaise Pascal destacó. Sí resulta ser, en cambio, ‘animal logomítico’ que aúna concepto y sensibilidad, efecto y afecto, ‘experimentum’ y ‘experientia’, lógica e imaginación, ‘logos’ y ‘mythos’: una frágil “caña pensante” que no es “ángel ni bestia”, y cuyo corazón tiene razones que la nuda razón no llega a entender, por hilvanar tres atinadas metáforas del autor de los Pensamientos.
Lógico y mítico al tiempo, el ser humano es ‘coincidentia’ o ‘complexio oppositorum’, en escolástica fórmula reiterada por Duch. Un ser finito, ambiguo y contingente que en puridad carece de permanencia y sustancia, dotado como está de una ‘condición adverbial’ que resume su cambiante, heraclitiano ‘ir siendo’ aquí y ahora: su índole no de sustantivo o participio, sino de gerundio ‘in fieri’. Por mucho que los corifeos del cientifismo lo nieguen ––no los cultores de la ciencia cabal, repito––, el ‘anthropos’ es indeterminación, siempre y de cabo a rabo: incierto, artificioso y equívoco, a duras penas cognoscible para sí, no cabe reducirlo a cosa ni suceso predado y natural. Y sí, en cambio, intentar comprenderlo en su inasible completud, poniendo en juego el talante y obrar que la pascaliana exhortación al ‘esprit de finesse’ resume. [10]
Liberada, entonces, de la falacia cientifista, la perspectiva humanista que defiendo ha de apoyarse en una ‘razón logomítica’ de nuevo cuño, atenta tanto a las valencias determinables y objetivables del ‘campo humano’ como a las que no lo son ni podrán serlo. De hecho, el método científico constituiría uno de sus procederes posibles, no el único y universalmente válido ––ni siquiera ‘primus inter pares’ por fuerza, a pesar de que su contrastabilidad, cautela y rigor resulten dignos de emulación no escasas veces. Las operaciones del crudo ‘entendimiento racional’, en suma, no bastan ni de lejos para dar cuenta del ‘anthropos’ e inspirar su actuar, afán que requiere rebasar los límites del concepto en pos de la ‘comprensión raciosensible’, la interpretación y la hermenéutica.
3. Hermenéutica, retórica y simbolismo
Tal como Dilthey observó en su obra caudal, Introducción a las ciencias del espíritu, el conocimiento de lo que su contemporáneo Husserl llamó ‘mundo de la vida’ (‘Lebenswelt’) no casa con la sola aplicación del entendimiento lógico y su epistemología derivada, sea en forma de ciencia aplicada o pura. Sí que hace aconsejable ––y hasta inescapable–– su uso a menudo, ni que decir tiene, pero además exige un abordaje complementario, sin el que no es factible comprender la polifacética e intrincada problemática del ‘anthropos’. El indeterminado ente que ‘vamos siendo’ es caracterizable como ‘loquens’, ‘symbolicus’ y ‘signans’ a una: una ‘criatura políglota’ provista de múltiples expresividades, códigos y lenguajes, regidas por el verbo en postrera instancia.
Ello implica que, a diferencia de ‘lo real’ predado ––de la ‘physis’ y del ‘bios’ crasos, ajenos a nuestra acción y dicción–– la ‘realidad humana’ o ‘mundus’ que creamos y vivimos es un ingente orbe de artificios tejido mediante los signos, símbolos y palabras que sin pausa trocamos. No es lícito concebir tal semiosis como una operación posterior a la realidad y a los procesos que la integran, según suele presumirse; y sí, más bien, como un ingrediente sustantivo del ‘mundus’, hacedor de su dintorno y contorno concretos[11]. E implica también, por tanto, que tal semiosfera ––el término es de Lotman[12]–– es fruto de la creativa ‘poiesis’: de la agencia y la omisión, la razón y la imaginación, la decisión y la pulsión; de los límites y posibilidades que ahorman la libertad de la especie.
De ahí que la hermenéutica resida en el corazón de las ‘ciencias del espíritu’ que a fines del ochocientos promovió Dilthey. La ‘comprensión’ (‘Verstehen’) se halla entrañada en el diario vivir, a tal punto que éste no es viable ni pensable sin ella; y las artes y labores interpretativas son del todo indispensables para hendir sus entretelas, dado que éstas no son, las más de las veces, accesibles al nudo ‘logos’ y al método científico que es su culmen. Un ser políglota y logomítico que concita harto distintas facetas y estratos, y cuyo ‘ir siendo’ debe ser comprehendido a través de distintas vías. Si el infinitivo e histórico vivir ––y no la simple biología–– está entreverado de comprensión ‘a priori’ e ‘in fieri’, entonces procede comprenderlo, ‘a posteriori’, gracias a las operaciones interpretativas que la hermenéutica incluye.[13]
Por más que forme parte de la general semiosis, la problemática en torno al símbolo reviste peculiar relieve para el humanismo por cuyo renuevo abogo. En su Filosofía de las formas simbólicas, Ernst Cassirer atribuyó al símbolo y a su labor una función antropológica preeminente, tanto que vio en él ––con motivo–– la clave de arco de su recreación cultural del kantismo. Realizaciones históricas de los abstractos ‘fenómenos’ que Kant postuló, las variadas ‘formas simbólicas’ ––el mito y el arte, la ciencia y la religión, el lenguaje y la historia–– erigen e informan el mundo humano[14]. Quiéralo o no, el ‘animal simbólico’ que al decir de Cassirer somos parte de la natura predada y cultiva un orbe dado, hecho de convenciones y artificios: un ‘mundus’ en buena medida instado y sustanciado por su libertad y necesidad, su imaginación y voluntad, su deseo y temor, y constreñido sin duda por ellos. Según el parecer de Gilbert Durand, que por entero suscribo, tan heteróclita e intrincada creación no se presta a ser comprendida mediante el recurso exclusivo al ‘logos’, so pena de incurrir en el grave reductivismo que aqueja a las patologías epistémicas de la modernidad ––positivismo, mecanicismo, determinismo, cientifismo––, consagradas desde Descartes y Bacon al menos[15]. Es preciso, en cambio, acometerla a través de un abanico de perspectivas ad hoc, no sólo atentas a matematizar sus aspectos pasibles de serlo, sino a interpretar sus sentidos, plurívocos y hasta equívocos a menudo. De ahí la prioridad que Durand ––heredero de una tradición que se remonta a la crítica romántica a la Ilustración, por no ir más lejos–– otorga a las ‘hermenéuticas instaurativas’; y de ahí el relieve que concede a la narración y la metáfora, la imaginación y la imagen, el símbolo y el mito.
En ello radica, me permito añadir, el eminente papel que cumple a la retórica en la propuesta que pergeño, siguiento la estela de Duch y sus mentores. No mera ‘techné’ o ‘ars’ dotada para realzar la belleza o la aptitud suasoria del discurso, sino entraña dinámica de éste ––y de la ‘realidad humana’ en sí, que es ‘poiesis’ y acción trópicamente animada, en relevante grado––, a la fértil retórica le incumbe un crucial cometido. A la sombra de Giambattista Vico, cuya Scienza nuova impugnó en 1725 el cartesianismo, Hans Georg Gadamer ha encarecido la cardinal misión que atañe a una retórica de tenor y ambición filosóficos entre las ciencias del espíritu ––y a una filosofía que se refunde a sí misma a su vez, a tenor de la conciencia que de tamaña restauración deriva. Amén de finito, contingente y ambiguo ––por ello mismo, de hecho––, el ‘anthropos’ es un ser de mediaciones al que le está vedada la inmediatez: animal simbólico y semiótico, metafórico y trópico, inexorablemente abocado a erigir un ‘mundus’ progresiva ––aunque nunca definitivamente–– escindido de la naturaleza, gracias a sus facultades performativas y proactivas. Por mor del discurso y la semiosis, el ‘homo signans et loquens’ hace su realidad al imaginarla y decirla, tanto a priori como in fieri; y no se limita, pues, a consignarla o representarla en mimesis elaboradas a posteriori, según suele creerse. Como Durand ha señalado a rebufo de Nietzsche, la retórica es, en cuanto ‘dynamis’ entrañada en el vivir, puente obligado entre imaginación y razón, ‘mythos’ y ‘logos’, símbolo y signo; y en cuando óptica o enfoque, insoslayable pasarela entre las ciencias del ‘experimentum’ y las de la ‘experientia’.[16]
4. Un nuevo proyecto ilustrado
Aunque suene solemne, la expresión ‘humanismo planetario’ que Durand emplea alude a la misma integración de las distintas ramas del conocer que este papel sugiere. No se trata apenas, véase bien, de resignarse a exigir la preservación de las ‘humanidades’ ––así designadas con creciente indulgencia, por cierto––, cuyos de por sí parvos bastiones desafió el auge del monismo racionalista, nuncio del derribo que hoy sufren. Quiero ponderar, en cambio, la urgencia de regenerar el milenario ‘humanismo’, entendido como ideal y acervo llamado a alumbrar los rumbos comunes y personales. A este preciso respecto, como anuncié al empezar, no suscribo por entero el criterio de García Gibert, cuya vehemente defensa del ‘viejo humanismo’ prescinde ––cuando no desprecia–– cualesquiera tributos que puedan rendirle “el progreso”, “el humanitarismo”, “el igualitarismo democrático” o “el realismo científico”, por expresarlo en sus términos. Estimo fuera de discusión que la tradición que ambos vindicamos bebe en los manantiales de Atenas, Jerusalén y Roma, en efecto, y que recibe nueva y fecunda savia del cristianismo, entre otros afluentes que no menciona. Pero tengo para mí, además, que los vectores de la Modernidad que trae a colación ––progreso, humanitarismo, ciencia, democracia–– no son por fuerza ni per se letales para su salvaguarda y medro. Como tampoco lo son siempre ni por fuerza algunos de sus más propios y actuales frutos, así la industria cultural, la comunicación mediática o el ciberentorno.
Es más: sostengo que tanto la modernidad como la Ilustración arrojan luces aparte de sombras, y que unas y otras deben contar en el balance que aquí y ahora importa. Sombras, porque es cierto que algunas de sus cacareadas conquistas ––la hegemonía del racionalismo y el cientifismo, la desacralización y desencantamiento del mundo, las latrías del mercado y la técnica, el progreso devenido culto y mito profano–– han propiciado buena parte de las dolencias que asuelan el planeta. Luces, porque una notoria porción de su patrimonio ––la defensa de la razón y del libre albedrío, la noción de individuo, el ideal democrático, la división de poderes, los derechos del ciudadano–– merece incorporarse sin reservas a la tradición y proyecto humanista, cuyos veneros ha acrecido con nuevos caudales.
Por más adhesión y empatía que suscite, estimo infundada la tentación de pensar que la modernidad y la Ilustración se han apartado in tutto del credo humanista, hasta el punto de agravar sus otras carcomas. Tan catastrofista dictum no permite apreciar, a mi juicio, los indudables claroscuros de la era que vivimos, y ponderar sus yerros y aciertos con tino. Ni tampoco, por ende, rendir críticos honores al idealizado ‘viejo humanismo’, cuyos más conservadores cultores tienden a hacer del ‘cualquier tiempo pasado fue mejor’ dogma y sacramento ––idílica Edad de Oro de retorno imposible––, y a olvidar cuán imperfecta y ambigua es la ‘humana conditio’ en cualquier fase de su despliegue.
Aunque tienen la encomiable virtud de nadar contracorriente en una época presidida por la tecnolatría y el positivismo rudos ––y el frecuente mérito de formular denuncias necesarias y diagnosis sagaces––, quienes se baten por defender el ideario humanista desde nostálgicas y apocalípticas tesituras corren el serio albur de trocar la fértil tradición en yermo tradicionalismo, y de alentar en fin, sin quererlo ni apercibirse, sus fatales exequias. Al no reconocer que la modernidad y la Ilustración arrojan un saldo plurivalente ––ganancias y progresos genuinos además de déficits y amenazas–– aquéllos que en nombre del ‘humanismo’ las condenan sin paliativos tienden a recamarlo de acendrada pureza, y a confinarlo así, oh paradoja, en el astroso desván de la historia.
Lejos de disponer de axiomas y verdades conclusas, aplicables sin más a no importa qué circunstancia, es precisamente el acervo de sabiduría del viejo y nuevo humanismo el que permite colegir cuán incierto y adverbial es el ‘anthropos’, y cuán limitados los recursos de que dispone ––incluido el propio humanismo, no se olvide–– para conocer su eviterna condición y guiar sus muy plurales historias. A tal punto es cierto que la insigne e irremplazable tradición que también defiendo lo es porque lleva en su seno, cual una semilla siempre presta a germinar, una aptitud y actitud crítica que así mismo debe dirigir a sí, so pena de esclerosarse en quimérica antigualla: en esas estetizantes amenidades, de hecho, en que tanto sus enemigos como sus expertos tienden a trocarla en la actualidad ––ora obcecados por los coqueteos con lo inefable, ora por un cientifismo que deberían refutar de pleno. [17]
Estoy persuadido de que, considerado en lata acepción, el ‘humanismo’ de ayer y hoy reúne una herencia sin par, llamada a ejercer un papel rector en la iluminación y gobierno de los humanos asuntos, y a devenir indispensable guía de todas las ramas del conocer y del actuar ––ciencia, filosofía, teología y tecnología incluidas––, aunque no de sus contenidos y procederes soberanos. Y también, por ello mismo, de que urge avivar su caudal clásico ––digamos de Homero, Sófocles y Agustín a Cervantes, Erasmo y Petrarca–– con los aportes que le brindan la modernidad y la Ilustración, a pesar de sus sombras y lacras. También la ciencia ––y no el cientifismo––, la política y la ética humanizante ––y no el humanitarismo––, la utopía democrática ––y no el democratismo–– y hasta el mito y el ideal de progreso ––y no el trivial progresismo–– se hallan en disposición de renovar tan crucial patrimonio.
Sea como fuere, el argumento en que García Gibert sustenta su excluyente defensa del ‘viejo humanismo’ ––“los hombres han cambiado poco, aunque las cosas han cambiado mucho”[18]–– resiste mal una revisión somera, por más que coincida con el parecer de autores tan conspicuos como Harold Bloom o George Steiner. Es verdad, pero sólo a medias, que ‘los hombres’ apenas han mudado en los últimos tres mil años. Aunque en seguida cumple agregar que la condición antrópica es una dialéctica ‘coincidentia oppositorum’, como Duch lleva observando decenios. Estructural e histórica a un tiempo, la ‘criatura del aire’ que somos posee un inamovible cañamazo––es simbólica, mítica, ritual y empalabradora en cualquier lugar y tiempo––, pero también una índole histórica que sustancia tales constantes, y sin la que no resulta pensable siquiera. Sometida, pues, a constante muda, debe vérselas con retos renovados sin cesar, y abrirse camino a tientas, mediante sus historias, a lo largo de una Historia que no discurre inexorable ni vale dar por supuesta. “Lo que necesita el hombre no es sólo un planteamiento inapelable de las cuestiones íntimas, sino también un sentido para lo hacedero, lo posible, lo que está bien aquí y ahora”, apunta con acierto H. G. Gadamer: “Y el que filosofa me parece que es justamente el que debiera ser consciente de la tensión entre sus pretensiones y la realidad en la que se encuentra.”[19]
En “Significación de la tradición humanística para las ciencias del espíritu”, penetrante primer capítulo de Verdad y método, Gadamer cifra en cuatro las nociones básicas que integran el acervo humanista: ‘formación’, ‘sensus communis’, ‘capacidad de juicio’ o discernimiento, y ‘gusto’. Todas se hallan entrañadas en la tradición e ideario que estas hojas vindican, y en la regeneración que hoy y aquí merecen. Y todas remiten, cada una a su estilo, al concepto griego de ‘paideia’ y al latino de ‘cultus’, y evocan la perenne necesidad de educar a los jóvenes para ponerles en la senda de la virtud integral o ‘areté’, y de que no se agriete y arruine el entero –y frágil–– edificio de la común cultura[20]. Una cornucopia de valores y criterios de honda raigambre humanista se halla en condiciones de rendir impagables dones al ominoso y amenazado mundo en ciernes, siempre que sean actualizados por vía crítica y cohonestados con sus capacidades y desafíos: ahí están la ‘phrónesis’ o saber práctico ––distinta de la abstracta ‘sophía’––, con su peculiar exhortación a depurar la prudencia y la mesura, el tacto y el gusto; el cultivo esmerado de la sensibilidad y la compasión, la imaginación y memoria, el buen sentido y el humor, el ingenio y la utopía; la estima por la palabra y sus artes, divisa de un ser indigente y condicional, y urgido por ello de mediaciones; el ‘espíritu de fineza’ que debe promover la aptitud y actitud de discernir allende el ‘espíritu geométrico’ craso.[21]
Durante los últimos cuarenta años, Lluís Duch ha venido labrando una verdadera sabiduría antropológica, en diálogo con la filosofía, la teología y las ciencias sociales contemporáneas: una ‘antropología simbólica’ o ‘filosofía de la cultura’, según su decir; o una ‘antropología filosófica’, según el mío. Sin hacerlo explícito, como muchos de sus más conspicuos colocutores y maestros, su obra constituye una tácita apología del eviterno humanismo, convencido como está de que el ‘animal logomítico’ no es ángel ni bestia, ni está condenado al infierno o al cielo de antemano. De que su condicionado vivir, como Ortega y Gasset creía, es más drama que tragedia, en consonancia con su libre albedrío. Y de que, en fin, no le queda otra que orientar sus pasos mediante ese temple y visión que el humanismo procura, entre la comprensión tentativa de lo vivido y la imaginación de lo hacedero.
[1] Albert Chillón, La condición ambigua. Diálogos con Lluís Duch, Barcelona, Herder, 2011.
[2] Digo ‘crisis epocal’ porque su alcance rebasa con mucho el contorno de una crisis económica simple, e involucra buena parte de los aspectos del mundo contemporáneo, política, ética, religión y cultura incluidas. Lluís Duch y yo mismo venimos reflexionando de consuno a este propósito en la serie de artículos de opinión que desde agosto de 2010 empezamos a publicar en La Vanguardia. Véanse entre otros, a modo de ejemplo, los siguientes: “El desahucio de las humanidades”, LV, 1-8-2010; “La regeneración de la universidad”, 27-12-2010; “Una lección de Fukushima”, 23-3-2011; o “Un mundo a la intemperie”, 12-5-2011.
[3] Javier García Gibert, Sobre el viejo humanismo. Exposición y defensa de una tradición, Madrid, Marcial Pons, 2010, p. 13.
[4] A modo de sumaria y por fuerza incompleta exposición de tales tradiciones, no erudita ni exegética pero sin duda útil, sugiero la obra de Aldous Huxley La filosofía perenne, Barcelona, Edhasa, 2004.
[5] Herbert Marcuse, El hombre unidimensional, Barcelona, Ariel, 1999.
[6] Tiene razón García Gibert cuando observa: “Al elegir la expresión ‘viejo humanismo’, hemos descartado la alternativa de ‘humanismo clásico’, porque ese término parece asumir connotaciones filológicas o estilísticas que no lo definen, a nuestro juicio, por entero. Tampoco se trata de ‘humanismo antiguo’ ––aunque de la Antigüedad recibe su savia––, pues sigue presente en la obra y el pensamiento de algunos autores de la época moderna.” Op.cit., p. 13.
[7] Léanse a este propósito, además de la citada obra de Marcuse, las contribuciones de Max Horkheimer (Crítica de la razón instrumental), M.H. y Theodor Adorno (Dialéctica de la ilustración), Günter Anders (La obsolescencia del hombre) o Lewis Mumford (El mito de la máquina), entre otras.
[8] La locución pertenece a J. Ortega y Gasset. Ver, en especial, La rebelión de las masas, Madrid, Espasa-Calpe, 2010.
[9] Tal vez sobre aclarar que todo acto o designio es por fuerza ‘humano’; otra cosa, muy distinta, es que su intención, sentido y efectos sean ‘humanizadores’ o ‘deshumanizadores’, bien mirado.
[10] De acuerdo con la glosa que Ernst Cassirer hace de Pascal. “El espíritu geométrico sobresale en todos aquellos temas que son aptos de [sic] un análisis perfecto, que pueden ser divididos hasta sus primeros elementos. Parte de axiomas ciertos y saca de ellos inferencias cuya verdad puede ser demostrada por leyes lógicas universales. La ventaja de este espíritu consiste en la claridad de sus principios y en la necesidad de sus deducciones, pero no todos los objetos son aptos de semejante tratamiento; existen cosas que a causa de su sutileza y de su variedad infinita desafían todo intento de análisis lógico. Si algo hay en el mundo que habrá que tratar de esta segunda manera es el espíritu del hombre, pues lo que le caraceriza es la riqueza y la sutileza, la variedad yla versatilidad de su naturaleza. [...] El pensamiento racional, el pensamiento lógico y metafísico, no puede comprender más que aquellos objetos que se hallan libres de contradicción y que poseen una verdad y naturaleza consistente; pero esta homogeneidad es precisamente la que no encontramos jamás en el hombre. Véase Antropología filosófica, México, FCE, 1993, pp. 28 y 29. Léanse, así mismo, las meditaciones originales de Blaise Pascal: Pensamientos, Barcelona, Planeta, 1986, pp. 5 y 6.
[11] Esta es una de las tesis fundamentales de la Antropología de la comunicación que Lluís Duch y yo mismo publicaremos en los próximos meses, de la mano de la editorial Herder. En ella encontrará el lector adicionales y detalladas explicaciones al respecto.
[12] Yuri M. Lotman, Semiótica de la cultura, Madrid: Cátedra,1979; La semiosfera, Madrid: Cátedra, 1996.
[13] Me remito a los textos clásicos de Wilhelm Dilthey: Introducción a las ciencias del espíritu, Madrid, Alianza, 1986; y Dos escritos sobre hermenéutica, Madrid, Istmo, 2000.
[15] Son relevantes, a este propósito, las siguientes obras de Gilbert Durand: La imaginación simbólica, Buenos Aires, Amorrortu, 2007, passim; y, sobre todo, Las estructuras antropológicas del imaginario, México, FCE, 2005. Véase, así mismo, la obra de Jean-Jacques Wunenburger Antropología del imaginario, Benos Aires, Ediciones del Sol, 2003.
[16] En sus propias palabras: “Ante todo habría que rehabilitar el estudio de la retórica, término medio indispensable para el acceso completo al imaginario, luego de tratar de arrancar los estudios literarios y artísticos a la monomanía historizante y arqueológica, para reubicar la obra de arte en su sitio antropológico conveniente en el museo de las culturas, que es el de hormona y soporte de la esperanza humana. Además, al lado de la epistemología invasora y las filosofías de la lógica, tendría su lugar la enseñanza de la arquetipología; al lado de las especulaciones sobre el objeto y la objetividad, se ubicarían las reflexiones sobre la vocación de la subjetividad, la expresión y la comunicación de las almas. Por último, amplísimos trabajos prácticos deberían reservarse a las manifestaciones de la imaginación creadora. A través de la arquetipología, la mitología, la estilística, la retórica y las bellas artes sistemáticamente enseñadas, podrían restaurarse los estudios literarios y reequilibrarse la conciencia del hombre de mañana. Un humanismo planetario no puede fundarse en la exclusiva conquista de la ciencia, sino en el consentimiento y la comunión arquetípica de las almas. [...] La retórica es el término último de este trayecto antropológico en cuyo seno se despliega el dominio del imaginario.” Las estructuras, op.cit., p. 435.
[17] Léanse, a este propósito, las esclarecedoras reflexiones que Jordi Llovet vierte en Adéu a la universitat. L’eclipsi de les humanitats, Barcelona, Galàxia Gütemberg, 2011.
[18] García Gibert, op.cit., p. 12.
[19] Hans Georg Gadamer, Verdad y método, Salamanca, Sígueme, 1993, p. 21.
[20] Véase el clásico libro de Werner Jaeger, Paideia. Los ideales de la cultura griega, México, FCE, 1996.
[21] “Significación de la tradición humanística para las ciencias del espíritu”, en Verdad y método, op.cit., pp. 31-74
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