(Publicado por Lluís Duch y Albert Chillón en la sección de Opinión de La Vanguardia, viernes, 16 de septiembre de 2011)
Occidente, Europa y España se debaten al borde de un vertiginoso torbellino, el mayor peligro que han encarado desde el final de la Segunda Guerra. Algunas de sus naves amenazan naufragio, y en casi todas cunde la alarma por las pérdidas que crecen a ojos vista. Mientras ciertas élites se libran de él o se lucran a sus expensas, la ciudadanía vive el acre despertar de un ensueño de falsa pujanza, y descubre que el crucero europeo sufre el asedio de una globalización sin riendas, y sobre todo de la venal desregulación promovida por un dogmatismo ultraliberal que se ha enseñoreado del Primer Mundo, a costa de los derechos y garantías conquistados tras 1945. Alentada por el grueso de las instituciones financieras, políticas y mediáticas, la espejismo de prosperidad que ha gestado el tsunami nació con las ya lejanas presidencias de Reagan y Thatcher; se nutrió de la ruina de la utopía socialista que la Caída del Muro de Berlín resume; campó por sus fueros con la constelación neocon fraguada en la era Bush –tan activa hoy y aquí, así en el PP y CiU como en el PSOE incluso–; y fue artículo de fe para la ciudadanía de una supuesta non stop society que habría hecho coincidir realidad y deseo por vez primera en la historia.
Incluso la palabra 'crisis', tan difícil de evitar, forma parte de la general impostura, ya que otorga un sesgo cuasi meteorológico al metódico –y en buena medida deliberado– desahucio de las democracias vigentes. Con el Estado del Bienestar, cercenado por políticas inspiradas en una panideología neocapitalista que descarta toda crítica y alternativa, va socavándose el patrimonio de justicia e igualdad arduamente conquistado por las clases subalternas en el último siglo y medio. Pero sobre todo va arruinándose el imperfecto aunque indispensable complejo sociopolítico llamado 'democracia', y con él el legado ilustrado que la modernidad alumbró con dolor y sudor extremos.
Ahora la resaca de la general embriaguez se tiñe de angustia, y revela que el balneario del que creíamos gozar es un purgatorio para demasiadas personas, abrumadas por drásticos recortes en sanidad, educación y recursos que ni siquiera rozan a las más pudientes. Son, de hecho, las que ya vivían en la pobreza y las clases medias que van despeñándose en ella quienes arrostran la factura, acogotadas por draconianas hipotecas y deudas, por la rampante precariedad y por la indefensión jurídica ante los desmanes de las instituciones financieras y de los mismos gobiernos, empeñados en pregonar –con patriótica prosopopeya– que no cabe más respuesta que tamaña injusticia. Es preciso recordar, no obstante, que el pandemonio en curso fue bendecido ya en 1992 por el doctrinario neocon Francis Fukuyama, quien pregonó que el derrumbe del bloque soviético habría certificado el presunto fin de la historia, entendida como lucha entre clases e ideologías; que la ortodoxia neoliberal se habría impuesto a las utopías emancipatorias; que el capitalismo no sería un sistema más, sino el único factible; y que los EEUU anteriores al 11-S serían poco menos que una utopía encarnada: auténtica hictopía en la Tierra.
La libertad requiere la autonomía responsable de los ciudadanos, pero éstos tienden hoy a integrar una neoservidumbre sofisticada, secuestrados por los mistéricos ‘mercados’ y sus tecnocracias. El siglo XIX extrajo una gran lección de los perversos efectos de la revolución industrial: se reveló perentorio instaurar los cauces de ayuda mutua y afiliación de los que proceden los tradicionales sindicatos y partidos; e impulsar proyectos emancipatorios que, en proverbial expresión de Marx, exigiesen de cada quien según sus capacidades y le proveyesen según sus necesidades. Los idearios de reforma y revolución que entonces cundieron, con el marxismo al frente, tuvieron la virtud de desvelar la inhumana explotación que acarreaba el mercado libre, y de promover una alternativa global que espoleó los principales movimientos sociales modernos. Es cierto que tan auroral ensueño devino pesadilla en la URSS y sus satélites, pero también que desde 1945 –en Europa occidental al menos– permitió interpretar y denunciar la apropiación desigual de la riqueza, y fomentó vías democráticas que mitigaron su azote.
El pensamiento único que nos asuela soslaya esa herencia adrede, obcecado en consumar su hegemonía a cualquier precio. Pero la ciudadanía debe avivar el seso y recordar su imperecedero mensaje de justicia y liberación, y así combatir los desmanes de un hipercapitalismo que tiende a convertir a los Gobiernos en marionetas y a los ciudadanos en súbditos inmolados en el altar del beneficio sacrosanto con el que especulan quienes perpetran sus arterías entre bastidores. Ha llegado la hora de disentir y decir no. No es verdad que éstas sean las únicas medidas posibles para afrontar la ‘crisis’; ni que sus costes se estén repartiendo; ni que haya que suprimir aulas y ambulancias, quirófanos y urgencias. Tampoco lo es que los grandes salarios, beneficios y fortunas sean intocables amén de invisibles, por más que gobernantes y expertos lo repitan hasta el hartazgo. Hay mucho dinero blanco y negro en circulación, detentado por tinglados y gentes impunes. Y urgen políticas de redistribución y compensación, leyes y acciones que les pongan coto.
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