jueves, 17 de febrero de 2011

"EL ESPEJISMO DE LA IDENTIDAD"

(Publicado en 'La Vanguardia' el 2 de septiembre de 2010)


 


             La apoteosis del identitarismo es uno de los más acuciantes síntomas de la crisis general que vivimos, cuyo alcance rebasa con creces la esfera económica y empapa todos los ámbitos del Occidente postmoderno, globalizado a matacaballo.  El declinante ascendiente normativo de cierto cristianismo dogmático, unido al ocaso de las grandes ideologías modernas –con el redentorismo marxista al frente–, ha propiciado un escenario social paradójico e incierto, aquejado por muy distintas y aun contrarias derivas. El espíritu de nuestro tiempo ha sido descrito como desacralizador e irónico, desencantado y desmitificador, relativista y secularizado. Y sin embargo, al mismo tiempo, se perciben en él inercias de signo opuesto, tendentes a procurar por cualesquiera vías –incluso las más crédulas y compulsivas– la orientación y el sentido perdidos.  De ahí la simultánea pujanza de cultos y latrías de muy varia índole –al mercado, a la tecnología, al cuerpo, al consumo, a las identidades–, todas ellas orientadas a suturar los vértigos y vacíos que abre la presente sociedad del riesgo, y en suma a contrarrestar el desencantamiento del mundo que Max Weber atribuía a la modernidad por medio de un reencantamiento correlativo.
Así las cosas, la nostalgia de absoluto que el actual desconcierto azuza encuentra en la veneración por la llamada “identidad” uno de sus tótems más dilectos.  Vaya por delante, de entrada, que tal noción es vidriosa y resbaladiza amén de compleja, y que ni su origen filosófico ni su muy posterior acuñación psicológica auspician los usos y abusos que por doquier cunden. Y además –contra lo que el romanticismo populista y la mercadotecnia política proclaman– que carece de fundamento postular identidades colectivas pre-dadas, ahistóricas y homogéneas, sea por la vía del telúrico y germánico Volk, sea por la del tradicionalista y británico folk, sea por la del aparentemente más amable aunque mixtificador peuple franco-jacobino.  Hablando con rigor, no existen las identidades a priori, sino sólo los procesos de identificación que los muy diversos sujetos –­todos y cada uno de ellos– generan, a posteriori, en relación con ciertos referentes construidos y sancionados por la memoria colectiva. “Francia”, “Estados Unidos”, “Israel”, “España” o “Cataluña” son vocablos que no designan realidades pétreas –indubitables y anteriores a su designación–, sino imaginarios más o menos compartidos con los que cabe establecer identificaciones; inevitablemente subjetivas comunidades imaginadas, en palabras de Benedict Anderson.  No poseen entidad física ni metafísica alguna per se, sólo –y nada menos– una existencia histórica que los sucesivos procesos de identificación recrean.
          Es menester agregar, por otra parte, dos precisiones relevantes.  La primera es que esas identidades presuntamente homogéneas ocultan la pluralidad social que de facto existe, justo en una época señalada por la creciente mezcolanza cultural, étnica, cultual e idiomática que en todos los órdenes se observa. Y la segunda, que cada ciudadano es en sí mismo plural, ya que tiende a identificarse con muy distintos imaginarios –religiosos, deportivos, tribales, sexuales, nacionales– ya acuñados, y no con uno en exclusiva. Seres insoslayablemente imaginativos como somos, todos necesitamos hacerlo –sin posible excepción–, de lo cual no se infiere que una identificación baste para definirnos. Cada prójimo tiene pleno derecho a reconocerse en cualesquiera referentes –contrastables o supuestos–, y además está por fuerza abocado a hacerlo porque ello inviste su vida de plausibles sentidos. Y no obstante conviene que proceda con la mayor lucidez de que sea capaz, a sabiendas de que tales reconocimientos no nacen de identidades esenciales, sino que contribuyen a construir –de consuno con otros sujetos– identificaciones en curso. La filosofía, la psicología y la literatura nos han enseñado a advertir cuán diversa y aun fragmentada es la interioridad de cada quién. Y la historiografia, la antropología y la sociología, cuán plurales y contradictorias las sociedades modernas. Harina de otro costal son los intereses que los distintos populismos persiguen, unidos todos por el afán de alentar fantasías de unanimidad sin fuste. 
Los seres humanos somos inveteradamente relacionales, como lo son nuestras obras y frutos. Obligados a buscar siempre inestables equilibrios entre cada centro y sus respectivas periferias, corremos el riesgo de arrostrar conflictos sin cuento si articulamos deficientemente nuestros vínculos. Esta premisa resulta crucial para entender, más allá de la palabrería al uso, la actual crisis de relaciones entre España y Cataluña: a partir de una comprensión esencialista y ahistórica de las llamadas raíces, desde el centro se pretende que todo sea centro, y desde la periferia, que todo sea periferia asimismo. Durante los últimos siglos, el centro ha intentado invadir la periferia, y la respuesta de ésta ha consistido en reconvertir metafísicamente la propia historia. De ahí las trabas que impiden una relativa armonía entre ambos polos, los cuales deberían asumir no sólo como inevitable, sino como potencialmente provechosa la existencia –y la convivencia– de sensibilidades e identificaciones distintas.

Lluís Duch
Albert Chillón



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