Entrevista a Lluís Duch
(Publicada en el suplemento Culturas de La Vanguardia el 22 de diciembre de 2010)
Un maestro heterodoxo
Antropólogo, teólogo, filósofo de la cultura y monje de Montserrat, Lluís Duch es un pensador en y de los márgenes, una de las más lúcidas mentes del país y autor de una caudalosa obra que aúna rigor y singularidad, radicalidad y ponderación, compasión y excentricidad, compromiso cívico y heterodoxia. Impugnador de las más veneradas latrías del tiempo –así las del mercado, la tecnología, el identitarismo o la misma fe que críticamente profesa–, este francotirador de las ideas ha devenido una insoslayable voz en el ágora intelectual autóctona.
Desde los años sesenta ha cultivado un pensamiento relativamente excéntrico y heterodoxo, situado en los márgenes de la filosofía, la antropología y la teología: una suerte de filosofía de la cultura, en propia confesión.
Mi intención ha sido formular una antropología de cariz filosófico y simbólico entendida como apología de lo humano, y netamente distinta de las antropologías sociales y culturales de cuño francés y británico. Porque creo que el ser humano se halla siempre en peligro, y que una de las funciones de la antropología debería ser su salvamento. Se trata de entrar en diálogo con el mundo contemporáneo, ya que ese es el laboratorio con que contamos los antropólogos: el cúmulo de relaciones que entablamos los sujetos.
Suele afirmar que el anthropos no tiene naturaleza sino condición: es contingente y ambiguo, equívoco y limitado. Un ser finito capaz de infinito, como los escolásticos querían, así como una coincidencia de opuestos.
Todos esos rasgos pueden resumirse en la palabra ambigüedad, que es la marca propia de un ser que no posee respuestas a priori, sólo preguntas que suscitan respuestas siempre provisionales. De ahí que el esquema antropológico que uso se mueva entre la pregunta y la respuesta, una vía de acceso a nuestro ser que incorpora la contingencia y la duda, la vacilación y la decisión. Nuestra condición adverbial, en suma.
¿Es el problemático equilibrio de logos y mythos –siempre coimplicados– insoslayable para la salud personal y colectiva?
Evidentemente, porque esa apología de lo humano a que aludo debería traducirse en una búsqueda de la salud personal y común, una cuestión de enorme alcance político. Pero la coimplicación entre logos y mythos –entre imagen y concepto– resulta capital porque somos un conjunto de facetas inconciliables entre sí, en principio. La vida humana es esa extraña, a menudo paradójica conjugación entre lo lógico, conceptual, analítico y experimental, por un lado, y lo mítico, intuitivo, sensorial e imaginal, por otro. La salud consiste en equilibrar ambas dimensiones.
El mundo enfrenta una crisis global que se manifiesta crudamente en la economía, aunque la trasciende con creces. ¿En qué consiste y dónde nace?
Este verano publicamos un artículo de opinión escrito a dos manos [“El desahucio de las humanidades”, La Vanguardia, 1-8-10] en el que expusimos que la actual crisis tiene muchos frentes, uno de los cuales es el patente desahucio que las humanidades están sufriendo. Aunque están siendo implacablemente podados, los saberes humanísticos son indispensables terapias para sujetos y colectivos, hoy en día aquejados por un enfermamiento perceptible, por ejemplo, en el aumento de la violencia y en el silenciamiento del auténtico diálogo, que requiere crítica, pluralidad, duda y preguntas. Suelo citar la anécdota que cuenta Lao Tsé: cuando el señor de su territorio le encargó el gobierno, le preguntó cuál era la primera medida que quería tomar; “La renovación, la curación de la palabra”, le replicó el sabio. Todo empieza y acaba con la palabra, y por tal entiendo cuelesquiera expresividades humanas, incluidas nuestras facetas éticas y estéticas, amorosas y relacionales. Ese es el poliglotismo, el polifacetismo al que me refiero a menudo.
Los vigentes procederes y sistemas educativos tienden a relegar las ciencias humanas y a limar las aristas críticas de las sociales, en paralelo a la erosión de la democracia y a la general deshumanización, como arguye Martha Nussbaum y usted mismo ha escrito.
Ese diagnóstico salta a la vista en todos los ámbitos: se está produciendo una galopante degradación de la convivencia y, en suma, un proceso regresivo de deshumanización al que la postergación de las humanidades contribuye sobremanera. No aludo sólo a su supresión –algo muy significativo por sí–, sino ante todo a la mentalidad de quienes la promueven. Porque esos saberes hoy relegados cultivan nuestro poliglotismo de homines loquentes, la posibilidad de convivir en relativa armonía. Su destrucción se fragua en la primera enseñanza y culmina en la universidad, y sin duda provocará una desestructuración simbólica altamente nociva.
Todo indica que ese desahucio de los saberes críticos coincide con los cultos profanos a la tecnología y al mercado que hoy imperan.
Así es. En general, los docentes han opuesto una casi nula resistencia a ese desahucio, impulsado por los ministerios y consejerías del ramo. La tecnolatría que suele aquejar a unos y a otros hace las veces de equivalente funcional de la religión. Y nace, además, de la crasa ignorancia de esa necesidad que tenemos los sujetos de aprender los variados registros de la condición humana, sin cesar enfrentada al mal y la beligerancia, la escasez y la incertidumbre. Y todo ello en nombre de una supuesta modernidad genuina, concebida en clave tecnocrática.
Nuestro país no vivió una Ilustración ni un Romanticismo cabales en su momento. ¿Qué efectos resultan de tal carencia?
Esa carencia ha sido fatal y sigue siéndolo en múltiples planos: en el político y cívico, en el ético y religioso, en el cultural y universitario. Hoy en día vivimos una enorme confusión. En antropología, por ejemplo, resulta palmario: carecemos casi por completo de precedentes, ya que cuando se desarrollaron las grandes antropologías europeas –en la segunda mitad del XIX– aquí sólo había un puñado de folcloristas que manejaban metodologías obsoletas. De modo que no disponemos de ese género de reflexión que en Europa generó la Modernidad. Lo que sí tuvimos fueron guerras civiles, una barbarie que prácticamente duró hasta bien mediado el siglo XX.
El mesianismo, el populismo, la demagogia y el cinismo conforman una insidiosa patología que corroe los pilares de la democracia occidental, y muy en particular la que aquí renquea.
Observo con aprensión la vida pública catalana y española, y me parece evidente que el cinismo contemporáneo –que nada tiene que ver con el clásico– es uno de sus principales ingredientes. La derecha actúa con fraseologías de izquierda y ésta hace otro tanto, ambas implicadas en una sobrecogedora subversión del lenguaje. Aquí se da una muy notable perversión de la palabra, empezando por las declaraciones de los líderes. Basta encender la televisión o leer los periódicos para advertirlo. Pero la verdadera democracia no se deja expresar con sustantivos, sino mediante verbos, y se pervierte –como el símbolo, por cierto– cuando se da por lograda: es un experimento que se valida o invalida en el ejercicio de la libertad y la solidaridad, el humor y la justicia, la paz y la reconciliación. Y debe serlo ahora y aquí, no en un más allá nebuloso. El cinismo, la demagogia y los mesianismos son los mayores enemigos de la democracia, por más que se valgan de su retórica. Son muchos los ejemplos de que disponemos, aunque en general no saquemos las consecuencias debidas.
El identitarismo ha devenido una de las mayores latrías del tiempo, acaso como reacción al pandemonio postmoderno y globalizador. ¿Qué reflexión le sugiere semejante deriva?
El ser humano es en esencia relación, y debe ensayar incesantes equilibrios entre centro y periferia. Esta premisa resulta capital para entender la actual crisis de relación entre Cataluña y España. A partir de una comprensión esencialista y por completo ahistórica de la identidad y la tradición –de las raíces, en términos más religiosos–, desde el centro se pretende que todo sea centro, y desde la periferia, que todo sea periferia. El centro ha buscado consumar invasiones identitarias de la periferia, y ésta ha respondido con proyectos dirigidos a la reconversión metafísica de la propia historia. El fruto de ello es la imposibilidad de que ambos polos entablen auténticas relaciones, que deberían caracterizarse por dar no sólo como inevitable, sino como creadora y provechosa la existencia de sensibilidades distintas. De ello deriva también el aumento de la crispación, cuyo casi inevitable correlato –en ambos lados– es la aplicación de inmisericordes lógicas totalitarias, sobre todo por parte del más fuerte.
Maximalismos –travestidos de falsa radicalidad– que en nuestro país fomentan mandarinatos y camarillas dotados de amplio eco.
Se trata, en efecto, de capelletes regidas por ortodoxias de lo más sacristanesco y clerical –no importa que se expresen anticlericalmente a veces– que cuentan con ubicua presencia. Estas camarillas y cofradías actúan como poderes fácticos decisivos que imponen sus puntos de vista en todos los ámbitos, si hace falta al precio de marginar y hasta de silenciar a quienes no acatan sus dictados.
¿No es cierto que la principal vía de solución de la presente crisis pasa por la renovación del proyecto ilustrado y del Humanismo en su conjunto, ya no concebidos en clave logocéntrica sino logomítica, como usted propone?
La noción de logomítica designa la coincidencia de opuestos que somos. La obsesión por ser sólo lógicos o bien sólo míticos es una falacia, porque logos y mythos son realidades coimplicadas. Al Romanticismo le faltó Ilustración, y a ésta, Romanticismo. Además de ser épocas históricas, tal como suele entenderse, ambos conceptos designan vertientes cruciales de nuestra condición. Es menester agregar, por otra parte, que uno de los ideales mayores de la democracia occidental fue la formación del ciudadano, su presencia en la vida privada y pública como alguien responsable, justo y libre. La crisis global actual lo es de la democracia y del ciudadano mismo, que ha sido reemplazado por el consumidor, de acuerdo con Zygmunt Bauman. El sustrato de todo ello es más hondo, no obstante: una vasta y honda crisis gramatical que afecta a todas nuestras instituciones: la política, la religión, la educación, la economía, la familia, la comunicación mediática, el ocio… El conjunto de los cauces de socialización que llamo estructuras de acogida, en definitiva.
¿Cómo salir de este brete histórico, potencialmente explosivo dado que el estado del bienestar y la misma democracia resultan cada vez más insostenibles? ¿Qué puede proponer la antropología filosófica que cultiva?
La reforma del lenguaje a que Laotsé aludía puede parecerles a muchos una solución retórica e ingenua, y sin embargo estoy convencido de que sería harto eficaz si hubiese personas dispuestas a aplicarla más allá de los oropeles del poder y la gloria, hoy disfrazados de tecnocrática eficacia. Reformar el lenguaje implica muchas cosas. En primer lugar, la pacificación y armonía de los hablantes que tienen a su cargo las distintas las estructuras de acogida: las relaciones afectivas y de parentesco (codescendencia); las cívicas, éticas y políticas (corresidencia); las cultuales y religiosas (cotrascendencia); y las transmisiones que la comunicación mediática incluye (comediación). En segundo lugar, hacerse cargo de lo que el ser humano va siendo en el curso de su trayecto vital: ambigüedad y contradicción, incertidumbre y finitud, interioridad y exterioridad: de ahí que precise lenguajes y traducciones, y que sea un ser mediado y ritual, simbólico y empalabrador, narrativo y ético. Finalmente, esa reforma del lenguaje implica desvelar la capacidad crítica, ponderativa y discernidora de los sujetos, su aptitud para plantear preguntas y respuestas siempre provisionales y responder sí o no, crítica y sabiamente al tiempo. La supuesta eficacia tecnocrática nos está conduciendo al reino de la credulidad y la mansedumbre más primitivas y groseras.
¿Cómo, por qué para qué ser religioso hoy, cuando el vaticanismo renquea y Dios ha dejado de ser una premisa?
No sé si el Vaticanismo ha llegado a su final, pero sí creo que el cristianismo continúa vivo porque sigue siendo marginal. Bloch decía que lo mejor de la religión es que provoca herejes. Las religiones, que han dado lugar a lo mejor y a lo peor, sólo lo son de veras cuando argumentan contra el sistema. Soy optimista acerca del futuro de un cristianismo profético y relativamente marginal, no sacerdotal como lo es ahora.
A.C.
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