jueves, 17 de febrero de 2011

"LA PERVERSION NEOCÍNICA"

(Publicado en 'La Vanguardia' el 7 de noviembre de 2010)




          La apatía y el desencanto se palpan por doquier. Son incontables los ciudadanos, ante todo jóvenes, convencidos de que se hallan en precario los recursos materiales, ideológicos y espirituales que hasta hace poco parecían garantizados, llevados al borde del agotamiento por las disolventes tendencias globalizadoras y postmodernas. En ello consiste el peculiar malestar de –y en– la cultura propio de este arranque del siglo XXI, un tóxico deletéreo que envenena la vida de muchos individuos y la torna no sólo huera y anodina, sino carente de horizontes significativos.
¿Qué nos lleva a ver la presente como una época singularmente amenazada, habida cuenta de que han sido varias y profundas las crisis que han precedido a la que sufrimos? Entre los varios factores que concurren, hay dos que merecen especial atención, creemos. El primero es la palpable erosión de las tres grandes estructuras de acogida que tradicionalmente configuraron la Modernidad –vínculos de parentesco y afinidad; educación y socialización ciudadana; cauces de religiosidad y culto–, aquejadas por una ‘fractura de la confianza’ drástica y perceptible. La quiebra de las referencias y criterios que componen el ‘mundo dado por garantizado’, en expresión de Alfred Schütz, es hoy general. Antiguas o modernas, sencillas o complejas, las sociedades se deterioran –y hasta se colapsan– cuando en ellas cunde la desconfianza, patología que agosta el suelo mismo que las sustenta.
El segundo factor se desprende del anterior, y hoy rige el proceder de demasiados sujetos: una atmósfera cínica que insidiosamente contamina la esfera pública y privada. Aunque constante a lo largo de la historia, el término ‘cinismo’ ha ido adoptando muy diferentes valencias. En la antigüedad griega su uso se reservaba a ciertos personajes excéntricos, genialoides y estrambóticos que ponían en solfa la ortodoxia, y poseyó fuerte acento ético e individualista. Con Diógenes al frente –la imaginería lo pinta descalzo y despojado en su barril–, los cínicos pregonaron el retorno a la Naturaleza y la igualdad social, la autarquía, la filantropía y el desprecio de las convenciones. Ello no obstante, el copernicano giro que trajo el Renacimiento cambió el signo histórico del cinismo, y le confirió muy otros acentos. Con Maquiavelo, ante todo, se convirtió en talante y seña del príncipe triunfante, un virtuoso del cálculo y el engaño que, paradójicamente, se hallaría legitimidado para consumar sus manejos en aras de la sacrosanta Razón de Estado, presunto bien supremo.  Los medios podían ser terribles, sí, pero el fin los justificaría: tal es el núcleo de su influyente legado. 
          Ahora, en cambio, el cinismo nutre tesituras y prácticas cada vez más comunes, tanto que han devenido soterradamente multitudinarias, por más sean próceres y prohombres quienes las encarnen. En palabras de Peter Sloterdijk, el cínico contemporáneo es “un integrado antisocial”: un activo miembro del establecimiento de poder ducho en manejar las máscaras de la ética, la legalidad o la democracia, cuya epidermis exhibe al tiempo que las socava. Egotista y hasta egolátrico, expresión acabada y aniquiladora del hiperindividualismo narcisista que según Cristopher Lasch nos aflige, el neocínico se ampara en el desconcierto postmoderno para excusar su iniquidad, basada en la antiética del todo vale y en una sutil pero eficaz demolición de los pilares que sustentan la res pública.
Falto de escrúpulos y lealtades, todo es crasa apariencia para el neocínico, cuya desfachatez es congruente con la apoteosis del yo que en el presente cunde, y también con la estetización de casi todos los sectores sociales. Animado por una radical perversión del lenguaje –perverso él mismo–, urde una retórica del simulacro a fin de consumar el lucro y empoderamiento que sus tejemanejes procuran; y lo hace especulando a costa de la legalidad, por vías siempre ilegítimas en el fondo. Los ejemplos que vienen a las mientes son numerosos. Algunos, como el de Silvio Berlusconi, resultan rudamente obvios. El desvelamiento de otros, más sofisticados, requiere en cambio mayor perspicacia, así el Tony Blair que hace años supo manipular el argumentario del labour y la izquierda para encubrir sus arterías, basadas en el decisionismo, la demagogia y el embauco. Lo mismo puede decirse de los políticos, comunicadores y partidos adeptos al más rancio conservadurismo hispano, ésos que se proclaman defensores de los trabajadores, las políticas progresistas o las cívicas libertades. Unos y otros –son sólo ejemplos entre un rico centón– revelan que el cinismo no es ya una actitud minoritaria más, sino un auténtico mundo de vida crecientemente normalizado por cualesquiera sujetos en todos los estratos sociales, de los gobiernos a los ayuntamientos pasando por empresas, iglesias, universidades y sindicatos. Una genuina endemia que hoy tienden a compartir dirigentes y dirigidos, dominantes y subalternos, cómplices todos de un sistema de poder que –a diferencia del cinismo maquiavélico– subvierte la misma Razón de Estado. Y que se vale de poderosas mediaciones tecnológicas y comunicativas para resultar no sólo seductora y suasiva, sino fascinante incluso: un fascinismo de nuevo cuño –valga el deliberado juego de palabras–, risueña metástasis que corroe el patrimonio material y cultural de todos.

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