jueves, 17 de febrero de 2011

"LA REGENERACION DE LA UNIVERSIDAD"

(Publicado en 'La Vanguardia' el 27 de diciembre de 2010)



          Desde su albor medieval en Bolonia y París, la Universidad ha sido un vector cardinal de Occidente, fermento de la democracia, la ilustración y el delicado equilibrio de deberes y libertades en que la modernidad se plasma. Y sin embargo hoy vive una honda crisis patente por doquier, cuyos previsibles efectos amenazan no ya su presencia y función, sino la pervivencia de las sociedades a las que tanto ha aportado. No aludimos a una de esas sedicentes crisis que parecen declararse sin cesar, sino a una genuina encrucijada al tiempo amenazante e incitadora, que acaso podría resolverse de mediar la lucidez y decisiones apropiadas, pero que sin éstas caerá en degeneración franca. 
          Sucede, con todo, que en lugar de lucidez cunde una miopía general de la que derivan diagnósticos y acciones que están arrumbando la Universidad digna de llamarse así, y guiando el residuo que de ella queda por un rumbo en esencia errado.  El sarcarmo resulta lacerante en verdad: el mismo studium generale que la metáfora “Bolonia” convoca –integrador de todos los saberes humanísticos y científicos– está siendo eviscerado y desmembrado a expensas de tan prestigiado vocablo. Y la universitas –de “unus” y “versus”: hacia la unidad– que antaño se orientaba a educar como personas, ciudadanos y profesionales a sus usuarios, desintegrándose en una poli-versidad empeñada en instruir a sus clientes. Lo que ya emerge no es, entonces, una institución congruente con los tiempos, a la vez heredera de su pródiga tradición y concernida por los desafíos que éstos plantean, sino un desolador sucedáneo, un tinglado politécnico que lleva varias décadas proliferando, y que ahora maquillan los espejismos del plan Bolonia.
Si no se corrige a tiempo, tal rumbo se revelará aciago para la navegación colectiva, y desde luego para el bienestar de los ciudadanos. De entrada, porque tiende a degradar el cultivo de la modesta y viable sabiduría –del saber vivir y convivir– en razón instrumental cruda: una dispersión de pericias, a menudo eficientes a corto aunque deficientes a largo plazo, y siempre rendidas al ídolo del progreso y sus espectrales mercados. Después, porque en esa sopa medra el bárbaro especializado, un sofisticado primitivo uncido a la ilógica tecnolátrica en boga, feligrés tan devoto de su sola competencia como ciego al sentido social de sus actos. Y en fin, porque la presente suplantación del educar por el rudo instruir corroe los pilares éticos y políticos de la convivencia, pervierte sus premisas y embrutece a los sujetos, cada vez más alejados de consumar ese plausible ideal de autoconocimiento y realización que consagraron Sócrates y sus legatarios.
Es, por ello, indispensable remar a contracorriente de las suspersticiones que hoy cunden, y proceder a regenerar la educación en general y la Universidad en concreto. No para que casi todo cambie en apariencia y casi nada en el fondo, tal como la corrupción del espíritu de Bolonia está logrando de facto, sino a fin de situar la crucial función de educar a la altura del tiempo en curso.  La Universidad tiene una alta misión pedagógica ante sí, por emplear el atinado término que ya en 1930 acuñó Ortega. Y para afrontarla cuenta con una frondosa tradición que, ello no obstante, debe regenerar y poner al día mediante el fomento de la cultura, la crítica y la razón: sus más aquilatados recursos, y los únicos capaces de combatir la religión economicista que impera. Éstas son, en apretada síntesis, algunas propuestas de partida.
Uno. La Universidad debería volver a serlo: revertir las derivas disgregadoras de la actual poliversidad y reintegrar las distintas ramas del saber, sean científicas o humanísticas, en un minimum pedagógico: un tronco común a la educación de todos, sean cuales fueren sus profesiones respectivas. Ello implicaría deslindar la educación universitaria sensu stricto de la científico-técnica y profesional, cuyos distintos ámbitos y niveles habrían de nutrirse de ella siguiendo, empero, sus propias vías.
Dos. La misión primordial de la Universidad debería ser cultural, y consistiría en elevar a la ciudadanía a la altura de del tiempo: cultivando sus aptitudes reflexivas y actitudes críticas, y con ellas el saludable hábito del diálogo, la pregunta y la duda. La institución, pues, no tendría que rendir pleitesía al complejo tecnoeconómico, sino poner toda necesaria enseñanza aplicada en perspectiva cultural, esto es, al servicio de la vida social y de la vida a secas.
Tres. La Universidad debería perseguir un horizonte de fines cabalmente humano, que siempre antepusiera la búsqueda del bien, la verdad, la justicia y la belleza a cualesquiera afanes utilitarios. Por más romántica que se antoje, esta premisa es crucial si se comprende que no cabe buscar el origen de la presente crisis en la rala economía –ni prescribir recetas exclusivamente técnicas para una dolencia que dista de serlo–, sino asumir que sus males brotan de una ingente falla cultural que la regeneración de la pedagogía universitaria contribuiría a resolver o paliar al menos.
Urge una drástica reforma de las ideas, sensibilidades y conductas, la colectiva asunción de nuevos valores de sobriedad, mesura, lucidez y prudencia. Y sólo una regeneración radical de la educación será capaz de instilarlos.









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